Libertario era hasta hace poco otro nombre de los anarquistas, como acrátas. Pero a aquellos libertarios de antaño les salió una competencia: los neolibertarios o anarcocapitalistas. Podemos sospechar que son la derecha antigua vestida de ropas nuevas para reintroducir doctrinas viejas, desprestigiadas o ignoradas.
Los libertarios de esta índole son efectivamente diferentes a los conservadores antiguos en cuanto no responden por ejemplo a las ideas clericales, que ya no tienen circulación ni votos, sobre todo entre los jóvenes. Tampoco se los ve vinculados a partidos tradicionales, que se pueden relacionar fácilmente con posiciones conocidas y repudiadas. Pero expresan sin restricción ni moderación, de modo virulento, la causa del capital financiero y evidencian un dominio excelente de la técnica neoliberal para cubiletear con divisas y personas.
Los libertarios capitalistas defienden sin moderación el mercado puro y duro, el capitalismo salvaje, pero lo hacen en nombre de la libertad tal como la concibe el neoliberalismo.
Los nuevos libertarios tienen a pesar de diferencias menores entre ellos un punto común fundamental: la defensa incondicional del capitalismo como sistema de libertad, de bienestar, único para ellos capaz de producir riqueza y con ella introducir la felicidad en este mundo. En la borrachera del efímero triunfo algunos llegan a afirmar que Jesús o Lao Tse eran anarcocapitalistas, lo que permite conjeturar algo sobre su calidad intelectual.
Es entendible el odio que manifiestan por el socialismo, que consideran una antigüedad que ellos a golpes de cerebro han derribado teóricamente, y también por el economista inglés John Maynard Keynes, al que Javier Milei considera "nazi".
De todos modos, se entiende la aversión si se considera que el keynesiamismo incluye ciertas formas de redistribución de la riqueza a cargo del Estado, aunque con miras a preservar el capitalismo.
Los libertarios se ocupan ante todo de la libertad de los inversores, a los que molestan los derechos laborales y las leyes que protegen el ambiente. Toda su ideología se basa en que el mercado es el que mejor administra los recursos con el termómetro de los precios, según Von Mieses.
Insisten en que son insuperables en los debates, porque están en la posición correcta producto del pensamiento correcto, que es el suyo, el libertario capitalista.
Atribuyen al comunismo haber asesinado a 100 millones de personas, sumando a la cuenta seguramente a todos los muertos de la segunda guerra mundial y están prontos para augurar el destino de Venezuela a cualquiera que ponga algún obstáculo a la "libertad".
Retoman en beneficio propio algunas posiciones libertarias de la vieja escuela, pero cargan contra el Estado en lo que tiene de redistribuidor, por ejemplo como cobrador de impuestos a los ricos. Pretenden eliminarlo, salvo la policía para defender la propiedad de los embates de los rencorosos, y dar el control de la economía a la sociedad.
Es claro que entienden por sociedad a los ciudadanos capaces de iniciativa e inversión; como dijo hace mucho el capitán ingeniero Alvaro Alsogaray: a los jóvenes dispuestos a instalar una industria petrolera.
Su punto teórico más destacado es la escuela económica que plantea privatizar todo, como empezó entre nosotros Carlos Menem: entregar todo a la "sociedad" de plutócratas: la salud, la educación, el agua, los bosques y porqué no, también la policía y los jueces.
Vivimos en un mundo donde la velocidad del cambio social, la confusión que genera por dificultad de orientarse en un pandemonium de doctrinas, paradigmas nuevos a cada paso e innovaciones que dejan obsoleto hoy lo que aprendimos ayer, se refleja en un conjunto de contradicciones que si tienen algo en común, es la ambigüedad y la pérdida del sentido de unidad y de realidad.
Los posmodernistas pueden ser antipolíticos en la creencia de que la política no sirve para cambiar la sociedad; pero la falta de perspectivas y la incapacidad para sacar conclusiones dentro de la cáscara en que se han encerrado voluntariamente les hace ver esa imposibilidad como un daño y caer en el pesimismo y el cinismo.
Otros entienden que el posmodernismo es una oportunidad para ampliar la libertad individual, sin aclarar qué es el individuo ni la libertad para ellos, ya que toda definición implica esencias y las esencias “no existen” según sus enseñanzas.
Los posmodernistas pasan por ser de izquierda; así se consideran ellos y así los ubican los derechistas confesos, quizá porque muchos provienen del marxismo que han maquillado según sus nuevos puntos de vista.
Michel Foucault, que se inició en el marxismo, dijo que éste existía como pez en el agua, es decir “deja de respirar fuera de ésta”. Y por supuesto, en su época ya había una fuerte sequía que se viene agravando y mermaban mucho los arroyos y los ríos. Creyó encontrar de nuevo alguna humedad en Nietzsche y Heidegger, en los surrealistas y en los discípulos de Freud, pero se perdió en un laberinto.
