
El 28 de marzo de 1942 murió en la cárcel en Alicante, España, el poeta español Miguel Hernández, enfermo de tuberculosis.

Miguel Hernández murió antes de haber conseguido escribir su obra definitiva, en otro símbolo de la España que no pudo ser, según el hispanista Ian Gibson.
Según Gibson, Hernández está junto a Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez y Federico García Lorca, entre los poetas que se comprometieron con la república y lo pagaron con la muerte o el exilio.
Murió a las 5:30 del 28 de marzo. Un compañero de prisión, Eusebio Pérez de Oca, condenado por haber presidido un centro de estudiantes en Alicante, dibujó la cabeza del cadáver amortajado con los ojos abiertos Según Eusebio, Miguel “murió de tisis y de asco”.
Cuatro parientes y un amigo acompañaron el cuerpo al depósito del cementerio Nuestra Señora del Remedio.
Al día siguiente, antes de enterrarlo, por pedido de la familia abrieron el ataúd y vieron que tenía los ojos abiertos y el cuerpo esquelético. El médico de la prisión informó que no fue posible cerrarle los ojos “ya que en vida dicho individuo recluso padecía un síndrome típico de hipertiroidismo con sus facies de terror (síndrome de Kaus) con su triada de fijeza, insistencia y resplandor en la mirada”.
Niño Yuntero
Carne de yugo, ha nacido
más humillado que bello,
con el cuello perseguido
por el yugo para el cuello.
Nace, como la herramienta,
a los golpes destinado,
de una tierra descontenta
y un insatisfecho arado.
Entre estiércol puro y vivo
de vacas, trae a la vida
un alma color de olivo
vieja ya y encallecida.
Empieza a vivir, y empieza
a morir de punta a punta
levantando la corteza
de su madre con la yunta.
Empieza a sentir, y siente
la vida como una guerra
y a dar fatigosamente
en los huesos de la tierra.
Contar sus años no sabe,
y ya sabe que el sudor
es una corona grave
de sal para el labrador.
Trabaja, y mientras trabaja
masculinamente serio,
se unge de lluvia y se alhaja
de carne de cementerio.
A fuerza de golpes, fuerte,
y a fuerza de sol, bruñido,
con una ambición de muerte
despedaza un pan reñido.
Cada nuevo día es
más raíz, menos criatura,
que escucha bajo sus pies
la voz de la sepultura.
Y como raíz se hunde
en la tierra lentamente
para que la tierra inunde
de paz y panes su frente.
Me duele este niño hambriento
como una grandiosa espina,
y su vivir ceniciento
resuelve mi alma de encina.
Lo veo arar los rastrojos,
y devorar un mendrugo,
y declarar con los ojos
que por qué es carne de yugo.
Me da su arado en el pecho,
y su vida en la garganta,
y sufro viendo el barbecho
tan grande bajo su planta.
¿Quién salvará a este chiquillo
menor que un grano de avena?
¿De dónde saldrá el martillo
verdugo de esta cadena?
Que salga del corazón
de los hombres jornaleros,
que antes de ser hombres son
y han sido niños yunteros.
(De “Vientos del Pueblo”)