Reiterar que nuestra humanidad planetaria, y nosotros en la Argentina, vivimos un momento complicado desde lo político-económico y, sobre todo, sanitario y de subsistencia diaria…, parece un lugar común reiterativo y sin consecuencias. Se agolpan los interrogantes sobre el sentido de nuestra existencia. Por Juan José Rossi (*). Especial para AIM.
El “bien-estar” no se da cuando “no tenemos problema” sino cuando nos sentimos deprimidos e impotentes ante lo que sucede dentro y fuera de cada uno de nosotros.
Frente a circunstancias inesperadamente dramáticas, como la epidemia del Covid-19 o las permanentes amenazas de conflictos bélicos potencialmente mundiales, que de algún modo superan nuestra comprensión inmediata de los hechos y que parecieran constituir excepciones fantásticas al normal desarrollo de la existencia, solemos pensar y decir ¡hay que creer o reventar…! ¡En algo hay que creer! o, también, ¡Dios existe y puede, o debería, salvarnos! Entonces muchos se sumergen en una bruma de hipótesis sin salida y sucumben al divague de “pre-supuestos”, de intereses y de manejos “religiosos y políticos” que intentan acumular poder y/o prestigio de cualquier forma que, en esta instancia concreta, un ejemplo concreto pareciera ser el caso de los laboratorios bioquímicos y la hegemonía del poder internacional por sobre los regímenes y estados “pobres” del Tercer mundo. Incluso, el humano siente la necesidad de buscar una tabla de salvación en seres de “otra dimensión”, potentes, sabios, perfectos, infinitos... y a mediadores -cada grupo los suyos- que, quizá, nos estén “mirando”. ¡Quién sabe desde qué dimensión y con qué chances frente a algún numen superior que nos controla y debería cuidarnos!
¿Quién no lo sabe? En momentos cruciales de la existencia (enfermedad terminal, accidentes, catástrofes colectivas, éxitos sorprendentes o crisis personales profundas), casi sin pensarlo, una elevada cantidad de personas de ayer y de hoy, espontáneamente reclaman y dan cabida a algún tipo de intervención de entidades superiores en tanto dueñas del devenir del cosmos y del ser humano. Entidades multiformes investidas de poderes mágicos para producir excepciones o, como suelen decir en occidente, realizar milagros que modifiquen el complejo y normal devenir de la realidad tal cual es, de por sí compleja e inaccesible en la mayoría de sus manifestaciones ocultas y manifiestas.
En especial cuando algunas personas o grupos, por diversas razones, protagonizan situaciones desesperantes provocadas por circunstancias que lo enfrentan con el sufrimiento y con su propia muerte o la de sus seres queridos como está sucediendo hoy en muchos lugares; o ante la amenaza de hecatombes naturales y graves crisis (epidemias, pandemias, sequías, sismos, hambrunas, falta de trabajo, guerras)…, es común que en los individuos y las multitudes se active o despierte algún tipo de fe y confianza ciega -a veces compulsiva e histérica- hacia seres considerados, por variadas tradiciones, muy distintos unos de otros, la mayoría considerados trascendentes (o sea, de otra dimensión substancialmente distinta a la nuestra); omnipotentes (que todo lo pueden, aunque a su arbitrio, o sea, a unos sí y a otros no) e infinitos (sin principio ni fin). Seres de quienes supuestamente dependería el orden actual del universo y la existencia misma del hombre con sus problemas y expectativas que exceden el ámbito de nuestra voluntad y proyectos personales.
En efecto, la mayoría de los individuos, lo expresen o no en el marco de alguna estructura religiosa o religión mediática, consciente o inconscientemente supone que “alguien” o “algo”, ajeno a nosotros, en un momento preciso habría dado el puntapié inicial al complejo cosmos hasta en sus más mínimos detalles. Existen infinidad e libros al respecto, especialmente del catolicismo europeo.
Con diferentes matices, según la hipótesis donde estén parados, los creyentes variopintos -que son muchos en el planeta- sostienen que con una injerencia más o menos activa un determinado ser, sea cual fuere, mantiene al universo en orden (“su” orden arbitrario), ya se trate de creyentes de la India, Japón, Irak, Egipto, Argelia, Sudáfrica, Bolivia, Paraguay, Canadá o de Argentina. No importa de qué región y de qué cultura del planeta surgió y en qué época hayan existido las personas y los grupos creyentes. No importa luego su mudez e ineficacia ante una epidemia que barre con millones de creyentes y de incrédulos por igual.
De hecho, en la tormenta cada uno activó estrategias para sobrellevar y aceptar lo inevitable… y el mundo siguió andando, quizá con cambios, pero en la misma plataforma substancial.
En lo más íntimo de su conciencia, muchas veces pensamos y sentimos, aun cuando no siempre se lo reconozca por pudor y discreción, o por vergüenza de ser tildado de “religioso” (es decir, miembro de alguna institución confesional o tributario de una u otra corporación religiosa), que la propia realidad y el maravilloso universo en el que somos y estamos debieron tener algún responsable de su origen y existencia actual, así como cuando cualquiera de nosotros fabrica, piensa, dice, escribe, pinta o hace algo se tiene la clara sensación de que “esa producción”, si bien nos pertenece, es diferente a nuestro yo. En efecto, un hijo tiene padres, los proyectos su creador; un cuadro, mueble y melodía su autor, un crimen su ejecutor y la respiración pulmones.
