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Política
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La peste es el miedo

El mundo entero se convirtió de pronto hace sólo días en un  campo de concentración global, donde cada uno entró voluntariamente empujado por el miedo, agradeciendo al Estado que cuide de todos como padre providente y delatando a los desobedientes que ponen en peligro la salud.

Cuarentena: Controles en las calles evidencian la presión del Estado sobre los ciudadanos.
Cuarentena: Controles en las calles evidencian la presión del Estado sobre los ciudadanos.

Un día una enfermedad contagiosa desconocida se  declaró en  Wuhan, una ciudad  de 10 millones de habitantes en el centro de la China, y  la prensa la atribuyó a la extraña costumbre vernácula de comer murciélagos.

Pero poco después las noticias se complicaron con la novedad de que en esa ciudad había un laboratorio militar que quizá se dedicaba a experimentar para la guerra biológica, y luego con que habían sido miembros del ejército norteamericano los que habían "plantado" el virus ahí.

Eran versiones interesadas tendentes ante todo a desacreditar al adversario, pero en pocos días pareció recomendable el aislamiento, ya no en China solamente, donde drásticamente la peste fue controlada, sino en el resto de los países afectados, en particular España e Italia en Europa.

Si hubo intención de perjudicar a China, el gran rival económico de los  Estados Unidos en el siglo XXI, el tiro no fue bien dirigido, porque hoy el país donde más prolifera el mal son los Estados Unidos, al punto que de mínima esperan allá 200.000 muertos  y de máxima, dos millones.

Hacinados y apestados

Los que tienen casa aceptaron gustosos a la reclusión domiciliaria, pero no tanto los que no tienen sino chapas para vivir hacinados en la miseria,   y deben buscarse la vida día a día.

Ahora no les cae ni una moneda, no tienen literalmente en qué caerse muertos, como sucedió en la crisis que tumbó al gobierno de Fernando de la Rúa en 2001.

Entonces, el corralito bancario que dispuso su ministro  Domingo Cavallo, obligó incluso a pagar un café con cheques.

De pronto cesó la lluvia de monedas que habitualmente cae sobre los  marginales -propinas y pequeñas retribuciones por trabajos ocasionales-  y les permite sobrevivir. Cayó el gobierno, pero se salvaron los  bancos.   Ahora puede pasar algo parecido debido al parate de la actividad económica, que dejó sin recursos a  los changarines y sin ingresos a numerosísimas existencias menores.

Entender poco y actuar mal

Los  críticos del sistema  mundial  no tienen respuesta suficiente para los problemas actuales; se sienten incómodos con un aparato conceptual desbordado por una "realidad" empeñada en desmentirlos.

La situación hoy es peor que en los 70 del siglo pasado, cuando un ensayo de sublevación armada fracasó violentamente.   Es peor no sólo a nivel de la naturaleza con el agotamiento de los recursos, la polución y la exacción exacerbada de recursos, sino también a nivel social, por la concentración  de la riqueza, la proliferación de miniguerras calculadas en distintas partes del mundo, el crecimiento de la corrupción, del narcotráfico, de la marginación, la drogadicción, la renuncia a la conciencia como algo superfluo y tantas otras cosas conocidas y denunciadas.

En ocasiones, las soluciones padecen del mal que alguien llamó "inflación eidética". Esto es algo así como un "pecado de generalización". Consiste en identificar un problema parcial, a veces mínimo, e "inflarlo" hasta hacer de él el responsable único de todo y fincar en él todas las soluciones.

La Argentina en la tormenta

Después de su victoria pírrica en la Segunda Guerra Mundial, Inglaterra debió olvidarse del imperio, retirarse a las islas y aplicarse a administrar las finanzas mundiales  desde Londres. Para la oligarquía, la Argentina fue entonces un territorio en busca de un imperio.

Su clase dirigente  nunca cesó del todo de buscar amo, siempre añoró los tiempos en que  los gobiernos  se declaraban súbditos de Su Majestad y la Argentina era el sexto dominio inglés.

En los comienzos de nuestra vida independiente, en una carta dirigida al embajador británico en Río de Janeiro, Carlos María de Alvear le pide al imperio que se haga cargo de las provincias  Unidas, que mande tropa, que nosotros necesitamos  que nos impongan el orden y la disciplina y que aceptaríamos sin chistar, al contrario, agradecidos, convertirnos en colonia inglesa. Ya la oligarquía porteña de entonces era clarividente respecto de sus intereses y de cómo resguardarlos de la "anarquía", sobre todo de Artigas.

