La naturaleza no es un recurso a disposición del hombre: es la condición de su vida, es él mismo, el aire que respira, el agua que bebe, la sangre de sus venas. Nadie se debe apropiar de la naturaleza, expresan con claridad y tenacidad milenaria los pueblos originarios de América-Abya Yala: la tierra no es del hombre, antes el hombre es de la tierra, que es su madre, así como el cielo es su padre.
Un cacique aymara recibió la visita de un político que para conseguir votos y congraciarse prometía distribuir miles de hectáreas. Lejos de alegrarse por el "regalo", el cacique le hizo ver que estaba actuando como si fuera dueño de la tierra, un error imperdonable, origen de todos los abusos.
Si evitamos pensar en términos europeos (cristianos, liberales, socialistas, fascistas, humanistas y un largo etcétera) la discusión no será si las parcelas deben tener seis, sesenta, seiscientas o 6.000 hectáreas.
El punto de vista indígena es infinitamente más sabio que el de los "productores" y por sí solo pone las cosas en su lugar. Seguirá el embrollo si seguimos poniendo por delante las ideas que llegaron con los conquistadores y se reforzaron con los inmigrantes.
La biblia, guía de occidente y arma de sus conquistas
En un pasaje desafortunado del Génesis dios les dice a los hombres que deben señorear todos demás los seres creados, plantas y animales. Ese pasaje nunca ha sido desmentido en Occidente, salvo excepciones, porque todas las doctrinas sociales parten de considerar al hombre un ser privilegiado entre los demás seres, dueño de derechos exclusivos
Hace más de 300 años, el filósofo inglés John Locke trazó en el “Segundo Tratado del Gobierno Civil” una idea de la propiedad que vino como anillo al dedo al imperio británico naciente, del que era no solo ideólogo sino socio, y brindó a los ingleses argumentos para negar a los nativos de Abya Yala sus tierras ancestrales.
Dios había entregado la naturaleza al hombre como dice el Génesis, pero no en propiedad privada: la propiedad la genera el hombre con su trabajo: el que recolecta frutos, el que mata un animal de caza, el que pesca o labra la tierra.
Sin embargo, para que cada uno reconozca la propiedad del otro es necesaria la organización política de la sociedad. Inglaterra la tenía: parlamento, monarquía, lacayos, jueces; los indígenas americanos, no.
La conclusión fue sencilla: la propiedad de las tierras americanas no era de sus pobladores originarios, que no podían sustentarla por falta de organización política, sino de los ingleses.
Una teoría a medida del imperio que regía los mares
Locke partió de la idea perfectamente occidental y cristiana de que la tierra y todo lo que hubiera en ella les había sido dado a los hombres por dios para el sustento y comodidad de su existencia. Todos los frutos de la tierra, y los animales que existen en ella, pertenecen a la comunidad humana. La existencia de los seres naturales no depende del hombre, por eso ninguno tenía el dominio privado de plantas, animales o frutos. Pero existían, como declara la Biblia, para satisfacción del hombre y por eso había una forma de apropiárselos: el trabajo ejercido sobre ellos, para recoger los frutos o matar los animales, generaba la propiedad privada.
Los pueblos de Abya Yala no habían para Locke superado el “estado de naturaleza”, por eso no estaban en condiciones de generar propiedad privada, que no aparece hasta que cada uno renuncia a la defensa personal de sus posesiones a favor de entidades colectivas, políticas, o permite que otro, un juez, decida en las controversias.
Locke sabía que los amerindios estaban organizados como sociedades, que constituían naciones. Pero no le parecían tan cabales como la inglesa, que era la que más y mejor que ninguna permitía generar propiedad y apropiarse de la naturaleza.
En respaldo del naciente interés burgués que aparecía ya con pretensiones de universal, Locke entendía que todo el que resistiera el progreso se colocaba en pie de guerra aunque no lo supiera y era pasible de castigo.
Al declararse en guerra contra la humanidad, que se expresaba en las normas capitalistas, el aborigen dejaba de ser humano y podía ser cazado como una bestia cualquiera.
Locke no quiso ver que los habitantes de Abya Yala tenían sus propios usos y costumbres, sus normas y organización que no coincidían con las inglesas.
