¡Esclavos del mundo! Una es nuestra causa; una la vergüenza inmemorial. Una es la lucha, en nombre de la humanidad combatimos por la libertad del hombre". Esta proclama avisa de la fibra, del temperamento, del coraje de una mujer singular, a quien su padre dio el nombre de Voltairine en homenaje a su admirado Voltaire.
Sin embargo, el ímpetu libertario de Voltairine de Cleyre se remansa y da frutos como éste: "Nunca he querido otra cosa que no tengan ya las criaturas salvajes, una amplia bocanada de aire limpio, un día para tumbarme en la hierba de vez en cuando, sin nada que hacer más que escurrir briznas entre mis dedos, y mirar tanto tiempo como quiera la gran bóveda azul, así como las tramas verdes y blancas que se entrecruzan por el camino; desaparecer para flotar y flotar a través de crestas saladas entre la espuma".
De un lado o de otro, aparece el ser excepcional que sus padres no pudieron comprender. Cuando el padre, a diferencia del abuelo francés que se mantuvo firme en el ideal revolucionario, vaciló y osciló hacia el catolicismo y se hizo devoto, quiso que su hija rebelde fuera monja.
Voltairine fue internada en el convento de Nuestra Señora del lago Hurón, en Ontario, Canadá. En uno de sus ensayos rememora esos días de prisión: "Cómo me compadezco ahora, cuando viene a mi memoria esa pobrecita alma solitaria, haciendo la guerra por su cuenta en las tinieblas de la superstición religiosa".
El padre confiaba en que su hija se refinaría en el convento y perdería algunas de las particularidades por las que se destacó luego: tendría modales y sabría cómo comportarse, abandonaría la pereza, y el " amor por basura como libros y estudios de historia". Confiaba en que las monjas desarrollarían en ella ideas de orden, reglas, regulaciones del tiempo y del trabajo.
Muy lejos de todo eso, con 17 años Voltairine decidió huir y atravesó a nado el río de Puerto Hurón e intentó recorrer a pie los 27 kilómetros que la separaban de su casa en Michigan. Unos parientes entre los que buscó refugio exhausta la devolvieron a su padre, que la devolvió al convento.
Cuando al fin pudo salir, al cabo de cuatro años, lanzó su grito de libertad: "Sucumba el viejo amor, bienvenido el nuevo: ¡Amplio como los corredores espaciales en que giran las estrellas!".
Según su propia confesión, era ya "una librepensadora pese a que nunca había visto un libro o escuchado una palabra que tendiera una mano a mi soledad".
Ávida de vida nueva, escuchó en Filadelfia al abogado laboralista Clarence Darrow hablar sobre el lado económico de la vida y hacer un esbozo socialista de una sociedad futura. Se sintió socialista, pero no pudo hacer las paces con las nociones preñadas de Estado del socialismo.
Según la reseña de la vida de Voltairine que hizo Emma Goldman, descubrió en aquel momento que la libertad no es hija, sino madre del orden.
Al final, sin etiquetas, entendió que solo la libertad y la experimentación pueden determinar el mejor modelo económico para la sociedad.
Cuando el asesinato judicial de los mártires de Chicago en 1887, Voltairine se dejó arrastrar por la versión de los hechos que dio la prensa, que sin los recursos científicos para asegurar creencias masivas que tiene ahora, era ya bastante eficaz en este terreno. Se sumó al grito "¡Que los cuelguen!"
Al reflexionar luego sobre sus impulsos inducidos de entonces, dijo: "no habré jamás de perdonarme por esa frase ignorante, exaltada y sedienta de sangre, aunque sé que los hombres que murieron me habrían perdonado. Pero mi propia voz, tal como sonó aquella noche, sonará en mis oídos hasta el día en que me muera".
Rápidamente se rectificó. Envió una respuesta a la propuesta del senador José Hawley de pagar 1000 dólares a quien matara a un anarquista: “Usted puede, con sólo pagar el pasaje en carroza hasta mi casa, dispararme sin que le cueste nada. Pero si el pago de los 1000 dólares es una parte necesaria de su propuesta, entonces cuando yo le haya dado el balazo a usted, daré el dinero a la propagandización de la idea de una sociedad libre en la cual no hayan ni asesinos ni presidentes, ni pordioseros ni senadores”.
Voltairine vivió y murió atormentada por padecimientos físicos que no doblegaron su voluntad. Como figuración de sí misma, pone el ejemplo de una enredadera en su ventana. La enredadera crecía y abría sus campanillas celestes pero fue atacada por un gusano cortador y se secó.
"Pero la noche siguiente hubo una tormenta de lluvia incesante y relámpagos cegadores. Salí de la cama a presenciar los destellos, ¡y hete aquí el milagro del mundo! En la oscuridad de la medianoche, en la furia del viento y la lluvia, la enredadera muerta había florecido (...) Sobre la muerte y la decadencia, la idea dominante esbozó una sonrisa; la enredadera estaba en el mundo para florecer, para arrostrar pimpollos de trompetas de ángel, punteadas de lila; e hizo valer su voluntad más allá de la muerte».
En 1902, de regreso de una clase de música, la abordó un joven demente que había sido alumno suyo cuando aún tenía salud. Ella se le acercó al reconocerlo pero él disparó varios balazos. Ninguno fue mortal, pero ese fue el comienzo del fin de sus sufrimientos físicos. Se sometió a varias intervenciones quirúrgicas que no la aliviaron. Entonces concibió la idea de suicidarse y escribió una nota sin destinatario que fue encontrada mucho después de su muerte: "Mantengo que es deber elemental de cualquiera que esté afectado por una enfermedad incurable el acortar sus agonías". La breve nota finaliza: "Mis pensamientos de moribunda están en la perspectiva de un mundo libre, sin pobreza y sin todo el dolor que conlleva, siempre hacia un conocimiento más sublime".
Voltairine no denunció a su agresor, al contrario, expuso sus puntos de vista contra el castigo judicial. "Permítasenos dar carpetazo a esta idea salvaje del castigo, que opera al margen de la sabiduría.
Permítasenos bregar para la liberación del hombre respecto de las opresiones que conforman a los delincuentes, y para lograr que todo enfermo reciba un tratamiento a la altura".
Su cuerpo torturado se minó rápidamente. Tras otra intervención quirúrgica perdió la memoria, no podía reconocer los nombres ni siquiera de sus amigos. Murió el 6 de junio de 1912, a los 53 años. Está sepultada en el cementerio de Waldheim, cerca de la tumba de los mártires de Chicago.
En la nota que redactó cuando el sufrimiento se le hizo insoportable y pensó en suicidarse esa misma noche, dice: "He muerto como viví, como un espíritu libre, una anarquista, sin ninguna lealtad a las leyes terrenales ni divinas"
De la Redacción de AIM.
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