Justo antes de los grandes cambios, lo que está a punto de desaparecer para siempre puede parecer eterno. Hace 65 millones de años, los dinosaurios dominaban el planeta con una infinidad de tamaños y formas, pero de repente, en poco tiempo, la llegada de un gigantesco objeto desde el espacio acabó con casi todos ellos para siempre.
Aquel cataclismo acabó con los Tyrannosaurus rex, los mayores carnívoros que han caminado sobre la Tierra, o los saurópodos, unos animales tan grandes que cuando aparecieron sus primeros fósiles se pensaba que solo podían pertenecer a ballenas. Las dimensiones de estos seres despertaron desde el siglo XIX un interés intenso y su final trágico y abrupto, conocido desde los 80, ha inspirado analogías sobre la fragilidad de especies que aparentemente dominan el mundo.
La historia de aquellas bestias asombrosas, que muchas veces se cuenta como algo conocido desde siempre, tiene detrás otro relato fascinante: el de su reconstrucción. Steve Brusatte, un paleontólogo estadounidense que trabaja en la Universidad de Edimburgo (Reino Unido), cuenta en su libro Auge y caída de los dinosaurios: La nueva historia de un mundo perdido, publicado recientemente en España, que durante mucho tiempo, las estimaciones sobre el peso de estos animales que se podían leer en libros o exposiciones museísticas (¡Brontosaurus pesaba cien toneladas y era mayor que un avión!) eran meras invenciones. Sin embargo, el ingenio científico ha permitido afinar en esos cálculos y en muchos otros que se refieren a estos seres. Aplicando el principio de que los animales más pesados requieren que unos huesos más fuertes para soportar su peso, se ha observado que existe una correlación estadística que se puede aplicar a casi todos los animales vivos entre el grosor del fémur o del fémur y el húmero y el peso de un animal. A partir de ahí, es posible establecer una estimación razonable a partir de los fósiles.
En el libro de Brusatte, que es una de las figuras relevantes en la reconstrucción del pasado de la Tierra, se entreveran los conocimientos acumulados sobre los dinosaurios y su tiempo con las historias de quienes los reunieron. Muchos de los dinosaurios más famosos, como el carnívoro Allosaurus, los Brontosaurus de cuellos alargados o los Stegosaurus, con sus placas sobre el lomo y espinas en la cola, se han encontrado en un gran depósito rocoso que se extiende por los estados occidentales de EE UU y se conoce como formación Morrison. La riqueza de esta región era tal que allí se vivieron enfrentamientos como el que protagonizaron entre 1877 y 1892 Edward Drinker Cope y Othniel Charles Marsh en lo que se conoce como la Guerra de los Huesos. Estos dos sofisticados académicos empleaban equipos de hombres armados y técnicas que incluían el soborno, el robo o la destrucción de huesos con el fin de desprestigiar a su rival. Los hallazgos, como el del Stegosaurus, fueron inmensos, pero Cope y Marsh acabaron arruinados.
El estudio de los dinosaurios nos ha revelado un pasado con dramas abundantes y en el que a veces las desgracias de unos son una bendición para otros. Brusatte habla de la cantera Howe, en Wyoming (EE UU), una de las excavaciones más productivas de la historia. Allí, en 1934, se encontraron más de veinte esqueletos y cuatro mil huesos en total. La posición en la que se encontraban, con sus cuerpos retorcidos, indicaban que aquellos animales murieron en un suceso dramático, probablemente una inundación que les ahogó en fango. La desgracia de los dinosaurios supuso, muchos millones de años después, la felicidad de los paleontólogos.
Pero los dinosaurios, conocidos por su final abrupto, también se han beneficiado de cataclismos que aniquilaron a otros grupos de animales. Hace 250 millones de años, al final del periodo Pérmico, una serie de gigantescas erupciones volcánicas provocó la mayor extinción que ha vivido la Tierra. Esta catástrofe, como el asteroide de Yucatán sirvió para abrir un espacio en el que los que los antepasados de los humanos pudieron prosperar, hizo hueco para el surgimiento de los dinosaurios.
Los animales que aparecieron después han sido algunos de los más formidables que han existido. Según nos recuerda Brusatte, los Tyrannosaurus llegaban a ganar dos kilos al día durante la adolescencia y, asumiendo que, probablemente, tuviesen la sangre caliente, debían comer más de 110 kilos de carne al día. El paleontólogo compara lo inesperado de su final con lo que le sucedió a otro referente en la ciencia de los dinosaurios, el barón Ferenc Nopcsa, un noble nacido en 1877 en Transilvania, cuando aún era parte del imperio Austrohúngaro. Nopcsa, uno de los mejores buscadores de fósiles de la historia que combinó ese trabajo con el de espía, perdió todas sus posesiones cuando su imperio se desintegró tras la Primera Guerra Mundial. Su palacio, abandonado ahora, recuerda el poder de una familia que se había mantenido durante generaciones y quizá en algún momento pareció eterno.
Estas historias son para el autor de Auge y caída de los dinosaurios una especie de advertencia. “Los humanos llevamos ahora la corona que una vez perteneció a los dinosaurios. Estamos seguros de nuestro lugar en la naturaleza, incluso cuando nuestras acciones están cambiando rápidamente el planeta que nos rodea”, recuerda mientras observa en las rocas cómo los huesos de dinosaurios dejan paso de forma abrupta a los de mamíferos. Ni siquiera una especie tan dominante como la humana está condenada a la eternidad.