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Caleidoscopio
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El crepúsculo de los dioses

La necesidad del presidente Nixon de quitar el respaldo oro al dólar lo llevó a pactar que toda venta de petróleo se haga en dólares con Arabia Saudita, el mayor exportador en la década de los 70 del siglo pasado. Nixon quebró así uno de los puntos fijados al final de la segunda guerra mundial en Bretton Woods, pero la creciente deuda estadounidense lo hacía necesario; en adelante, el respaldo del dólar sería el petróleo árabe, no el oro.

Por entonces el poder económico y militar estadounidense impedía reclamar nada, pero hubo muchos analistas que escucharon en el anuncio de los petrodólares y la abolición del respaldo oro el canto del cisne del poder imperial.

En ese tiempo, la juventud universitaria europea, que había librado en París las jornadas del mayo francés, recibió la noticia que sería la primera generación en ser más pobre que la de sus padres.

La razón era en el fondo la misma que llevó a Nixon a quebrar el acuerdo de Bretton Woods: la acumulación desmedida de la deuda de los Estados Unidos, una situación sostenible mientras a la deuda la pagaron otros. Y el poder imperial estaba ahí para obligar a los "otros" a pagar su deuda.

Quedó en claro que el mundo occidental vivía en un casino, donde valen más que nada la especulación financiera y la deuda, ya no la productividad industrial como había sido en las épocas de gesta del sueño americano.

La clave del mantenimiento del casino estaba en que fuera de él debía haber un mundo que pagara las deudas de juego, de donde extraer las materias primas, al que pagar la energía barata y mantener subdesarrollado, pobre y en la convicción de que las cosas son como deben ser: así es la vida.

En la visión de Nixon y su élite, el mundo seguiría andando como siempre. Pero en cierto momento aparecieron potencias emergentes, sobre todo la China al comienzo del milenio, que hicieron ver al imperio que en pocas décadas más ya nada seguiría andando como antes.

Las guerras pagan las deudas o hacen imposible a los acreedores reclamar el pago. En ese sentido, la guerra permite barajar y dar de nuevo cuando no hay salida.
El imperio viene librando desde hace décadas una guerra tras otra: la guerra de Corea, la guerra civil de Camboya, las guerras de Shaba y del golfo de Sidra; la guerra civil libanesa; la invasión a la isla de Granada (primera guerra transmitida en directo por TV); las invasiones a Libia, y a Panamá; la guerra del golfo contra Iraq; las guerras de Somalia en Africa y luego de Bosnia en Europa; una invasión más a Haití en 1994; la guerra de Kosovo; la de Afganistán; las guerras contra el Isis y en Siria; la intervención en la guerra de Ucrania y en Palestina en estos momentos.

El Imperio estadounidense ve con ambición que Rusia es una fuente inagotable de materias primas: gas y petróleo ante todo, pero también oro, diamantes y material radiactivo. Pero la intención de balcanizarla, que se inició con la caída de la Unión Soviética, se enfrenta con una resistencia que no esperaba y que no ofrecía ninguno de los contendientes anteriores.

También la resistencia genera dudas en el caso de los adversarios de Israel, que es la cabeza de puente del imperio en una zona de importancia estratégica crucial.
Por ahora el imperio está canibalizando la industria europea, a la que cortó el acceso a la energía barata y obligó a muchas empresas a liquidar sus activos en Europa, sobre todo las alemanas, y radicarse en Estados Unidos.

La idea de la primera y de la segunda guerra mundial, que signaron buena parte del siglo pasado, era apoderarse de los mercados de los rivales y de las materias primas de los territorios que ellos controlaban. El plan Marshall después de la segunda guerra fue una inversión para reconstruir lo que habían destruido, es decir, el aprovechamiento de un mercado creado artificialmente.

Un detalle que no se repite en las condiciones actuales es que los efectos beneficiosos que el imperio espera de la guerra no se producen cuando los contendientes usan armas nucleares: una guerra atómica no se puede ganar, lo único que asegura es la destrucción mutua, y ese no es un resultado que no buscan ni siquiera los desesperados.

Antes las bombas les caerían a los demás, pero ahora es posible que les caigan a los hipermillonarios que quieren expandir sus negocios y eso terminaría también con ellos, no importa dónde hayan construido sus refugios.

En su tiempo, Winston Churchill dijo que la libertad avanzaba detrás de los cañones de la flota británica. Solo que los desheredados del mundo enfrentaban la boca de los cañones, y los que los enviaban, los banqueros de Londres, estaban lejos y no oían.

La guerra nuclear no es racional, pero es posible que la inicie algún desquiciado, un político que crea que la puede ganar o que suponga que su triunfo está escrito en algún libro sagrado y debe avanzar por orden suprema a los elegidos de dios. Nunca falta quien interpreta escrituras, dice tener dones, escucha voces y tiene sueños reveladores.
De la Redacción de AIM

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