En Abya Yala cada nación era inseparable del ecosistema que la sustentaba. Y su ley no se refería a la propiedad de la tierra misma, que era inalienable porque era sagrada, sino sólo a su uso.
El criterio inglés era el “aprovechamiento” que no se limitaba a aquel respeto reverente, sin envidia ni codicia, que sigue siendo la base de su cosmovisión.
Por el contrario, la estructura mental y material capitalista se funda en la codicia, el vicio de los traficantes, al punto de que los perfeccionamientos actuales tienden a la destrucción de la naturaleza de manera segura, fría, lógica, racional, quirúrgica, sin desaprovechar nada, porque dejar algún recurso vacante, sin explotar a fondo, es pecado contra la codicia.
La tierra, para la teoría europea, tenía un valor que dependía del rendimiento que el trabajo permitía obtener de ella. Es un valor económico, el resto es metafísica.
Como dijo Martínez de Hoz, diligente representante criollo de este punto de vista: “los recursos naturales no deben ser un limitante de la actividad económica”. Traducido: cuando un “recurso” de la naturaleza sea destruido por la actividad depredadora del hombre, como en las “zonas de sacrificio”, aparecerá un sustituto aprovechable, en un proceso presentado como interminable, pero que no lo es.
Locke, que tomamos como ejemplo de la razón capitalista en acción, agrega otra consideración para justificar el estado de cosas “post festum”: La propiedad que genera el trabajo dentro de una sociedad organizada políticamente tiene un límite: lo que cada uno puede usar. Si alguien acumula más, y lo acumulado se pudre, ha cometido una demasía. Sin embargo, lo que acumuló se puede cambiar por dinero, el dinero no se pudre y la acumulación es lícita en estas condiciones. La justificación del poder financiero era necesaria y llegó.
Para Locke, la acumulación de dinero -oro y plata de América- no implicaba daño para nadie. Y había vía libre entonces para recorrer el camino que lleva a la dominación actual del capital parasitario de modo que amenaza hundir el resto con daños incalculables para todos.
En Abya Yala
En un estudio presentado ante la Universidad del Neuquén hace algunos años, los investigadores Mónica Gómez Salazar y Mauricio Del Villar Zamacona comparan estas consecuencias del punto de vista europeo con el propio de los rarámuris que viven en Chihuahua, México
Los rarámuris son nómadas, su forma de vida es austera y no cuentan con grandes edificaciones ni templos (que no se pueden transportar en los viajes).
Una de las prácticas sociales propias de los rarámuris es compartir los bienes materiales con los que se cuenta, particularmente el maíz y el frijol.
Esta práctica social tiene lugar en sus fiestas, y dado que el significado y razón de ser de estas fiestas está relacionado con su cosmovisión, para los rarámuris la práctica de compartir tiene un sentido que no se limita a una mera distribución de bienes aunque los occidentales quieren ver un origen económico en todas las cosas.
En la cosmovisión rarámuri no existe un interés por acumular bienes materiales ni por aumentar la productividad en función de un mejor aprovechamiento del tiempo.
Por ejemplo, supongamos que una familia rarámuri logró una cosecha de maíz abundante; este hecho, lejos de significar una posibilidad de acumulación del grano, que posteriormente podría ser vendido a quienes tuvieran una cosecha escasa, abre la oportunidad de compartir, en este caso el maíz, con aquellos que no lograron una buena cosecha.
En este contexto, para los rarámuris la acumulación de bienes materiales significa que quien acumula bienes no está compartiendo. A la persona que no comparte se le identifica entonces como pobre de espíritu.
En el mundo de los rarámuris, la naturaleza muestra los alimentos de los que pueden disponer sobre la tierra para vivir. A cambio, tienen el deber de cuidar la naturaleza y de compartir los alimentos que deriven del trabajo.
Un ingeniero fino
Gustavo Adolfo Agredo Cardona, profesor de la facultad de ingeniería de la universidad de Colombia, hace notar que algo obvio para la racionalidad burguesa como llegó a ser a partir de sus orígenes en el Renacimiento, como el trazado geométrico de las parcelas, no es natural ni forma parte de la cosmovisión de los pueblos tradicionales.
La topología es una rama de la matemática que viene ampliando las ideas geométricas occidentales, con la advertencia de que los triángulos, cuadrados, circunferencias, cónicas y polígonos no existen en la naturaleza y a pesar de eso son las figuras que considera preponderantemente la geometría clásica.
