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Caleidoscopio
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El libro en tiempos de la inteligencia artificial

El libro de papel, con hojas y tapas, consiguió gran prestigio pero puede convertirse en objeto de museo en breve gracias a la influencia omnipresente de los medios digitales, que ya están cuestionando la existencia de las bibliotecas.

Kant distinguía entre este libro, un objeto que pertenece al que lo compró, y el libro como mensaje intelectual del autor, que subsiste en cualquier sostén en que se ofrezca.
A este libro no lo matarán los medios digitales, pero podría sufrir gravemente por la inteligencia artificial, que ya está haciendo su irrupción triunfante en la sociedad actual, como vemos con aprensión en sus usos militares, en la guerra entre máquinas.

Los entusiastas de la inteligencia artificial propusieron crear con ella un texto que pudiera aspirar al premio Nobel de literatura.

Pero el presidente de la Asociación Europea de Inteligencia Artificial, Carlos Sierra, trató de tranquilizar en principio a los escritores y de paso a los millones que presienten que serán sustituidos por máquinas, perderán el trabajo y serán "gente sobrante".

Según Sierra, los sistemas generativos de la inteligencia artificial no entienden lo que están haciendo. "Se limitan a imitar, pero no a entender. Cuanto más largo sea el texto, se aprecian más incoherencias entre el inicio y el final. Porque son siempre las últimas frases las que determinan las siguientes. Y, en ese proceso, se pierde la coherencia general del discurso".

El ingeniero "pontifex"
Sin embargo, esto puede ser así por ahora. Hay legiones de ingenieros trabajando para cambiar lo que hay hoy, quizá para dotar de coherencia a las creaciones maquinales.

La ingeniería, que era puramente militar, se separó de la guerra y se hizo ingeniería civil para obras comunes en Europa en el siglo XVIII.

Cuando el desarrollo del comercio hizo frecuentes los viajes y necesario dejar de cruzar los ríos y arroyos a nado o con embarcaciones, el diseño de puentes fue cosa de ingenieros, una tarea enorme que comenzaba con un encofrado de madera -la ataguía- en el lecho del río.

El agua dentro de la ataguía se bombeaba afuera con molinos y sobre el barro se hincaban los pilares del puente, que eran troncos.

Luego se construía la mampostería del pilar y los arcos de modo que se sostuvieran por su propio peso. La última etapa, el pavimento, era de roca dura.

De esta construcción ingeniosa pero muy laboriosa hemos pasado a construir puentes usando la "máquina de lanzamiento de puentes segmentados" que coloca a gran velocidad, una tras otra, piezas de hormigón armado prefabricadas, de modo que todo el trabajo se hace en horas

La máquina pesa 580 toneladas y mide 7 metros de ancho y 9 de altura.

Esta evolución se ha producido en algunos siglos, pero la aceleración de los tiempos es posible que lleve a resultados hoy impensables en poco tiempo, y que tareas en que el ser humano parece insustituible sean ejecutadas sin él. Qué será entonces del hombre es una buena pregunta que aguarda respuesta.

La adoración de los libros
Los libros sufrirán un cambio sustancial, que ya está en marcha. Los antecesores del libro que conocemos hoy fueron las tablillas de arcilla o piedra, el rollo de papiro, el pergamino. Con el pergamino se hacían hojas que se cosían y encuadernaban: los códices que dieron origen a los libros de imprenta.

Hay gente apegada al pasado, que resiste una evolución que ya puso los libros en formato digital o electrónico y que todavía los reverencia en la forma anterior como fuente incuestionable de saber, de verdad, de ciencia, de inteligencia, de sensibilidad, de poder.

Se trata de una ilusión, porque los libros -en cualquier formato- son residuos que los muertos nos dejaron en las manos, las huellas de su paso por la vida. No son nuestra vida ni nuestros propios pasos, la que debemos vivir, los que debemos caminar.

Tienen respeto por los libros los analfabetos, al menos algunos, que juzgan por la condición social de los que los han frecuentado. Ellos mismos reconocen que no están favorecidos en la escala social, y tienden a suponer que algo en los libros les ha dado ventajas a los demás.

Tienen respeto por los libros los autodidactas. Quieren mediante lecturas a veces furiosas compensar una falta que sienten y que nada compensa: la cultura "seria", ordenada, metódica, de los que leyeron libros que otros eligieron por ellos. Los que no fueron a la escuela pueden morir aplastados bajo sus libros amados. Sólo prueban que hay amores que matan, porque aunque logren sentarse en un pupitre fuera de tiempo, sienten sin consuelo que la escuela está cerrada para ellos.

Tienen respeto por los libros los universitarios y docentes en general, porque su propio medro social está atado a ellos. La valoración del libro es al final valoración de sí mismos. Como nadie los universitarios destilan jugo de libros, excretan la sustancia maloliente en que las páginas se han convertido en sus cabezas agobiadas por lecturas obligadas y excesivas. Recomiendan los libros de modo que evidencia las orejas de burro corporativas.

Adoran los libros los custodios de alguna ciencia revelada, los sacerdotes y pastores.

Sobre todo los protestantes, desde que eliminaron el clero profesional, han elevado uno de esos libros a la bibliolatría. Pero estos tienen cada vez menos importancia, son como fósiles, residuos endurecidos de épocas muertas.

La reverencia a los libros es solo una de tantas reverencias: a los altares, a los dioses, a los demonios, al poder o a cualquiera de los ídolos modernos: el placer, el dinero, las comodidades. Es uno de tantos revestimientos de los que debemos despojarnos hasta encontrar que lo que somos no tiene relación alguna con nada porque no es relativo.
De la Redacción de AIM.

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