La familia humana habría estado constituida en el pasado, digamos hasta hace 40.000 años, como la de los osos por la madre y sus hijos. Esta estructura básica no ha desaparecido: la vemos reaparecer hoy en en condiciones muy diferentes, de crisis civilizatoria.
La madre era identificable: a partir de ella se podía establecer una filiación segura, pero dadas las costumbres sexuales promiscuas que los científicos del siglo XIX atribuían a los "primitivos" el padre era desconocido. Inseguro sigue siendo hasta ahora. Tanto que cuando no había todavía análisis de ADN para establecer científicamente la paternidad, el código civil francés de 1804, conocido como código de Napoleón, declara que el padre del hijo nacido en el matrimonio es el marido. Y todos felices.
Con la madre como centro de orientación, sostenimiento y educación de la familia, se generó el matriarcado, y según el historiador y jurisconsulto suizo Johann Bachofen, la ginecocracia, el ejercicio del poder por las mujeres.
El padre se integró a la familia cuando se hizo necesario proteger a la cría y facilitar su alimentación y su supervivencia en tiempos en que la población humana era escasa y la especie estaba siempre cerca de la desaparición. A la larga, el resultado fue el patriarcado. Sin embargo, el padre nunca dejó de ser un injerto en la familia natural y su ligazón en ella no es menos firme que la de la madre.
Como no hay hipótesis capaz de soportar las impugnaciones mucho tiempo, Bachofen fue cuestionado por los que sostenían que entre los "primitivos" la promiscuidad sexual era excepcional y que en consecuencia la era matriarcal anterior a la patriarcal era conjetural.
La era matriarcal fue entonces solo mítica, expresó no tanto una realidad histórica verificable como una fuerza interior atemporal que busca salida y la encuentra en toda época, en cada una a su manera. En la actual mediante la reivindicación ferviente de los derechos femeninos contra el patriarcado declinante, pero todavía dominante.
La Gran Diosa
Sin embargo, datos tomados de la historia de las religiones vienen en respaldo del matriarcado primitivo. Marija Gimbutas, arqueóloga lituana, descubrió el culto de la Gran Diosa en la Europa primitiva, irradiando desde el norte del Mar Negro.
Siete siglos antes de la era corriente, Catal Hüyük, en Anatolia, era una ciudad de 10.000 habitantes donde se ha descubierto el templo de una sola diosa, mujer que pare ciervos y toros. Los varones son hijos de la diosa, la mujer es divina.
En Sumeria, una de las civilizaciones más antiguas conocidas, la diosa era Inanna, reina del cielo, gobernante de todas las fuerzas divinas, entre ellas la fecundidad. «Señora de los cielos que has reunido todas las fuerzas divinas, tu ojo es poderoso, ve el cielo, la tierra y las comarcas extrañas, Inanna, leona que reluce en el cielo”, era el himno que le elevaban sus creyentes.
Inana muere al tratar de rescatar a su marido Dumuzi del reino infernal. Pero renace en primavera y devuelve a Dumuzi a la vida. La mujer es superior; renace por sí misma, en tanto el varón depende de ella. Inanna es una mujer barbada, bisexual, hermafrodita.
En el matriarcado el parentesco se establece por vía materna y la familia pertenece al lugar donde vive la madre, es "matrilocal". Nombre y herencia siguen la vía materna. Las mujeres son sagradas y juzgan con una sabiduría infusa en ellas, que deriva de su relación directa con la naturaleza. Cuando se establezca el patriarcado, la artificiosidad que le es propia hará necesarias normas escritas para lo que en el matriarcado era natural: se creará el derecho.
En 1826, el naturalista ruso Karl von Baer descubrió el óvulo y con él la participación de la mujer en la creación de una nueva vida, reservada ideológicamente solo al varón. Se repuso entonces, ahora con fundamento en la embriología, la vieja idea del papel activo de la mujer y se abrió otro camino para el viejo mito, quizá aletargado pero no muerto.
De un polo al otro
A lo largo de toda la historia vuelven una y otra vez los polos dialécticos que reflejan en la sociedad principios actuantes a todo nivel: las oposiciones entre lo activo y lo pasivo, lo masculino y lo femenino. Lo masculino es la derecha, el día, el sol, el agua que fecunda, la vida, el espíritu, el cielo, la paternidad, el individuo, la cultura, la racionalidad. Lo femenino es la izquierda, lo siniestro, la noche, la luna, la tierra como espacio fecundado, la muerte y los muertos, la maternidad, el sentimiento, la religión.
La iglesia católica es plenamente patriarcal, pero llena de ambigüedades en este terreno: atribuye a la mujer la caída y decreta la persecución de las brujas, cuyo texto canónico fue “El Martillo de las brujas”, de Heinrich Kramer y Jakob Sprenger, dominante desde los inicios de la modernidad.
El Código de Derecho Canónico considera a la mujer como un niño o un deficiente mental: es una desviación del sexo fundamental, el masculino.
La mujer es un varón deficitario que depende del varón auténtico. Actúa como mero depósito de la simiente viril. Pero, por otra parte, el culto de María sustituye al culto materno precristiano que ponía en la mujer la capacidad redentora proveniente de la virginidad.
María responde al modelo de la mujer sin sexo, eterna virgen, propia de tiempos primitivos supuestos, atribuidos a la antigüedad por la mentalidad moderna, en que la mujer era la esposa de todos y el padre, conjetural. María tiene la serpiente y la luna como atributos simbólicos de las diosas matriarcales y lleva en sí la sabiduría divina de las mujeres.