Los fractales, difícilmente reducibles a fórmulas matemáticas a diferencia de las cónicas, son figuras que tienen en cuenta las formas naturales en mucho mayor medida.
Por primera vez aparecen en la geometría las formas de las hojas, las estructuras arborescentes, los contornos de las islas, las ramificaciones del rayo, los cristales de hielo, las formas de nubes y montañas.
Un quom de Formosa recordaba que los blancos los habían confinado en parcelas geométricas. Los blancos son gente que acostumbra vivir en ciudades cuadriculadas. Se preguntaba porqué, si nada hay cuadrado en la naturaleza.
Agredo Cardona dice que para los indígenas, “la ocupación del territorio no persigue fines de carácter mercantilista ni económico, sino una forma de vida de integralidad ser humano-cosmos”.
Reconoce que se trata de un derecho ancestral afectado gravemente por estrategias de gobierno, intervención extranjera, apertura económica, globalización y muchos otros factores desequilibrantes.
“Los grupos étnicos que sobreviven después de más de 500 años de persecución y eliminación, son los más dignos representantes de la relación vital del ser humano con la tierra, el manejo racional de los recursos, el desinterés por los bienes materiales, su indiferencia al consumismo y el respeto por sus tradiciones y costumbres. Podemos considerar que desde el punto de vista de su filosofía, sería una forma de vida a estudiar, porque, como veremos, ella enseña a preservar el planeta tierra como una heredad de todos”.
Sostiene que para el indígena no existe la noción de espacio regulado, trazado. Es una imposición de la razón occidental, “que fragmenta al individuo, lo limita y lo obliga a hablar de propiedad o posesión”.
La edad de oro
En otra época el habitante de Abya Yala se desplazaba libremente sin ataduras. Sus caminos y poblados eran delineados orgánicamente, acomodados a la topografía natural. El trazado en damero, aquel que cuestionaba el quom, es símbolo de dominación que refleja el espíritu tiránico sobre personas y cosas de los que establecieron granjas con corrales o cercados para el ganado. Los animales domésticos que poseían los indígenas pastoreaban en amplias franjas de libertad.
Lejos de los quom, un sabio de los sioux de las praderas norteamericanas le contó un sueño certero a su gente: Había visto desconocidos tejiendo una gran tela alrededor de su pueblo. “Cuando esa raza extraña termine su telaraña, nos encerrarán en casas grises y cuadradas sobre tierra estéril, y en esas casas moriremos de hambre”. Una descripción moderada del destino de los pueblos originarios y de las poblaciones hacinadas en las megalópolis modernas. El hambre no es solo del cuerpo.
En este punto es claro que las estructuras mentales se corresponden con las estructuras urbanas y rurales. No había corrales cercados en el campo precolombino.
El espíritu geométrico responde al espíritu moderno. El espíritu de fineza, para tomar la expresión de Pascal, es americano auténtico y en todo caso, anterior al capitalismo.
A pesar de su profesión de ingeniero, Agredo Cardona rechaza la mentalidad que se trata de inculcar en las facultades: cuadriculada, normatizada, racionalista, tiesa, mortuoria
Agredo Cardona trata de abrirse a un punto de vista totalmente diferente, plástico, libre y armonioso: el de los habitantes originarios de su país, el de los pueblos originarios de todo el mundo
El positivismo muestra su sombra
Un economista que informa sobre los medios de producción desde su propia cosmovisión, que sabe compartida por sus iguales, dice que naturaleza es la tierra cultivada y todo el “medio material sólido, líquido o gaseoso en el cual vivimos, que desempeña un papel meramente pasivo, pues se limita a obedecer a los esfuerzos del hombre”.
El hombre está entonces fuera de la naturaleza, a pesar de que es sólido, líquido y gaseoso, porque es activo frente a la pasividad natural.
Luego de sentar esta definición, la borra diciendo que el hombre mismo “no es más que un producto de la naturaleza”.
La Tierra, para el economista, comprende la superficie del planeta con los recursos naturales (bosques y aguas), que se utilizan para el cultivo de las plantas de donde se extrae la mayor parte de los alimentos.
