Las hojas de los árboles bailan en el viento y reflejan el sol como espejos vivos; en las ramas anidan los pájaros. Bulle la vida sostenida en silencio desde las profundidades de la tierra por raíces invisibles, en apariencia inmóviles, tan inactivas como se ven las estrellas y tan oscuras como el cielo nocturno.
La sabiduría china antigua identificaba a las raíces que sostienen lo visible con la vitalidad de todos los seres del universo. Lo que brilla y se agita depende de lo que reposa en silencio y oscuridad.
Sabio es actuar con espontaneidad, sin esfuerzo, con la gracia de una bailarina que hace los movimientos más difíciles como si no le costaran nada. Su arte se desmerecería si se entreviera un esfuerzo.
Así también sería la política si se ejerciera con sabiduría. El pueblo podría vivir naturalmente, “con el corazón vacío, el vientre lleno, la ambición débil y los huesos fuertes”, dice el Tao Te King. En un país bien gobernado los gobernantes permanecerían silenciosos, aparentarían no hacer nada, tal como la raíz alimenta las ramas sin presumir méritos.
En la política moderna, las masas están muy lejos de la espontaneidad natural; los gobernantes las someten continuamente a la incitación del miedo, a la amenaza de enemigos reales o potenciales que acechan desde distintos ángulos. No permiten paz nunca.
El agua tranquila refleja los que se miran en ella, les devuelve una imagen exacta, minuciosa; el agua revuelta no refleja sino que deja ver la agitación que la domina.
Las teorías políticas modernas parten del estado turbulento porque la modernidad imprimió a la sociedad una dinámica chirriante que la sacó la serenidad original. El agua de un arroyo se desliza calma entre las orillas hasta que encuentra algún obstáculo, por ejemplo piedras. Entonces el flujo se vuelve turbulento.
Para seguir con esta analogía, en el caso de la política la tendencia natural es vivir en paz: “sosegao vivía en mi rancho como el pájaro en su nido”, dice Martín Fierro en el poema de José Hernández. Pero hay piedras en el camino del agua que quitan el sosiego que parece el estado original
Para el politólogo alemán Robert Michels, discípulo de Max Müller en la senda de Vilfredo Pareto, de Gustavo Le Bon y de Gaetano Mosca, la agitación proviene del grado de complejidad de las sociedades modernas, que necesitan de la división del trabajo y la especialización.
El resultado inevitable es la separación entre la mayoría que suele llamarse “pueblo”, sin poder político y manipulable, y la minoría que suele llamarse “elite”, clase dirigente o dominante, que tiene poder y manipula.
La minoría tiene un arma muy poderosa para mantenerse y controlar a las mayorías: la organización que cristaliza en la formación de oligarquías, sea por vía aristocrática o democrática, por herencia o por elección.
Según Michels, las grandes organizaciones se hacen cada vez más fuertes, lo que aumenta el poder de los dirigentes y los incita a buscar más poder. “En la sociedad de hoy, el estado de dependencia que resulta de las condiciones económicas y sociales, hace imposible el ideal democrático”.
En “Los partidos políticos”, libro publicado hace más de un siglo, Michels ofrece un panorama que podríamos aceptar como bastante ajustado a los tiempos actuales:
“Cuando las democracias han conquistado ciertas etapas de desarrollo experimentan una transformación gradual, adaptándose al espíritu aristocrático, y en muchos casos también a formas aristocráticas contra las cuales lucharon al principio con tanto fervor.
Aparecen entonces nuevos acusadores denunciando a los traidores; después de una era de combates gloriosos y de poder sin gloria, terminan por fundirse con la vieja clase dominante; tras lo cual soportan, una vez más, el ataque de nuevos adversarios que apelan al nombre de la democracia. Es probable que este juego cruel continúe indefinidamente”
Que el juego político es cruel no hay dudas, sobre todo para los que lo padecen sin jugar o confían en las soluciones autoritarias hacia las que se deslizó Michels; pero es objetable que sea indefinido.
Quizá cese si cesa la agitación prodigiosa de nuestras sociedades, que impulsa a los dirigentes a inventar crisis cada vez más graves, temores cada vez mayores, peligros cada vez más amenazantes, para mantener un dominio que a pesar de todo se les escapa entre los dedos.
Entonces quizá las elites no se reemplazarían unas a otras como las olas del mar al llegar a la playa, sino se perderían ellas mismas en una serenidad como la del cielo nocturno, donde todo se hace sin propaganda ni ruido.
Si el mundo se serenara, si el flujo turbulento actual regresara al laminar, el político podría coincidir con el sabio, seguiría al Tao y controlaría sin autoridad, enseñaría sin palabras, dejaría que las cosas asciendan y caigan, nutriría sin interferir, daría sin que le pidan y estaría satisfecho.
De la redacción de AIM.
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