¿Jesús o Jesusa?
El clero católico eleva de una parte a la virgen y por otra es rigurosamente patriarcalista. Contra esta tendencia, ya en los inicios, inspirados por las profetisas Priscilla y Maximiliana, en Asia Menor los montañistas consideraban que Cristo era mujer.
Montano vivió en el siglo II y se adjudicó la representación del Espíritu Santo para dirigir la iglesia de los últimos tiempos, que debían ser los suyos. Priscila y Maximiliana predicaron como él un ascetismo estricto, el aislamiento y el desprecio del mundo. En el montanismo las mujeres podían alcanzar el obispado. Era un peligro evidente para la jerarquía que se estaba constituyendo, que no logró acabarlo hasta el siglo VI.
En el siglo XI, Hildegard von Bingen, mujer alemana muy notable, de origen noble, parece haber redescubierto mediante intuiciones profundas datos de las tradiciones orientales. Sostuvo que el cristianismo se funda en el amor materno y no en la ciega obediencia a Dios Padre; es decir, afirmó el derecho de las mujeres. Es autora de himnos religiosos que el clero deformó y prohibió porque debían cantarlos mujeres en los oficios religiosos.
La feminidad se expresó también con Matilde de Magdeburg, otro ejemplo de la herejía que para Roma afectaba a los alemanes, pero que quizá no era sino la persistencia en ellos de sus cultos antiguos, muertos pero no sepultados, así como los pueblos originarios de América no renunciaron a sus creencias ancestrales cuando les impusieron el cristianismo por la fuerza. En el siglo XIV Matilde creó el avasallante movimiento de las beguinas, que entendían la relación con Cristo como un vínculo de amor sexual, "un placer eterno sin muerte".
Las beguinas sufrieron el contragolpe demoledor del clero: acusadas de herejía y lesbianismo fueron a parar a la hoguera y el movimiento se terminó.
Lilith, el sueño sin fin
El feminismo moderno no deja de estar teñido y hasta determinado por arquetipos, como por ejemplo el de la primera mujer, que a pesar del relato del Génesis no habría sido Eva sino Litith.
Lilith no pudo sostener sus diferencias con Adán y prefirió abandonar el Paraíso antes que renunciar a sí misma, a su condición de mujer libre, igual que el hombre y capaz de gozar de la vida, del amor y del erotismo en igualdad con él.
Según la leyenda era hermosa, libre, orgullosa; no quiso asumir una posición subalterna ni inferior respecto de su marido, en particular en el acto sexual. No se sentía inferior, débil ni dependiente.
El nombre “Lilith” deriva de una palabra que significa “aire” lo que le atribuye en el simbolismo tradicional una estatura espiritual mayor que la de Adán, "hombre hecho de la tierra", y que se evidencia en la conducta de ella, que expresa un modo de ver de mayor alcance y altura.
Habría sido amante de Yahvé (divinidad que los judíos del éxodo tomaron posiblemente del Seth del panteón egipcio y que en los primeros tiempos del asentamiento en Canaán fue "héroe" y marido de una diosa cananea, prolijamente expurgada de la Biblia).
Lilith tenía ya entonces, hace milenios, algunas características reivindicadas hoy por las mujeres a la salida de una larga sumisión patriarcal: era hermosa y enigmática, indómita, impetuosa, atrayente, celosa, muy segura de sí, capaz de rebelarse contra todo lo que le imponga limitaciones, su marido o Dios.
Se llevó con ella a las cuevas, convertida en demonio, la razón de su rebeldía, que hoy reaparece de la mano de las feministas. Algunas la consideran una heroína, lo mismo que algunos psicoanalistas y los estudiosos de los mitos y los símbolos.
Se trataba de una espléndida joven desnuda, envuelta en abundante cabellera roja, de piel tersa y brillante al sol, capaz de enloquecer a los muchachos. ¿No haría también temblar las barbas venerables de los maestros de la ley judaica, que posiblemente conmovidos optaron por relegarla al olvido? Era enemiga del matrimonio y de los nacimientos, contraria a los hijos, instigadora del deseo proscrito y fomentadora del desacato a las reglas establecidas, casi una anarquista del primer instante.
Lilith tiene rasgos que podemos atribuir a la Gran Diosa o Magna Dea: su prodigiosa capacidad generativa, su vinculación con la sabiduría y con la vida y la muerte, su trato familiar con los abismos.
Tiene del anhelo de la mujer actual la independencia, la autonomía, la autopertenencia, la confianza en criterio propio, el sentido crítico, la vinculación con su propia naturaleza y el deseo de constituirse a todo nivel como individuo libre.
Lilith sería una imagen enterrada en el interior de las mujeres como antes en cuevas y antros, o como nosotros estuvimos ocultos y protegidos en el vientre de nuestras madres e iremos a parar al interior de la tierra en el sepulcro.
En ese sentido, no es un ser antiquísimo recuperado de un mundo desaparecido por la erudición: es actual. Responde a códigos vigentes en nuestra sociedad que sigue siendo patriarcal como son propios del judaísmo y el cristianismo.
Desapareció detrás de Eva como el sol desaparece tras el horizonte cuando llega la noche, que es uno de los significados de su nombre. ¿Hay que esperar la aurora?.
De la Redacción de AIM.
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