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Caleidoscopio
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Periodista, difusor o mafioso

Siguiendo a Daniel Tirso Fiorotto, licenciado en comunicación social radicado en Paraná, consideremos un esquema tripartito de la condición de la gente de la prensa hoy en día: "mafiosos, difusores, periodistas". Agreguemos la aclaración de que los mafiosos están fuera de la comunicación social y que los difusores son "camuflados" que tienen de periodistas sólo el lenguaje y la apariencia.

Los mafiosos son perjudiciales, trabajan con el apriete y el chantaje, pero también pueden brindar servicios, aunque actúan mejor como "muchachos" de acción directa por el estilo de los barras brava.

Los mafiosos no pueden ser sino deficientes o mediocres con un micrófono. Los límites de la utilidad que por esta vía pueden prestar al poder son evidentes.

Muchísimo más importantes para el engaño colectivo son los "difusores", que, en realidad con envoltura periodística, "independiente y objetiva" ofrecen el producto que sirve al poder detrás de ellos. Por eso han proliferado bajo la tibia lluvia de oro oficial hasta convertirse en aplastante mayoría y son esenciales al buen funcionamiento del sistema vigente de intercambios. Son como ranitas que embarullan el charco mientras el oro oficial llovizna sobre ellas.

La realidad actual aparece como cada vez más problemática y conflictiva y ofrece un horizonte cada vez más limitado, al punto que mucha gente se desespera por no poder corregirla y ensaya protestas sin fines claros ni casi nada definido en la mira.

A ellos se dirigen los difusores, que muestran una cara hacia al poder y otra hacia las víctimas del poder; pero ellos mismos deben ser inconscientes de su duplicidad. Si fueran conscientes serían poco manejables y no podrían cumplir bien su misión. ("Un niño es gracioso -dice Antonio Machado- pero pensemos cuánta gracia pierde cuando se da cuenta de que es gracioso").

Tanto mejor funcionan las cosas si los difusores entienden cumplir una "función social". Por cierto que la cumplen, pero no es la que ellos creen y solo por eso la cumplen bien. En verdad, funcionan a la perfección cuando no saben lo que hacen ni lo que envuelve lo que dicen.

Los periodistas parecen tener en el esquema el lugar propio de la conciencia. Es el más peligroso, sobre todo para ellos. El ejemplo más claro es Rodolfo Walsh. Su carta a la Junta era una muestra temeraria de valor en las condiciones terribles en que la hizo conocer, un acto heroico que no se puede recomendar a todos sino a los que se sienten llamados a un destino heroico.

Por otra parte el periodista tiene una función intelectual, que en otra época, y esto se suele pasar por alto con frecuencia, fue propia de elites muy protegidas en un mundo hostil y en general violento y competitivo.

Libertades y esclavitudes
Es preciso distinguir entre libertad de expresión y libertad de prensa. Si nosotros hablamos sin temor a que nos maten o nos metan presos, tenemos libertad de expresión. Es una libertad que ha existido casi siempre. Solo modernamente los gobiernos totalitarios se han sentido capaces de introducirse hasta en la lengua de los gobernados para impedir que se mueva a gusto. El Estado ha llegado hasta a normatizar el tamaño de los inodoros.

El Estados puede gracias a la creciente tecnología controlar, oír, fotografiar y filmar todo y a cada uno de nosotros sin que lo advirtamos.

Si alguien no puede decirle a su vecino lo que piensa sin riesgo, no tiene libertad de expresión; pero si no consigue hacerlo publicar en los diarios ni decirlo por radio o televisión, no tiene libertad de prensa.

Libertad de expresión ha existido casi siempre con la condición de lo que no ponga en peligro al grupo, al Estado, a la nación. Hoy, cuando el Estado se entromete en todo y todo lo esperamos de él, las libertades están en retroceso porque el poder las tiene en un puño.

En cuanto a los propietarios de medios, hacen valer la libertad de empresa, que mientras pueden mantienen confundida con la de prensa e incluso con la de expresión.

El lingüista norteamericano Noam Chomsky observó en uno de sus libros de crítica política que los dueños de medios, grandes o chicos, no venden noticias consideradas como mercancías: venden gente.

Esto se entiende fácilmente: nadie sale a vender las noticias que produce. En cambio le dice a la Coca Cola o la verdulera del barrio que tiene 200 millones de lectores o espectadores, o que a su revistita la leen todas las clientas de la cuadra. Eso venden: gente, no noticias.

Quién formula doctrina
El intelectual es el tipo humano que tiene disposición natural para formular doctrina, aunque no exclusividad. Así fue en todas las sociedades tradicionales, anteriores al Renacimiento, que no habían roto con sus principios como ha hecho la que se inició entonces en Europa, fue impuesta a sangre y fuego con el "descubrimiento" de América y encontró su formulación en la Ilustración.

