Cuando los primeros carromatos gitanos aparecieron en Europa Central, los campesinos huyeron despavoridos. Algo en ellos, alguna tradición milenaria transmitida oralmente, los hizo identificar a la caravana que se movía lentamente con los bárbaros que habían asolado a sus antepasados 1000 años antes. Pero los gitanos no eran jinetes guerreros de las estepas, venían de un largo exilio iniciado en la India y llegaban sin ninguna intención de guerra.
Las invasiones de los turcos mongoles, aquellos que según Espronceda convirtieron las campiñas de Europa en sangrienta charca, querían emular en la guerra el comportamiento de las manadas de lobos, tal como éstos atacaban a los ciervos o daban caza a los rebaños de los pastores nómades.
La finalidad era revestirse del prestigio del "lobo sobrenatural", pero también -y eso no escapaba a la perspicacia de los jefes- meter miedo en las poblaciones sedentarias para dominarlas con más facilidad.
La eficacia del miedo
El método se viene repitiendo desde milenios, porque el miedo, y por el otro extremo la esperanza, siguen siendo armas políticas de primer orden, que han sido explotadas desde que hay elites dirigentes en la sociedad.
El miedo imperante en el mundo actual es un miedo líquido, difuso, en expresión del sociólogo polaco Zygmunt Bauman, y nos trasmite que lo mejor es esconderse sin un plan de respuesta claro, porque no tenemos claras las amenazas. ¡Dejadnos llevar las riendas! nos avisan los especialistas, los que disponen de un lenguaje neutral, científico, que saben hacer oír en todo momento.
Aquel terror a los guerreros nómades que hizo huir a los campesinos centroeuropeos ante el recuerdo de lo acontecido 1000 años antes, vale solo en tiempos de guerras, las que actualmente son mucho más mortales que pocos siglos antes.
Las dos bombas atómicas arrojadas en 1945 sobre un Japón vencido, que ya no era rival, fueron un aviso para un aliado que ya se veía como adversario: la Unión Soviética, que debía respetar por temor.
El miedo es una emoción básica que paraliza o impulsa a la acción irreflexiva, pero puede ser también una construcción sociocultural intencionada al servicio del poder, que no se priva de los frutos que pueden sacar de él.
Aprendemos a través de los demás, de pequeños de nuestros padres, qué debe producirnos terror y cómo responderle. Y por eso los que son capaces de señalar cuáles deben ser nuestros temores pueden fabricar a su antojo el “antídoto salvador”.
Cuidado con aventurarse
Una apelación ya moderna al miedo está contenida en el libro "Sejour a Paris", del aristócrata alemán Joachim Chistoph Nemeitz, que publicó en 1718 un libro con “instrucciones fieles para los viajeros de condición” (nobles). Una de sus recomendaciones es la siguiente: “No aconsejo a nadie que ande por la ciudad en medio de la negra noche. Porque, aunque la ronda o la guardia de a caballo patrulle por todo París para impedir los desórdenes, hay muchas cosas que no ve…
El Sena, que cruza la ciudad, debe arrastrar multitud de cuerpos muertos, que arroja a la orilla en su curso inferior. Por tanto, vale más no detenerse demasiado tiempo en ninguna parte y retirarse a casa a buena hora”.
Nemeitz era el francófilo convencido, tanto que sus alabanzas de la civilización francesa, a principios del siglo de la Revolución, bordean el exceso. Para el sajón Nemeitz, París era la patria de las ciencias, las letras y las artes, por lo cual “las demás naciones, incluso los persas y los turcos, envían allí a sus jóvenes para que aprendan la lengua de los franceses, sigan sus modas e intenten imitarlos en todo”.
Y sin embargo, la admiración no evita la recomendación de mantenerse alejados de cadáveres que llevaría el Sena por las noches, arrojados allí por miembros de un submundo que el aristócrata presentaba como temible. De todos modos, algunas décadas después, en el Sena flotarían cabezas guillotinadas de aristócratas y luego de los sospechosos de oponerse a la Razón endiosada.
Del miedo se ocuparon los teóricos de la política en toda época: Aristóteles, Hobbes, Maquiavelo, Montesquieu, Tocqueville. Mucho antes, la Biblia recogió un relato de otras religiones: el pecado y la muerte entraron en el mundo por la desobediencia de Adán y Eva a los mandatos divinos. El mensaje era y es claro: obediencia o muerte.
Todos adentro
En el caso de la peste, es un miedo a un peligro que llegó de afuera pero se metió en todas partes y atenta contra la comunidad, aunque el verdadero atentado esté en la generación de miedo.
La "necropolítica" del camerunés Aquiles Mbembe apunta a los gobiernos que deciden quién vive y quién muere, y cómo vive o muere. En esta línea, una pandemia convierte a los cuerpos de los otros en armas contra nosotros, de las que debemos protegernos, escondernos, aislarnos, pero generando entonces otras formas de miedo que refuerzan el inicial.
Cuando la gripe española de hace un siglo, en los Estados Unidos una orden estatal decía: "nadie debe salir a la calle ni aparecer en parques o lugares donde haya intercambios entre personas ni en ningún otro lugar público de la ciudad de Tucson sin usar una máscara consistente en por lo menos cuatro espesores de tela tupida o por lo menos siete capas de gasa común, cubriendo la nariz y la boca"
Hoy vemos que a pesar de los avances técnicos y de la sofisticación de las explicaciones sociológicas, a pesar de los refinamientos y de las sutilezas, a pesar de las enormes distancias que hemos puesto con los jinetes de Atila y con la peste bubónica, somos hoy más frágiles que antes ante los peligros y más miedosos que nuestros antepasados.
Volviendo a Espronceda y su "Canto del Cosaco", podríamos vernos como siervos temerosos de viles mercaderes. "Vedlos huir para esconder su oro, vedlos cobardes lágrimas verter". Pero las cosas han cambiado, ya no hay invasiones exteriores en “sistema mundo” y falla la distancia crítica. Solo quedan viles mercaderes y un resto tembloroso.
De la Redacción de AIM.
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