Los guaraníes son un pueblo que reverencia en Ñamandú al "último-primero", al ser que se crea a sí mismo -dejando volar la fantasía algo así como la causa incausada- el ser que envuelve la existencia de la filosofía.
Ñamandú se sostiene sobre sus raíces, homologadas a las plantas de los pies en la analogía tradicional con el hombre universal; se extiende en sus ramas, que son los brazos y tienen manos florecidas en dedos y uñas. Erguido entre la tierra y el cielo tiene en Yeguaka su copa, su diadema de flores y plumas, el símbolo de la energía femenina que pone claridad en las ideas.
En Ñamandú están contenidos, de él derivan, Ñanderú py'a guasú, "el padre de gran corazón", donde reside la palabra, que entregada a los hombres da origen al lenguaje; Karaí, dueño de la llama y el calor del sol; Yakairá o dueño de la bruma y del humo que inspira a los chamanes; y Tupá, dueño de las aguas, de las lluvias y del trueno.
La mitología guaraní -si cabe denominarla con un nombre proveniente de los griegos y que se refiere al uso desviado de las palabras- se actualiza en sus relatos, no necesita de templos ni sitios ceremoniales, porque todo su entorno es sagrado y se orienta a una sola cosa: la Tierra sin Mal.
La búsqueda sin fin mantenía a los guaraníes en el recuerdo de que debían ser, los incitaba a abrirse a la plenitud que estaba en ellos, a la perfección que no descansaba en ninguna actualidad. La Tierra sin Mal era el ser auténtico de los guaraníes.
El idioma guaraní, uno de los oficiales de la Organización de Estados Americanos, implica en su estructura una clasificación muy elaborada de plantas y animales, obra de profundos conocedores. Por eso es con el latín utilizado en la catalogación de la flora y la fauna.
Los guaraní sostienen que Ñandé Ry Guasú les confió el cuidado de Yvy, la tierra, que debe ser objeto de continuo comportamiento respetuoso y justo.
El trato reverente a la tierra se evidencia en su gran tradición agrícola, porque a pesar de su incesante búsqueda de la Tierra sin Mal, no son nómades. Ancestralmente tienen normas de distribución de los medios de producción y de los productos de la tierra. Cultivan pequeñas parcelas de no más de tres hectáreas por familia, que preparan para plantar las semillas y usan varios años; luego las dejan reposar hasta que están aptas para usarlas de nuevo.
En guaraní ninguna palabra designa a la naturaleza, menos como opuesta a la sociedad humana ni propuesta al modo ilustrado como objeto de dominación a un sujeto enfrentado a ella. Para ellos todo es naturaleza, ante todo ellos mismos, incluidas las funciones que nosotros llamamos "espirituales". Los españoles que cortaron su evolución cultural en el siglo XVI estimaron que la cultura guaraní no era espiritual porque no veían tempos ni iglesias. Aparentemente, después de milenio y medio seguían sin entender las palabras del profeta que trajeron con ellos: "Destruid este templo, y en tres días lo levantaré. Entonces los judíos dijeron: En cuarenta y seis años fue edificado este templo (el de Herodes), ¿y tú lo levantarás en tres días?" (Juan, 2:19)
Los guaraníes no necesitaban templo porque lo tenían insuperable en la naturaleza misma, que estaba inmanente en ellos.
Los Tupi-Guaraní vivían en búsqueda constante de Yvymarae´ÿ, la fuerza que los mantenía vivos y despiertos y los impulsaba hacia adelante, la Tierra sin Mal que los los grandes chamanes mantenían como horizonte utópico, esperanza vital nunca alcanzada, siempre renovada.
La Tierra sin Mal, que los guaraní buscaron desde la Argentina hasta Venezuela pasando por Bolivia y el Paraguay, era un lugar indestructible, donde la tierra produce por sí misma y no hay muerte.
El jesuita mallorquin Bartomeu Melià, muerto casi nonagenario en Asunción hace un año, decía que para conocer a un guaraní "hay que caminar con él en la selva, dormir en el suelo y aprender a tomar mate cuando sale el sol". No es superfluo el amanecer para la la mateada, porque es un momento pregnante de la naturaleza. Entonces el rito permite la comunión con la luz naciente y absorber con el agua caliente la presencia de los antepasados unidos a las raíces de la yerba, que por el otro extremo captura la luz con sus hojas. Para Meliá el guaraní es un pueblo en éxodo, aunque no desenraizado, "ya que la tierra que busca es la que le sirve de base ecológica”. Por otra parte, la luz del alba es la recordación diaria de otra luz, la que eliminó las tinieblas primigenias y concibió la palabra" (Ayvú) que fue el inicio del lenguaje humano.
Llaman tekoha el territorio que habitan, donde despliegan su modo de ser, el teko. Tekoha es un monte preservado , reservado para la caza, la pesca y la recolección de miel y frutas silvestres; hay además manchas de tierra especialmente fértiles para en ellas hacer las rozas y los cultivos, según Melià.
La limitación, la imperfección, la determinación que afirma lo que define y niega el resto, que establece fronteras y crea formas y fondos, será superada. Por hermoso que sea un lugar, alguna vez fue destruido por Yporu, el diluvio, y acecha allí el jaguá rovy, el tigre azul. Los males de la tierra están siempre presentes; por eso la búsqueda de la Tierra sin Mal no cesa. En ella ya no hay limitación.
Para algunos europeos llegados con los invasores en el siglo XVI la Tierra sin mal era la recompensa de los buenos después de la muerte, como creía al calvinista Juan Lery, que relató haber escuchado música espléndida ejecutada por coros de 600 personas, hombres y mujeres.
Por supuesto, la música no era el producto de la industria cultural que conocemos hoy, administrada por mercaderes. Los guaraníes se jerarquizaban según el número de cantos que poseía cada uno. La primera categoría estaba formada por los que no tenían ninguno porque no habían recibido el don de la inspiración La segunda categoría estaba formada por los hombres y mujeres que poseían uno o varios cantos porque tienen un espíritu auxiliar que no obstante no los hace aptos para fines colectivos. La tercera categoría es la de los chamanes. La cuarta categoría es la de los grandes chamanes, los Karaí, capaces de conducir la gran danza del Nimongarai, la fiesta más importante.
El Karai conocía el camino de la Tierra sin mal, es decir, podía por el ejemplo llevar a los hombres a la perfección que reconocían en él. Era la demostración viva de que el mito estaba abierto y era alcanzable: El territorio de la Tierra sin Mal se identificaba con un estado superior del ser que el Karai era evidencia viva porque había llegado a él.
De la Redacción de AIM.
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