Neopolítica sin partidos
La política posmodernista no tiene partidos, utopías ni finalidades últimas, a diferencia del marxismo o el catolicismo. Sirve para la crítica de los sistemas de poder con la idea de redimir a los oprimidos, en busca de un mundo mejor con justicia social.
Estos puntos se avienen bien con el kirchnerismo, que tiene una relación poco clara, fría ya, con su partido de base, no renuncia a agitar banderas de justicia, proclama estar ubicado a la izquierda y se propone como vanguardia social.
Los posmodernistas no renuncian al izquierdismo ni al progreso, porque entienden que así se mantienen dentro de las posibilidades de transformación contra otras políticas que confían en la suerte o en el genio, en el padre providente o en el hombre del destino, como fue el peronismo clásico.
Cristina había archivado la marcha y las fotos de Perón y Evita, aunque reaparecieron en una imagen desvaída de la Jefa Espiritual en un billete de 100 pesos. Billete que pocos quieren porque más allá de las ideologías, parece papel de cohete y prefieren algo más sólido, hablando en plata.
Es que el posmodernismo no considera una política encarnada en líderes con visiones utópicas sino en escudriñar con tiro corto las perspectivas de transformación contenidas en el presente.
No hay finalidad suprema para la vida ni para la política, quizá solo un sostenerse como sea y en esto los argentinos somos maestros a la fuerza.
La amenaza del caos
Es conveniente no tener una posición política desarrollada, que dadas las condiciones del mundo cercano al caos que experimentamos no es aplicable. Quien en este mundo inestable, desequilibrado y con tendencia al caos enciende un fósforo, puede provocar el incendio de un bosque. El aleteo de una mariposa en la China puede derivar en una tormenta en las antípodas. La máquina del fin de mundo en Suiza, un acelerador de partículas creado por físicos, iba a provocar una inimaginable reacción en cadena que terminaría con el universo entero, otro big bang.
En esas condiciones, con este angustiante telón de fondo, al que se suma el pánico de diseño provocado por el coronavirus, no parece posible tener una doctrina completa con miras al futuro, sino solo será posible sacar la mano para ver si llueve.
En materia política, no hay posturas correctas, solo oportunismo como se hace cada vez más evidente, porque no hay unidad histórica ni ninguna otra. Para Jean-Francois Lyotard, “con la destrucción de las grandes narrativas, ya no existe ninguna identidad unificadora para el sujeto o la sociedad. En cambio, los individuos son los sitios donde se cruzan las gamas de moralidades contradictorias y de códigos políticos, y el lazo social es fragmentado”.
Ganancia de pescadores
Foucault da una idea suficiente de desorientación y oportunismo con su recorrida filosófica por todas las posturas: “De hecho, me he ubicado en la mayoría de los cuadrados del tablero político, uno tras otro, y a veces simultáneamente: como anarquista, izquierdista, como marxista ostentoso o disfrazado, como anti-marxista explícito o secreto, tecnócrata al servicio del gaullismo, neoliberal, etc . . . Es verdad, yo prefiero no identificarme, y me divierte la diversidad de maneras en que he sido juzgado y clasificado."
Los que deseen hacer ejercicios sociológicos con los políticos argentinos, tienen un ancho y fácil camino abierto, sobre todo desde que hay alineados con Mauricio o con Cristina, neoliberales “aggiornados” luego otra vez conversos antiliberales, papistas y antipapistas casi el mismo tiempo, sin descanso ni vergüenza.
Posmodernismo escolar
El posmodernismo que enseñaba Ernesto Laclau en Oxford, que en los medios intelectuales norteamericanos se da por muerto y enterrado pero vive en las colonias todavía, comenzó como tendencias difusas, nunca del todo concretadas, en los 60, en Francia, con Foucault, Jacques Derrida, Jacques Lacan y Lyotard y siguió con Guattari y Deleuze.
La finalidad era enfrentar las injusticias visualizadas ante todo en los Estados Unidos, encarnadas en su maligna tradición puritana. Todos los errores eran entonces más identificables que ahora: blanco, europeo, varón, sajón, heterosexual, judeocristiano. El modelo subsiste, aunque bastante deteriorado y envejecido.
Contra los errores y las injusticias, los posmodernistas levantaron la “política de identidad”, que recomendaron a todos los grupos oprimidos. Las mujeres, por ejemplo, eran víctimas de la opresión masculina. Para restablecer la justicia y liberarse de la opresión las feministas recomendaban “construir estrategias”.
El posmodernismo radicaba en que tales estrategias eran solo eso. No se necesitaban ni era posible discernir doctrinas verdaderas ni falsas, esa cuestión era indiferente y no se planteaba, era cuanto más una reliquia molesta de un pasado ignorante y bárbaro.
Si la estrategia daba el resultado buscado, era correcta sin más, no había ningún criterio más alto. “Ya que no existen teorías verdaderas, la manera revolucionaria es promover una teoría que estratégicamente logre lo que se necesita lograr”. (Keny Olliver).
Para la “estrategia” los niños eran una carga, el matrimonio una esclavitud, el aborto un derecho político.
