La gastada, afligida y confundida humanidad de comienzos de este siglo joven, obtendría beneficios impensados si se abriera a un modo de ver y conocer muy diferente del aparato conceptual refinadísimo y complejísimo que nuestros intelectuales presentan como un logro, y que deja intocada la interioridad y la individualidad y por eso tiene en ellas su límite, resbala sobre la superficie de las cosas y termina al servicio de la “práctica”, más particularmente de los “intereses económicos”.
Y eso en el caso de que las necesidades justamente “prácticas” de la vida no impidan incluso seguir ese camino disminuido.
Nuestros contemporáneos, sobre todo los que tienen algún grado de instrucción, se precian de ella no tanto por lo que les permite conocer como porque los ayuda a vivir, justo cuando se inicia la era de la supervivencia.
En todo lo demás son como ciegos que asombran por el grado de detalle con que conocen cada rincón la habitación en que los recluyó la ceguera y por la competencia con que se mueven en ella, en su especialidad. Pero los que como en el mito platónico se dieron vuelta para ver la luz saben es cierta.
En nuestro mundo suenan las alarmas pero no podemos identificar de dónde viene el peligro. Esta dificultad es sintomática y persistente. Implica una ceguera que nos resulta insuperable y lleva, por un declive natural, a culpar a otros primero y combatirlos luego.
Si nos proponemos cambiar la sociedad llevados por la tendencia a la acción, lo hacemos con las herramientas que la misma sociedad nos ofrece, que es como combatir una inundación con agua.
Las discusiones se hacen enconadas, intransigentes, hay enfrentamientos, guerras. Se afinan los métodos pero no cambian. Para superar los problemas se siguen ideales y teorías construidas de cabo a rabo, que son productos mentales y suelen fanatizar; o el interés egoísta, que responde a un engaño colectivo monumental; o a la acción, que nunca vence la ignorancia.
Ante los reiterados fracasos, volvemos a la carga con las mismas herramientas, un poco más deterioradas, un poco menos ilusionados, para enfrentar una situación un poco más grave.
El progreso, todavía ídolo pero ya deteriorado, nos está llevando en dirección contraria a la que prometió. No sólo amenaza nuestra civilización sino al planeta entero. Lo que antes era un pronóstico pesimista, agorero, hoy es una previsión razonable.
Nos negamos a ser “apocalípticos” sin entender bien qué significa eso, pero la proximidad de una catástrofe ya no parece descabellada. ¿Por qué no mirar entonces en otra dirección para reconocer lo que nos falta, para ver lo que algo no nos deja ver?
De la Redacción de AIM.