En general, puesto que así nos enseñan desde que nacemos, no imaginamos que algo, cualquier cosa, pueda existir o tener consistencia por sí mismo, sea esto visible como el hombre y un plato de comida, o invisible a nuestra vista como lo que llamamos “pensamiento” y la memoria. Por lo tanto, si el complejo universo que nos rodea existe -nosotros incluidos- ya que lo vemos, sentimos y transformamos; si tiene un aparente riguroso orden puesto que los astros no se chocan y ciertos fenómenos se suceden con regularidad pasmosa en el tiempo y el espacio, como la gravedad... alguien o algo debe haberlo producido y lo mantiene tal como se manifiesta a nuestra percepción.
Este postulado ingenuamente omite reflexionar la profunda y flagrante contradicción que involucra semejante principio ya que su formulación (por supuesto, teórica porque se trata del mundo de las “creencias”, precisamente porque no hay pruebas) parte de la base de que “algo” (res o ens) existiría “sin causa”. Pero, admitido ese principio, el mismo valdría para afirmar que el universo es increado y, en ese caso, sería “un” u “otro” dios, tal como lo conciben los creyentes.
Salvo rarísimas excepciones nada se concibe sin su autor o causa, porque aparentemente esa es la única experiencia cotidiana de una especie, la nuestra, que “puede darse cuenta de las cosas” o es inteligente, según se dice gracias a la invasión europea que introdujo al dios europeo y “su” verdad en Abya yala (América). Percepción reafirmada por ciertos sistemas filosóficos simplistas de occidente que “asegurarían” que todo efecto tiene su causa obvia o impenetrable.
En la práctica, difícilmente entendemos y manejamos el concepto de evolución, transformación, génesis y/o metamorfosis desde dentro mismo de la realidad, y tampoco se acepta con facilidad el origen de lo que no entendemos. En todo caso la gente en general, pero en especial algunas corrientes filosóficas y teológicas -sin ser esta última ciencia- de quienes dicen estudiar a ese ser o concepto infinito y perfecto perteneciente a una supuesta dimensión distinta a la nuestra -enseñanzas, por otra parte, que modelaron la mentalidad y el sistema educativo occidental de los últimos 2.500 años aproximadamente, incluido el de Abya yala (América) post invasión- decidieron a priori, y contra toda la lógica que ellos mismos esgrimen para el universo real y palpable, que ese alguien o algo sin causa e inaccesible, supuestamente generador del cosmos, sería un “dios” merecedor de todos los adjetivos, sin imperfección alguna y con entidad de “persona”, más exactamente de “tres personas en una”, pensando las tres lo mismo y no pudiéndose contradecir porque provocarían un caos universal.
Por otra parte, y curiosamente respecto de Occidente, el término “dios”, derivado de la mitología y palabra griega Zeus, es inexistente en la biblia judeo-cristiana y en tradiciones o libros “sagrados” de otros pueblos. Fue utilizado en la mitología pre-cristiana de la región mediterránea europea desde unos 2 mil años antes de ahora y aplicado posteriormente, por filósofos, lingüistas y teólogos occidentales y orientales, a todo ser mítico (personal, abstracto, zoo o antropomorfo). Estos creadores de un ser supremo griego-judeo-cristiano, u otros, en un tiempo no muy lejano decidieron e intentan convencer, con diversas razones -unas, genuinas en tanto creaciones humanas; otras ingenuas y miserables- que ese Zeus o dios pertenecería a una dimensión eterna e infinita, discontinuada del devenir cósmico y humano por un límite misterioso e infranqueable. Es decir, un curioso ser sin causa, a la vez perfecto y consciente como nosotros, que no tendría nada que ver con nuestra limitación pero que, desde su supuesta perfección ilimitada, nos habría hecho como somos: limitados, débiles y mortales sin opción y, muchas veces, todo ello a pesar de nosotros mismos. Quizá para darse el gusto de hacer algo que, de antemano, debió saber que sería un fracaso.
Del autor
Juan José Rossi (*) es profesor de Humanidades Clásicas, Filosofía y Teología; historiador y escritor. Fue sacerdote durante 14 años, desempeñando funciones especialmente en el área de la educación, pero se convirtió luego en un crítico implacable del catolicismo como estructura de poder que tuvo una función esencial en la invasión y colonización de nuestro continente desde 1492. Fundó en Concepción del Uruguay el museo Yuchán y el Yvy Marä ey en Chajarí. Es autor de más de 40 diversos libros, entre ellos, "La historia saboteada de Abya Yala". El 14 de diciembre pasado, Rossi, historiador radicado desde 1993 en Entre Ríos, recibió en Buenos Aires el premio a la trayectoria en educación y cultura discernido anualmente por el Fondo Nacional de las Artes.
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