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Caleidoscopio
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La guerra y los venenos

La aplicación de la industria química a la agricultura con la finalidad supuesta de aumentar la productividad y combatir las plagas es un resultado de las dos grandes guerras del siglo XX. La primera guerra mundial, entre 1914 y 1918, enfrentó a los “imperios centrales” de Europa, Alemania, Austria y los otomanos, con “los aliados”: Inglaterra, Estados Unidos, Rusia, Francia, Italia y Japón.

La segunda, entre 1939 y 1945, involucró a casi toda Europa y a buena parte del resto del mundo, fue la más mortífera hasta ahora y terminó con el uso por primera vez de armas nucleares.


Del nitro al nitrógeno del aire
Cuando durante la primera guerra mundial Alemania perdió por el bloqueo aliado el acceso al nitro de Chile, un mineral con el que se fabrican ácidos nítrico y sulfúrico y que se usa como fertilizante, los científicos alemanes sintetizaron el amoníaco -molécula formada por un átomo de nitrógeno y tres de hidrógeno- a partir del nitrógeno del aire por el proceso Haber Bosch.

La finalidad militar era conseguir materia prima para producir nitroglicerina, un explosivo muy potente al que luego se le encontró un uso medicinal como vasodilatador para la angina de pecho.


Cómo sostener el beneficio
Terminada la segunda guerra en 1945, había que encontrar empleo para las grandes instalaciones de síntesis de amoníaco o desguazarlas. Políticos y empresarios vieron un mercado promisorio en la agricultura que permitía continuar en la paz las ganancias que producía la guerra.

Antes de impulsar el uso masivo de fertilizantes nitrogenados solubles, de los que la urea es todavía el más usado, la intención era sintetizar sustancias que sirvieran para destruir las cosechas, que siempre ha sido una finalidad en la guerra, como antaño envenenar el agua del enemigo.

La bomba atómica de Hiroshima dejó sin asunto al veneno LN 8 LN 14, que llevaba un barco estadounidense al Japón para devastar el 30% de las cosechas niponas y debió volver a la patria porque el enemigo se rindió.

En la guerra de Vietnam esos mismos venenos cambiaron de nombre, se llamaron "agente naranja" y de otros colores. Contienen la dioxina más tóxica. Destruyeron decenas de millares de kilómetros cuadrados de bosques y cosechas y provocaron 100.000 nacimientos con malformaciones graves.

Bombas y semántica
Los científicos que hasta poco antes estaban aplicados a la guerra química vieron los beneficios de ofrecer a la agricultura los que en la guerra eran venenos y ahora por un truco semántico conveniente se llamaron “pesticidas”.

Los que antes exigían envenenar a los enemigos ahora no querían que los envenenaran a ellos, pero celebraban el exterminio de las plagas, presuntamente sin riesgo.
Así como la guerra es la continuación de la política por otros medios, a las bombas y los venenos siguen la publicidad y las palabras. Si la guerra convencional doblega voluntades y destruye propiedades con bombas y misiles, la guerra semántica envenena consciencias con palabras.

Las empresas que encabezan la tecnología necesitan mantener a los consumidores aislados y en un sopor tal que acepten todo sin cuestionamientos, incluso con agradecimiento.

Las empresas que buscan beneficios mediante la innovación hacen inversiones muy grandes y exigen ganancias proporcionales; si hay errores, la propaganda debe inducir a mirar a otro lado.


El negocio envenenado
El éxito de la industria química es considerable, sus negocios son muy apetitosos: hoy en día alrededor de 600 millones de litros de agrotóxicos se vierten al año sobre los campos, los cultivos, el agua y las poblaciones. La Argentina marcha a la cabeza en el mundo, desparrama 13 litros aproximadamente de agrotóxicos por habitante.
Los gases tóxicos, concebidos para matar soldados enemigos en masa, quedaron sin uso en grandes cantidades cuando terminó la guerra. Pero si mataban gente, también deberían servir para matar insectos, y comenzó el auge de los insecticidas del grupo parathion, una sustancia fosforada que afecta el sistema nervioso y puede matar a los que se dice que protege. Usada como arma en la guerra se reconvirtió para usarlo en la paz, pero sus efectos nocivos en la población fueron tales que ya no se produce en los Estados Unidos.


DDT como dulce de leche
El DDT es otro producto de la guerra; era usado para tratar el paludismo de los soldados yanquis. Se siguió usando en la paz sin restricciones, al punto que las ciudades eran fumigadas desde aviones que dejaban nubes blancas en las calles para alegría de los niños.

Algunos propagandistas llegaron a tragar cucharadas de DDT para mostrar a los keniatas que era inocuo; pero los africanos desconfiaban de las locuras occidentales y no lo comían.

Los venenos de uso militar convertidos en pesticidas para la agricultura mantuvieron funcionando en la paz la gran capacidad de producción montada para la guerra.
Los mismos complejos industriales que indujeron a los agricultores a destruir la vida del suelo con abonos sintéticos -que son sales solubles concentradas- ofrecieron remedios para curar los síntomas de desequilibrio.


A más problemas, más veneno
Los remedios causan otros estragos y entonces la industria, sin dudar, ofrece otros remedios que empeoran más las cosas.