“Incluye también a los animales (salvajes o domésticos), los ganados que el hombre emplea con los mismos fines. La tierra comprende también las corrientes de agua con las cuales produce la fuerza motriz indispensable para la producción. También incluye el riego de los campos de labranza, y el curso de los ríos para la navegación. Pero si la tierra nos suministra generosamente las sustancias químicas y las aguas, es cierto que no hay campos cultivados, ni fuerza motriz hidráulica, ni utilización de las aguas para el riego, sin el previo trabajo del hombre. De modo que aquí encontramos confundidos estos dos factores de la producción: la tierra y el trabajo humano”.
Vayamos a las honduras: “El hombre no se ha limitado a extraer de la superficie de la tierra cuantas materias primas necesita para la producción, sino que ha recurrido a extraerlas del subsuelo. Los yacimientos minerales de los mas variados elementos son explotados por el hombre. El oro y la plata; el hierro, el petróleo y el carbón; el plomo y el cobre; el manganesc y el tungsteno, en fin, cientos de productos diversos son obtenidos en las entrañas de la tierra.
Luego reconoce: “La influencia de la Revolución Francesa y el desarrollo del capitalismo en todas partes, determinó un cambio en la forma de la propiedad del suelo. Se constituyó la propiedad rural con todos los atributos del derecho de la propiedad, pero sin la servidumbre feudal de los campesinos”.
El capitalismo no solamente impera en la industria, sino también en la agricultura. Las tierras, sin embargo, se encuentran en las manos de la clase de los grandes terratenientes. Pero la economía agrícola se ha ido transformando, paulatinamente, en una economía de tipo capitalista. Las tierras son laboradas por trabajadores asalariados; el producto es destinado al mercado; y los capitales invertidos en la producción agrícola, producen beneficios al igual que en la industria.
El monopolio de la propiedad privada sobre la tierra, rige bajo el capitalismo. Una parte considerable de ella es entregada en arrendamiento a los empresarios capitalistas y a los pequeños campesinos. El resto es directamente explotado por sus propietarios.
Sigue con un apunte de orientación marxista: “La plusvalía creada por el trabajo de los asalariados agrícolas es dividida en dos partes: una parte que se apropia el arrendatario capitalista por concepto del beneficio de su capital (la tierra, medio de producción convertido en propiedad privada); y la otra, que es pagada al propietario de la tierra a titulo de renta. De este modo, la renta capitalista de la tierra es la parte que queda de la plusvalía, después de deducirse la ganancia media o beneficio medio, que corresponde al arrendatario. Por supuesto, si un propietario de tierras, en vez de arrendarlas resuelve exportarlas directamente, se apropiará del beneficio medio y de la renta de la tierra”.
Con este lenguaje totalmente occidental, técnico y cuadrado, desentendido de cualquier cuestión de “fineza”, estamos totalmente en materia: la tierra queda relegada a su papel pasivo, reducida a una condición subalterna de objeto de la actividad humana.
Y el hombre, con sus conflictos y problemas, se ocupa de dividirse la plusvalía con arreglo a la racionalidad burguesa, socialista u otra.
Falta algo esencial: las cosas tratadas con reverente respeto, sin codicia ni envidia, la Tierra considerada como madre que nos cría, la unidad con ella. Pero entre ciegos, se nota poco, aunque al final duela mucho.
Todo es posible
La civilización occidental se desvía cada vez más hacia desarrollos teóricos que permitan aplicaciones prácticas. Gusta llamar “realismo” a ese desvío. Pero la Realidad no es teórica ni práctica, solamente Es. A esa Realidad apuntan todas las sabidurías tradicionales; siempre ha sido así, salvo en la civilización europea que se derramó sobre el mundo, empezando por Abya Yala, a fines del siglo XV.
Es posible que el carácter autodestructivo que exhibe de modo cada vez más claro el hombre actual, que está poniendo en peligro la naturaleza considerada no como madre sino como sierva, termine destruyendo la civilización occidental.
Sin embargo, antes de que acontezca algo así, es posible al menos mostrar un modo de vida, una manera de experimentar que está a nuestro alcance en las culturas ancestrales de Abya yala y del mundo entero.
Podemos sospechar que el avance de las tendencias destructivas no permitirán rectificación, que ya es tarde para nosotros, pero al menos hay que conocer otro mundo como posible; un mundo que ha existido y que, menospreciado y casi olvidado, existe todavía.
De la Redacción de AIM.