En "Retrato", una de sus poesías más conocidas, Antonio Machado recuerda el tiempo maravilloso de la niñez: "Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla/ y un huerto claro donde madura el limonero".
El Retrato comienza con la infancia y termina con un pie en lo desconocido: "Y cuando llegue el día del último viaje/ y esté al partir la nave que nunca ha de tornar/ me encontraréis a bordo, ligero de equipaje/ casi desnudo, como los hijos de la mar".
Un pensamiento equivalente, mucho menos sereno porque fue fruto de circunstancias vitales muy diferentes, expuso la poeta chilena Teresa Wilms y Montt: "Nada tengo, nada dejo, nada pido. Desnuda como nací me voy, tan ignorante de lo que en el mundo había. Sufrí y es el único bagaje que admite la barca que lleva al olvido".
Es una declaración altiva y resignada, de fondo nihilista. No espera nada del otro lado del sufrimiento, y de este lado solo el olvido. Y el olvido le llegó con la ausencia, a pesar de que su sola presencia deslumbraba.
Apenas adolescente debió expatriarse de Chile para no volver nunca. Cuando en París pudo ver a sus dos hijas tras cinco años, debió darse a conocer a las niñas como su madre. Y cuando poco después de nuevo la separaron de ellas ya no pudo más: tomó una dosis suficiente de veronal y dejó este mundo a los 28 años, tras varios intentos fallidos.
Teresa Wilms y Montt tuvo en su corta vida, iniciada en Viña del Mar en 1893, dos inconvenientes graves: su rebeldía y haber nacido en una sociedad burguesa pacata y represora, que condenó sus desvíos de la "corrección" normada.
La distribución del prestigio que hizo la sociedad chilena, de la que su familia era miembro prominente, favoreció a Gabriela Mistral, de origen humilde, pero que aceptó ser como se debía ser.
En 1910, con 17 años, Teresa se casó con Gustavo Balmaceda, miembro de una familia patricia, sobrino de un presidente de Chile, José Manuel Balmaceda, que resbaló hacia la dictadura y generó una guerra civil en que fue vencido. Se suicidó en la legación argentina en Santiago en 1891.
Gustavo estaba enamorado de Teresa, una mujer espléndida a la que sin duda no entendía y celaba. Poco a poco cayó en el alcoholismo. La familia de Teresa no aceptó el casamiento y la repudió. Con Gustavo iniciaron un viaje interminable, donde él comprobó que ella lo opacaba, brillaba sin que nada pudiera evitarlo y él sentía que no podía desempeñar el papel reservado al hombre en la vida social. Algo en ella ya en su primera juventud la fascinaba: “morir debe ser una cosa deliciosa, como hundirse en un baño tibio durante las noches heladas".
Gustavo, hecho a las formalidades de una aristocracia burguesa rígida, no podía entender la frase que gobernaba la vida bohemia de Teresa: "La noche es para charlar, el día para dormir, la tarde para escribir".
El matrimonio empezó a ir de mal en peor, y lo que se inició quizá en un arrebato terminó en un infierno de maltratos y privaciones. Teresa se vinculó con círculos intelectuales integrados entonces exclusivamente por varones, frecuentó la bohemia nocturna y las corrientes feministas, se sumó a movimientos sociales de los trabajadores del salitre en el norte de Chile.
Fue sin duda una personalidad que se veía como extravagante o por lo menos anómala, lo que condujo al rechazo definitivo del mundo clausurado e intransigente al que pertenecía por nacimiento.
Una aventura sentimental con un primo de su marido fue el punto que colmó a su familia, que decidió encerrarla en el convento de la Preciosa Sangre, en Santiago, donde las niñas burguesas purgaban sus faltas. Poco duró su prisión: el poeta Vicente Huidobro, introductor del creacionismo en Chile, la ayudó a escapar y huyó con ella a Buenos Aires. No sabía que no volvería a Chile cuando se sumó a la bohemia porteña de entonces.
La belleza y la sensualidad, regalos de la naturaleza que suelen costar caros a muchas mujeres, le pasaron también a ella una cuenta elevada. Nunca pudo olvidar una escena que fue motivo de sus frecuentes estados depresivos. En Buenos Aires, el poeta Horacio Ramos Mejía, uno de sus enamorados, se suicidó frente a ella cortándose las venas. Cuando se radicó en Madrid, Ramón Gómez de la Serna dijo que ella no sabía qué hacer con su belleza y Enrique Gómez Carrillo que Teresa "sufría de la maldición de su belleza.”
En 1920 viajó de Madrid a París con la esperanza de ver a sus hijas, a las que el abuelo, el padre de Teresa, había llevado con él en una misión diplomática. Su hija Silvia, de pocos años entonces, narró el encuentro: “Con mi hermana y mi mamita Rosa íbamos en un taxi por Les Champs Elysées cuando se detuvo un taxi y nos hizo señas una mujer con capelina negra. Nos acercamos, yo la quedé mirando abismada de su belleza. Tenía unos ojos de una profundidad increíble. No sabía que era mi madre. Se acercó para abrazarme y me dijo: ¡Mi amor, yo soy tu mamá!”
Pudo visitar medio a escondidas a sus hijas, pero cuando volvieron con el abuelo a Chile, supo que no las vería más y la depresión psíquica se apoderó otra vez de ella: Ya había probado, quizá para ser aceptada en un mundo de hombres, el jengibre y al whisky, pero también drogas más peligrosas. Ahora, con el horizonte cerrado por la ausencia definitiva de sus hijas, abusó de los tranquilizantes hasta que a fines de 1921 se suicidó con veronal.
Algunos pocos amigos acompañaron el féretro al cementerio de Pere Lachaise, donde está sepultada como Teresa Wilms de Balmaceda en una tumba sencilla comprada sin la colaboración de sus padres.
El repudio de su familia, aunque lo pretendió, no pudo ser total. Algunos años después, el padre de Teresa, de paso por Madrid, visitó el taller del pintor Romero de Torres, al que admiraba.
El pintor le dijo que algunos años antes había pintado una mujer chilena muy hermosa. Se acercó a un cuadro, le quitó el polvo y apareció a los ojos del diplomático chileno la figura de la segunda de sus seis hijas de cuerpo entero, aquella que él llamaba "Tereso" porque hubiera preferido que sea varón, y que había abandonado a su suerte. El relato del cronista Joaquujín Edwards Bello, dice que don Guillermo Wilms, con todo su empaque prusiano, palideció y quedó un momento hipnotizado frente al retrato de su hija.
De la Redacción de AIM.
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