El ministro Manuel José García, llamado "perfecto caballero británico", llevó en 1815 a Río de Janeiro dos cartas de Alvear. En una de ellas, dirigida a  Lord Castlereagh, Alvear  muestra de cuerpo entero la clase de gobernantes que tenemos desde entonces: "Estas provincias desean pertenecer a la Gran Bretaña, recibir sus leyes, obedecer a su gobierno y vivir bajo su influjo poderoso. Ellas se abandonan sin condición alguna a la generosidad y buena fe del pueblo inglés y yo estoy dispuesto a sostener tan justa solicitud para librarlas de los males que las afligen. Es necesario que se aprovechen los momentos, que vengan tropas que impongan a los genios díscolos y  un jefe autorizado que empiece a dar al país las formas que sean del beneplácito del Rey y de la Nación".

La voz de Alvear  en 1815 recuerda a la  de los tribunales de Nueva York ante los que resignamos soberanía en 2014 y  la que manda encerrarnos ahora  en nuestras casas y cancela de un plumazo el derecho constitucional a transitar,  tomando ejemplo de las potencias mundiales. Estamos ensayando  un  disciplinamiento social nuevo  con el pretexto de la peste.

Un ensayo nada más

Cuando el verdadero poder quiere elimina la "política": ahora la  sustituyó  por reglas de  salud pública dictadas por un organismo internacional que nadie eligió pero que debe ser obedecido sin chistar. Es decir, un poder sin rostro toma las medidas que considera necesarias sin hacerse representar por peleles insignificantes.  Así lo hizo en América Latina en la década de los 70, cuando las "democracias"  fueron desalojadas sin miramientos o en Europa cuando los gobiernos "democráticos" de Italia o Grecia fueron borrados de un plumazo  y reemplazados por tecnócratas designados por Goldman Sachs.

La peste es el miedo

Pestes ha habido en todo tiempo. La primera registrada por la historia, por el griego Tucídides, fue posiblemente de tifus, durante la guerra del Peloponeso hace 25 siglos.   Mirando filosólicamente el pasado, el escritor irlandés George Bernard Shaw consideró que las epidemias han tenido más influencia que los gobiernos en el devenir de nuestra historia. Para el neurocientífico español Santiago Ramón y Cajal, artista plástico frustrado,    en la lucha milenaria del hombre contra el microbio la cuestión es  quién domestica a quién. Le faltó adivinar  que el  hombre usaría microbios domesticados para   domesticar a otros hombres

La peste negra, variante de la bubónica que hoy está de vuelta en silencio en los Estados  Unidos, opacada por el coronavirus, dio ocasión a Boccaccio para escribir el Decamerón, que contiene los relatos  con que distraían su reclusión jóvenes acomodados de Florencia en un retiro voluntario para apartarse del contagio.

Al ver cómo reaccionaba la gente que moría como moscas,  Boccaccio dijo que los lazos de la amistad son más estrechos que los de la sangre y la familia.

Hoy se trata más bien de romper todo lazo, de crear distancia entre todos, dos metros por lo menos, sea quien sea. Todos son de desconfiar, todos pueden ser portadores, todos merecen ser delatados  y todos están envueltos en una atmósfera invisible pero pestífera de microgotas de saliva  y respiración inmunda.

Cuando cunde la peste, por delante de la enfermedad corre el miedo, que hoy tiene un uso cientifico dirigido a ablandar la razón y endurecer el corazón, a enloquecer a los cuerdos y hacerles pedir cosas de las que se arrepentirán mañana,  como quien comete un crimen en patota  y luego rechaza haber sido él quien  lo cometió.

Miguel de Montaigne, que se aisló  para escapar de una peste, dijo que  a nadie le va mal durante mucho tiempo sin que él mismo no tenga la culpa. Sintetizó su pensamiento con elegancia gala: «El que teme padecer, ya padece lo que teme»

El maestro de los maestros del terror, Edgar Allan Poe, mostró en uno de sus cuentos a un príncipe que construyó un  palacio inexpugnable para escapar de la muerte; pero  la muerte le llegó como un espectro capaz de atravesar las paredes; como el  que hoy reaparece bajo mil formas en la pantalla del televisor y en las redes sociales.

De la Redacción de AIM.

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