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El tiro del final

La nanotecnología nos promete maravillas, pero también horrores inimaginables, como la extinción del universo entero debido a la autorreplicación descontrolada de nanorrobots,  demonios pequeñísimos que pasarían a tener de pronto un significado gigantesco.

La nanotecnología nos promete maravillas, pero también horrores inimaginables, como la extinción del universo entero debido a la autorreplicación descontrolada de nanorrobots.
La nanotecnología nos promete maravillas, pero también horrores inimaginables, como la extinción del universo entero debido a la autorreplicación descontrolada de nanorrobots.

La "plaga gris" de nanorrobotos sería, a diferencia del coronavirus que tanto nos preocupa ahora, una masa plateada compuesta de  partículas del tamaño de  un átomo que por algún fallo, mutación accidental o  un ataque no dejarían de replicarse, crecerían indefinidamente, quedarían fuera de control y acabarían consumiendo toda la materia del universo. Fin y a dormir.

El primer replicador fuera de control podría ensamblar una copia en mil segundos, luego los dos replicadores ensamblan dos más en los siguientes mil segundos, los cuatro construyen otros cuatro, y los ocho construyen otros ocho. Después de diez horas, no hay 36 nuevos replicadores, sino más de 68 miles de millones. En menos de un día, pesarían una tonelada; en menos de dos días, sobrepasarían el peso de la Tierra; en otras cuatro horas, excederían la masa del Sol y todos los planetas combinada.

Sin embargo, esta funesta predicción tiene un fallo:  las nanotecnologías deberían ser capaces de derribar leyes físicas fundamentales, como la de la degradación de la energía, conocida como segundo principio de la termodinámica, que muchos atacan sobre todo desde el punto de vista de la vida: pero nadie derrotó todavía.

En 1871, el físico ingles James Clerk Maxwell propuso una experiencia  paradójica: imaginó un sistema que consta de dos recipientes, A y B, que contienen un gas a la misma temperatura, comunicados sólo por un orificio microscópico que horada la pared de separación.

Apostado junto al agujero (tan pequeño que sólo deja pasar las moléculas de una en una en una nanoescala, un diablito separa las moléculas veloces (que son las moléculas calientes, ya que la temperatura es una medida de la velocidad del movimiento) de las lentas (frías), haciendo pasar las primeras al recipiente A, y las segundas al B. Al final, el sistema presentará una diferencia de temperatura, contradiciendo en apariencia la ley física.

El error es que el diablito consume energía para hacer su trabajo de separar las moléculas  calientes de las frías, y por ese consumo no se viola la física.

Ese diablito sería equivalente a  un nanorrobot, que debe consumir energía para hacer su trabajo porque no es mágico ni inmaterial. Las partículas seguirían sometidas a las leyes físicas y su crecimiento descontrolado no sería infinito; sólo podrán producir orden en un lugar a costa de causar desorden en otro lugar.

Entonces serían vanas las ilusiones de que las nanopartículas destruyan los límites que parecen encadenar al hombre, que haría bien  en aceptar sus limitaciones con humildad, ya que humano  y humilde son palabras vinculadas etimológicamente.

En realidad, una plaga  temible, real  y actual, somos nosotros con nuestra conducta civilizada. En  una cajita de vidrio con alimento, las bacterias crecen sin control hasta consumir todo y terminar muriendo como consecuencia de su propio crecimiento. Eso es lo que la  humanidad está haciendo ahora con los recursos de la tierra, y con las ciudades enormes, cada vez menos controlables, devorando todo a su alrededor.

De la Redacción de AIM.

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