Estrategias similares, al margen de cualquier idea de verdad o falsedad, sólo como circulación de un “relato”, se aplicaron a homosexuales, negros y otras minorías . El paso siguiente fue la “discriminación positiva” para garantizar resultados.
El fin del mundo
Para los posmodernistas de hace algunos años, la cultura humana como la conocimos llegó a su fin de la mano de la sociedad industrial moderna, quizá porque por entonces no se conocía bien a Monsanto todavía ni estaba claro, para lo “clerks” de entonces, para dónde marchaban la modernidad y el progreso.
El posmodernismo tolera a Forster, Juan Pablo Feinmann, Scioli, Alperovich, Gioja, la Golden Barrick, Monsanto, Chevrón y similares, todo bien mezclado y confundido.
Es un barullo interesado en sostener un sinsentido aparente, un río revuelto donde ganan los pescadores que miran desde la orilla, un batifondo a todo nivel que no quiere conocer orígenes ni finalidades, que se desembaraza entre otras cosas de la idea misma de la verdad y apenas deja subistir la ambigüedad.
En fin, un “nuevo realismo” que no significa nada pero promete todo, un milenarismo al revés que viene a parar en la realización verdadera del dominio sin trabas del capital financiero.
Si hay un mensaje claro, es que es demasiado tarde para oponerse a la sociedad industrial moderna, pero en lugar de sacar de esta idea proposiciones de más alcance, la recomendación es sumergirse en ella con lo ojos cerrados porque en el pluralismo sin centro no hay derecho a imponer nada a nadie sin incurrir en autoritarismo.
El refugio en el relato
Shakespeare dice: “El mundo es un sueño, el sueño de un loco, lleno de sonido y de furia, que no significa nada” (Macbeth, escena V). Para los posmodernistas no es así: finalmente, el mundo es negado incluso como sueño sin sentido y queda el lenguaje como único universo propiamente humano, en que cualquier cosa se puede decir con que solo sea una “estrategia” útil para sobrevivir. Es la última etapa de una decadencia milenaria a la que le faltan algunos escalones todavía.
Es la ruina de la inteligencia, la confesión de la impotencia. Para el posmodernismo el lenguaje constituye el mundo humano y el mundo humano es la totalidad del mundo: proposición reductiva que hubiera sido incomprensible para un filósofo de la ilustración.
Para Foucault el estudio del lenguaje era "salto decisivo hacia una forma de pensamiento completamente nueva", que vino a parar en un fetiche: una textualidad laberíntica y asfixiante.
Como todas las cosas, el lenguaje se degrada al punto que, como vemos en el ejemplo “K” las palabras están gastadas, cansan, aburren, no significan sino encubren, son objeto de desconfianza y anuncio de peligros ocultos. Valen por lo que no dicen, no valen por lo que dicen.
“Santos y posmodernos”, de Edith Wyschogard, hace un balance a partir de la Ilustración: “Hemos dependido del lenguaje como de la doncella supuestamente fiel y transparente de la razón (en los iluministas), ¿y adónde nos ha llevado?: Auschwitz, Hiroshima, miseria psíquica de las masas, destrucción inminente del planeta, por mencionar sólo unas pocas cosas. Entonces abrazamos el posmodernismo, con sus vueltas evidentemente extravagantes y fragmentadas”.
Ya antes del posmodernismo, para el estructuralismo el lenguaje era el único medio para alcanzar los objetos y la experiencia. Para él, el significado surge entero de las diferencias dentro de sistemas de signos culturales.
Finalmente, Ferdinand de Saussure enseñó, en otro paso a la descualificación de todas las cosas, que el significado no es una relación entre una proposición y aquello a lo que se refiere, sino la relación de unos signos con otros. Todo queda encerrado en el lenguaje: fuera de él, nada es cognoscible. Es el mundo del “relato”, que no es verdadero ni falso, pero que puede crear una estrategia que dé resultados, como creen los teóricos de Carta Abierta.
Para Saussure y los estructuralistas que abrieron el camino del posmodernismo todo está en el lenguaje de modo que algunas nociones que aluden a fenómenos como alienación, ideología, represión, son de la naturaleza del lenguaje y no tienen sentido real fuera de éste.
Otros teóricos, como el venerado Lacan, son de la misma opinión. Para él la conciencia es lenguaje, no existe aparte del lenguaje; "el inconsciente está estructurado como un lenguaje".
Hay opiniones muy forzadas en este mismo sentido, que hacen ver que cuando un modo de ver predomina, se dicen cosas de las que cabe arrepentirse cuando baja la marea. Por ejemplo Roland Barthes: "es el lenguaje el que habla, no el autor", o Althusser: “la historia es un proceso sin sujeto".
Cuando se trata de mostrar algo fuera del lenguaje, que no esté en el relato o que lo determine, el posmodernismo se ve en peligro porque previamente ha hecho desaparecer lo que para el buen sentido es la realidad.
De la Redacción de AIM.