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Vergüenza: Claves para dejar atrás una emoción que nos limita

Que levante la mano quién no la sintió alguna vez: todos, en mayor o menor medida, transitamos a lo largo de la vida por la perturbadora experiencia de avergonzarnos. ¿Te gustaría tomar una nueva actitud para no dejarse arrasar por ella?

Una sorpresiva e intensa caída de nuestra autoestima, como un rayo que impacta en nuestro interior y nos derrumba: eso es lo que nos produce la vergüenza. Por eso resulta una experiencia tan desorganizante. En su faceta disfuncional, quien la padece, suele tener conductas evitativas. Y aunque se trata de un tema muy extenso, voy a enfocarme solo en uno de sus aspectos. Para eso, te invito a sentir y reflexionar juntos, porque es muy difícil solo pensar las emociones… inevitablemente, ellas vienen acompañadas del recuerdo de cómo las sentimos.

¿Cuáles son las situaciones en las que experimentamos vergüenza?

Hay varios ejemplos. Cuando algo que consideramos privado se hace público. O cuando manifestamos ante otras características que no coinciden con la imagen que queremos dar de nosotros. Por supuesto, también cuando recibimos burlas por algún gesto o acción que realizamos. Por poner un caso: subo al escenario para dar una conferencia, tropiezo, los papeles que llevo en la mano vuelan por el aire y luego aterrizo como puedo en el piso…

¿Qué me pasa ante semejante circunstancia?

Una reacción posible sería frustrarme por unos momentos, luego reírme de la situación y seguir adelante. Otra, sentirme abrumada, desorganizada y creer que, de ahí en más, todo será una desastre porque he perdido la posibilidad de ser respetada por el auditorio. La diferencia entre una escena y la otra es el modo de procesar esa situación interiormente.

Veamos primero la segunda escena: la del binomio tropezón + caída = desastre. La vergüenza, en su modo disfuncional, perturba intensamente la posibilidad de experiencia y autoexpresión.

Eso ocurre, claramente, cuando dejo de hacer algo por vergüenza: no ir a una fiesta porque me siento gorda, no animarme a bailar en público o a hacer una pregunta en clase. Evitar experiencias siempre deja un sabor amargo, una sensación de restricción y limitación. Las personas muy perfeccionistas son quienes están más expuestas a sentir vergüenza. Las que son más kinestésicas, es decir, que hacen algo porque lo disfrutan más allá de cómo lo hacen, están menos expuestas a sentirla.

Observemos qué ocurre en aquellas situaciones como las de la caída = desastre, ya que son las que, si no resultan adecuadamente elaboradas, inhibirán futuras experiencias similares.

Estas escenas tienen algunos elementos comunes:

Espero realizar una acción o tarea de cierta manera y lograr así afecto, reconocimiento, admiración, etc.

Imprevistamente se produce un fallo, un error en esa performance que pone de manifiesto alguna característica mía que no quería mostrar (interpreto la caída como señal de torpeza, por ejemplo) y tengo la certeza de que ya no recibiré el reconocimiento, el afecto o la admiración que esperaba.

Se produce una rápida y fulminante caída de mi autoestima (el típico pensamiento “Quisiera desaparecer” o la célebre frase “¡Tragame, tierra!“).

Proyecto en las personas presentes la creencia de que me ridiculizan y se burlan de mí.

El “avergonzador”, real o proyectado, es quien enfatiza la distancia entre lo que ocurrió y lo que yo quería mostrar a través de burlas y descalificaciones. En la escena caída = desastre imagino ese avergonzador en el público. Pero es muy importante destacar que, si no existiera en mi interior una voz similar, no la proyectaría.

Aprender a transitar la vergüenza es poder transformar a la voz avergonzadora interna en un amoroso testigo interior, capaz de aprender a partir de lo que vive y, eventualmente, reírse de alguna situación, como un niño. Entonces ya no necesito inhibir ninguna acción y puedo vivir la alegría de participar, porque estoy en condiciones de acompañarme, aprender de mis errores o accidentes y dimensionar lo que me toca transitar.

“Aprender a transitar la vergüenza es poder transformar a la voz avergonzadora interna en un amoroso testigo interior, capaz de aprender a partir de lo que vive y, eventualmente, reírse de alguna situación, como un niño. Entonces ya no necesito inhibir ninguna acción y puedo vivir la alegría de participar, porque estoy en condiciones de acompañarme, aprender de mis errores o accidentes y dimensionar lo que me toca transitar”.

Eso es lo que ocurre en la primera escena de “¡Uy, me caí!… y me río”. Una actitud propia de quien tiene recursos emocionales y capacidad de proporcionar lo ocurrido. Para muchas personas esta actitud requiere un aprendizaje. Y quiero enfatizar que ese aprendizaje es posible.

Esencialmente, se trata de unirnos a nosotros mismos. Esa unión no es fija, rígida ni es egoísmo. Es un equilibrio flexible, inclusivo, que se enriquece en la experiencia. No hay “grietas” interiores. Y, si se producen, se inicia un proceso de re-unión que crea nuevas maneras de integrar: lo que me gusta y también lo que no me gusta.

Porque, para transformar cualquier característica propia, necesito reconocerla como parte importante del conjunto, del “nosotros” que yo misma soy. Esa es la actitud que envía nutrientes emocionales, energéticos a todos mis aspectos o partes. Así como la sangre recorre todo mi organismo, del mismo modo el amor y el respeto me nutren. Esa atmósfera interior es la que permite celebrar, amar y respetar a la que se cae en el escenario, a la que da una conferencia, a la mamá, a la hija, a la que se equivoca, a la que ríe. Todas son una en mí.

Por Graciela Figueroa para Revista Digital Sophia.-

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