Una sociedad en que la doctrina la formulan los banqueros y los agiotistas a través de sus voceros, está en riesgo. La doctrina no va más allá entonces que del sentimentalismo, la argumentación, la pelea, el racionalismo, la fragmentación, la usura, la creencia en que de la lucha o del diálogo sale la luz, según la preferencia o el temperamento de cada uno.

Ya no es propiamente doctrina, porque no da forma con principios que todos acepten y reconozcan como el aire que respiran, sino que es Babel en que todos se apuran a hablar y nadie se demora a entender.

El periodista no es el que meramente transmite lo que otros quieren decir, ni tampoco el que informa objetivamente sobre hechos: es en nuestra sociedad el que genera opinión y la inocula en las consciencias. Es el único intelectual de nuestro tiempo que tiene público verdaderamente masivo. El problema no es que haya mafiosos en el periodismo: se anulan solos. Tampoco que haya difusores, son nulidades que influyen sobre nulidades, "ciegos guías de ciegos". El verdadero problema es que la doctrina la formulan los "periodistas" y no los que estuvieron siempre, hasta el Renacimiento en el caso de Occidente, capacitados para formularla.

Este proceso de declinación evidente pero sin causas a la vista a las que atribuirlo es impulsado por un poder que iguala, nivela, parasita y mata, para hablar de modo metafórico. Pero cuando muere el animal parasitado, con frecuencia muere también el parásito.

Recordamos una niña de dos años en su ataúd en Pueblo Brugo: los piojos, debido a que la sangre ya no circula en un cadáver, abandonaban el cuerpo, pero no tendrían adonde ir, estaban condenados ellos también.

Vender es lo que importa
El desarrollo racional de las técnicas de venta no se ha limitado a crear nuevos procedimientos con el mismo fin de siempre: ha cambiado y ha hecho entrar en lo “vendible” a la patria, las emociones, la bonhomía, la tierra, el agua, la gente, en fin, todo lo que se muestre susceptible de asumir un valor económico, de generar un deseo que luego pueda ser satisfecho.

Una socióloga-comunicadora de la universidad de Belgrano decía por TV que el “destino turístico que no comunica, no existe”.

Este proceso de valoración de la imagen, de existencia dependiente de la imagen que se erige en realidad suprema, es característico de nuestro tiempo.

La socióloga decía que es preciso crear en la gente una especie de necesidad difusa de visitar un sitio porque se supone que en él encontrarán ciertas satisfacciones. Ponía como ejemplo a Berlín, que por ser centro cultural de Europa se podía “vender” muy bien a los turistas.

La gente, inducida a moverse entre el deseo y el hastío que sigue a su satisfacción, a considerar que sólo eso es la vida mientras esperan la muerte, compran un pobre sustituto de cultura, y se crean la ilusión de “roce” con ambientes cultivados. Es evidente el engaño, pero conduce a que en muchos países el turismo sea la mayor actividad económica, que se ha visto arrasada por las prohibiciones derivadas de la peste.

De la misma manera Salta debía “vender” el folklore, Entre Ríos la calidad de su gente, etc, etc. Como trivialización y vulgarización no se puede pedir más. Lo que vuelve serias a estas patrañas es su tratamiento pesudocientífico, su uso mercantil, su capacidad de doblegar voluntades y oscurecer conciencias y la dificultad de ejercer una oposición cualquiera. Pero hay en esto otra cosa: la convicción de que el comunicador debe aceptar sin chistar este destino y no puede cuestionar nada.

La socióloga reclamaba “tomar conciencia” de la importancia turística de algunos “productos”, cuando la verdadera conciencia consistiría en desenmascarar el proceso y mostrar cómo avanza en terrenos antes vedados.

La "conciencia" que promovía es puramente instrumental, debe servir para hacer eficiente los pasos hacia el fin propuesto, pero no es crítica. La conciencia que propugna está a nivel de los hechos, es “pragmática”, no los juzga. El hombre moderno ha sido despojado de su valor principal y no debe pretender más que una actuación competente en el puesto asignado.

Sostenía la socióloga que el gobierno debe arbitrar medios para hacer que los periodistas conozcan palmo a palmo todo el país, para que desde las redacciones puedan “vender” con perfecto conocimiento lo que el marketing decida vender.

Si lo que no se comunica no existe, resulta que la existencia es un “producto” de la comunicación, que a su vez está al servicio del negocio; no ya de cosas tangibles sino de valores casi inasibles pero no menos eficaces para producir ganancia.