El uso intensivo de fertilizantes químicos es un camino fácil, que produce aumentos espectaculares de productividad para regocijo de los que alaban la ciencia porque les mejora la ganancia. Pero a largo plazo es un camino suicida que no quieren ver los que venden ni los que compran porque la codicia los ciega.

El desequilibrio o destrucción de la microvida del suelo por el abandono de la fertilización orgánica y por la alimentación directa de la planta con sales solubles, así como por el uso intensivo de herbicidas, aumenta la susceptibilidad a las plagas. Pero la industria ofrece soluciones: insecticidas, acaricidas, nematicidas, fungicidas, etc, etc.
Estas sustancias, esparcidas por la lluvia, contribuyen a una destrucción aún mayor de la microvida. Las lombrices, tal vez el mejor aliado del agricultor, desaparecen de las huertas y los frutales.

El cambio de paradigma
Cuando era autárquico, el agricultor producía con insumos obtenidos en su propia tierra o comunidad. Las grandes empresas se ocuparon de terminar con eso: lo convirtieron en un apéndice de la industria química y de maquinaria.

Los industriales impusieron su paradigma en la agricultura, en la investigación y en el fomento agrícola y dominaron las escuelas de agronomía.
Impusieron un pensamiento reduccionista que simplifica las cosas pero destruye el equilibrio que la agricultura sana mantuvo durante milenios.
La plaga y las enfermedades de las plantas son presentadas como enemigos peligrosos y arbitrarios que atacan cuando menos se espera y que deben ser exterminados como en la guerra o, cuando eso es imposible, combatidos con violencia.

La plaga es síntoma, no causa del problema. Con un manejo adecuado del suelo, fertilización orgánica, fertilización mineral insoluble, abono verde, cultivos mixtos, rotación de cultivos, cultivares resistentes y otras medidas que fortalecen las plantas, es posible mantener baja la incidencia de las plagas.

La contaminación avanza
La agricultura debiera ser un factor de salud del hombre, pero la han convertido en una fuente de contaminación que ha hecho del campo un lugar peligroso.
Algunos venenos son sistémicos, penetran y circulan en la savia de la planta para alcanzar a los insectos que se alimentan chupándola. Es inútil lavar la fruta porque tiene el veneno adentro.

La industria química sabe que la población empieza a preocuparse. Hace poco, la Argentina se retiró del proyecto internacional Sprint, que procuraba determinar la presencia de agrotóxicos en el cuerpo humano y lo hizo de manera alarmante: el resultado fue que la Argentina es el país más afectado: pero al parecer entidades ruralistas pidieron retirar los resultados del estudio del conocimiento público, aduciendo que con esos datos no iban a poder sembrar nada y les impondrían restricciones.
El proyecto se levantó antes de procesar los resultados por decisión del INTA en diciembre pasado; pero dejó claro que los agrovenenos son “omnipresentes” en nuestro país.

Según algunos datos que llegaron a conocerse en Nueva York, todos los participantes argentinos tenían entre dos y 10 plaguicidas en sangre, entre seis y 13 en orina y hasta 18 sustancias en materia fecal. Se detectaron de siete a 53 plaguicidas en las pulseras que midieron la exposición a plaguicidas en el aire.
Las muestras de alimentos de todos los participantes argentinos mostraron de seis a 22 plaguicidas. Todas las muestras de suelo mostraron hasta 12 plaguicidas; el agua superficial, de 10 a 28 plaguicidas, y las de polvo en hogar 43 a 86 plaguicidas.


Envenenar ¿hasta dónde?
Proponer una ingestión diaria admisible para venenos como los agrotóxicos clorados, fosforados, los carbamatos, los mercuriales, las triazinas, los derivados del ácido fenoxiacético, es indicio de cinismo e impunidad. La industria se asegura ganancias y la población, enfermedades.

La industria química insiste que tiene el derecho a introducir en el ambiente cualquier sustancia que descubra, mientras que no esté probado que hay peligro. Y a continuación no trata de encontrar la prueba sino que combate a los que la buscan.

En realidad, mientras haya duda sobre peligros posibles, la sustancia no debería ser introducida en el ambiente.

En la práctica agrícola, en el campo, lo que hoy sucede es una muestra del verdadero rostro de la sociedad industrial moderna.

La mayoría de los agricultores no tiene noción de los peligros que enfrenta con los agrotóxicos. En particular, la opción de los más necesitados es morir de hambre o envenenado.

La industria se defiende con el argumento del "uso adecuado" o "correcto" e insiste en que todos los problemas que se constatan se deben siempre al "mal uso".
Si hay un culpable, es la víctima, que no supo usar los venenos como la industria prescribe. Cuando los problemas se agravan y se multiplican, la industria suele promover cursillos o campañas de "uso correcto” o “buen uso”, en los que busca involucrar a organismos del gobierno. Así elude responsabilidades y reduce costos. Quedó relegado el principio de prevención, que exigía no usar una sustancia hasta que no se demuestre su inocuidad.

El negocio necesita de mantener manipulable al agricultor y también a las las amas de casa en el uso de los venenos contra hormigas y cucarachas, con publicidad que no alerta de los peligros y promueve el uso innecesario.
De la Redacción de AIM.

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