La comunicación, sierva de los negocios, tiene ahora el poder de decidir sobre la existencia o la inexistencia, un poder de vida o muerte. ¿No está claro que un poder de esta índole es profundamente dictatorial? Y eso a pesar de que esta gente no duda de sus valores democráticos. Pero la democracia es hoy un reino unidimensional, porque la multiplicidad de sentidos que conocían los antiguos, por ejemplo en el lenguaje simbólico, “no existe” más. El comunicador, quiera o no, depende del empresario de los medios, y éste del poder político, que tiene el grifo de la publicidad que le presta el poder financiero.

Tanto es así que algunos medios escritos de Buenos Aires, en la medida en que acepten ser "regalones" del poder político, reciben subsidios que por unidad son superiores al valor de venta de los diarios. Otros, que no se pliegan a esa postura porque deben defender el interés empresario y financiero, reciben del estado, es decir, del dinero de los contribuyentes, una milésima del precio de venta por ejemplar.

La comunicación, entonces, no deja subsistir más que lo que tiene valor económico real o se le puede asignar uno ficticio, el resto “no existe”. La dignidad de las cosas queda abolida, ya no son más que mercancías intercambiables, sea la hospitalidad, los pájaros o los equipos de audio.

Asistimos entonces a otro proceso destructivo de abolición de sentido, y de uniformidad creciente de la realidad como instrumento de intercambio, como intermediario entre las técnicas comunicacionales que crean la realidad por vender y el beneficio, razón última de todo el proceso.

La división esquizofrénica del hombre moderno entre ética y negocio, sentimiento y razón, vida pública y privada, familia y “diversiones”, ha llegado a un punto paroxístico.

La vieja diosa Razón de los iluministas demostró que separada de las demás facultades humanas desarrolla un aspecto siniestro, producto de la reducción de la calidad a cantidad pura. La dictadura democrática, que los demócratas se resisten a admitir, es su consecuencia y tiende a imponerse de manera decisiva.

La conducta de los difusores no es caprichosa, está fuertemente condicionada por un poder que apenas se muestra y que reclama de ellos una “consciencia” enteramente falsa, que la mayoría ha desarrollado y aplica con naturalidad.

Cómo viene la mano
Advirtiendo ya lo que vendría, Alvaro Yunque en la década de los 30 del siglo pasado contrastó los "difusores" con el gran escritor y periodista español, radicado en Buenos Aires y luego en el Paraguay, Rafael Barret, pero lo considera un ser casi de otro mundo, no un formulador de falsa doctrina. En realidad, no lo era. Barret, caso casi único, solo denunciaba con un valor estremecedor.

Hoy en día los difusores, a la voz de orden, son capaces de encontrar argumentos para justificar todo lo que haga el poder.

En estas condiciones de equilibrio metaestable o volvemos a la legalidad o salimos definitivamente de ella. Como nadie quiere la legalidad sino para los otros, no para sí mismo, el colapso total de la legalidad parece ser el futuro próximo.

La profanación de la palabra
Al final de un largo camino de decadencia que se prolonga ya desde siglos, los periodistas, que deben usar las palabras como instrumento de trabajo, se encuentran con un instrumento falseado, devaluado, que no inspira confianza ni seguridad ni permite alcanzar certeza. Y algunos están muy satisfechos sencillamente por no conocer otra cosa, como la rana que elogiaba la amplitud de su charco hasta que un día conoció el mar...

El poder es entre nosotros tan poco esclarecido como el resto. Sólo aparece como principal responsable a los que están estorbados por preocupaciones políticas, y ven cómo la decadencia ha llegado a extremos en que incluso este último resguardo, la moral, que establece reglas para la vida social, también amenaza con derrumbarse.

La idea de que los difusores ofrecen un servicio al pueblo reconoce un origen moral. El pueblo participa de la misma declinación que todo el resto. No es mejor ni peor que sus dirigentes, tampoco cabe ilusionarse aquí. En general, el pueblo es pasivo y se limita a recibir y reflejar influencias.

El conocimiento sin más no es un hecho social ni histórico, menos una “construcción” como dicen ahora, a la que estaría dedicada la universidad. Es una función intelectual liberadora, en la medida en que descorre el velo de la ignorancia para ponernos frente a nuestro ser puro.

La universidad no enseña eso, por el contrario, se complace en poner más y más velos, en confundir y complicar insensatamente.

Aldous Huxley decía que nos han corrompido mucho porque nos han enseñado mucho, y que es hora que empecemos el duro trabajo de desaprender todo lo aprendido para saber quiénes somos. “Saber quiénes somos” es la función del conocimiento, que la universidad traicionó.
Autor: Fortunato Calderon Correa. Periodista, escritor e investigador.

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