Esa noche, la noche del sábado 29 de diciembre de 2001, la residencia oficial de Chapadmalal estaba a oscuras. Había ocurrido un corte. Le habían apagado la luz. El Presidente no encontraba a la custodia y en la entrada se había concentrado centenares de vecinos que protestaban con su cacerola.
Esa noche Adolfo Rodríguez Saá decidió renunciar.
Había llegado al poder una semana antes, votado por la Asamblea Legislativa, después de 18 años de gobierno en su provincia, San Luis.
El acuerdo tácito con los gobernadores peronistas era que convocaría a elecciones presidenciales para el 3 de marzo de 2002, con ley de lemas. Y entregaría el poder el 5 de abril.
La elección también sería útil para resolver la interna peronista. Había un pelotón de postulantes. Ruckauf, De la Sota, Reutemann, Duhalde… Incluso Kirchner, casi desconocido en la escena nacional, también se anotaba.
Pero Rodríguez Saá quiso retener el bastón presidencial apenas lo tuvo en sus manos, hasta el final del ciclo institucional interrumpido de De la Rúa, el 10 de diciembre de 2003. Aspiraba a gobernar casi dos años.
La misma ambición había ganado al senador Ramón Puerta, primero en la sucesión institucional.
Puerta había asumido el viernes 21 de diciembre. Ese día, unas horas antes de la jura, el ahora embajador en España había decidido regresar a la Casa Rosada. Le había quedado pendiente autografiar algunas de sus fotografías –le acercaron 25- y recoger unos papeles que no había cargado en el helicóptero. También tenía una audiencia prevista una audiencia con el ex premier español Felipe González. El ibérico había llegado para validar un acuerdo entre De la Rúa y el PJ que permitiera la gobernabilidad. Se tenía confianza en que lo lograría.
Otros ex funcionarios radicales que fueron en busca de papeles, y escucharon un sentido discurso interno del ex presidente en la Casa Rosada, todavía se lamentaban. Entre ellos estaba el ex jefe de gabinete Chrystian Colombo. "Ayer –en referencia al 20 de diciembre- pensaba que había chance de armar un gobierno transitorio. Pero no. Vinieron por todo", describiría.
El peronismo había visto el poder y había puesto el primer pie; el radicalismo todavía estaba aturdido.
Pero el poder era todavía una silla resbaladiza, inasible. La sangre en la Plaza de Mayo y el resto del país todavía estaba caliente.
En la represión habían matado a 39 personas, y todavía quedaba impregnada la sensación de desasosiego social, las imágenes latentes de los asaltos a los supermercados, y la angustia que provocaban los ahorros bloqueados en los bancos.
La esperanza de Ramón Puerta de acomodarse en la Casa Rosada también naufragaría.
El poder le duró una tarde y una noche.
En su efímero gobierno iniciado el 21 de diciembre hizo jurar a Humberto Schiavone como jefe de gabinete, a Miguel Angel Toma como ministro de Justicia; a Ricardo Biazzi en Educación. Y a Daniel Sartor, Horacio Jaunarena y Adalberto Rodríguez Giavarini, en las carteras de Desarrollo Social, Defensa y Relaciones Exteriores.
Era evidente que Puerta, además del apoyo del peronismo, buscaba el consenso radical.
Durante la noche, en su primera "visita de Estado", Puerta recibiría a Mauricio Macri, titular de Boca, en la Casa Rosada. Para aventar suposiciones Macri aclaró que "el PJ no le había ofrecido ningún cargo", y que se quedaría en el club.
Para esas horas, los gobernadores -una masa multiforme que retenía poder en 14 provincias- ya habían marcado la puerta de salida al interinato de Puerta. El misionero quería quedarse hasta 2003, pero el peronismo no se lo permitió. Acaso no haya tenido tiempo de ocupar su escritorio.
El peronismo apoyaría las medidas que fuesen necesarias para respaldar la gobernabilidad, haría fluir la transición. También apoyaría el "trabajo sucio" con los depósitos en dólares, pesos y los bonos de un sistema financiero bloqueado, y le pondrían el pecho a los "cacerolazos" y al "que se vayan todos", si hiciera falta, para que la Argentina política no se convirtiera en una asamblea callejera constante.
Pero lo que el peronismo no haría era dar aval a la permanencia en el poder hasta 2003 de nadie.
La legitimidad sólo se obtendría del voto popular.
Al menos eso se pensaba.
Ya desde la noche del jueves 20 de diciembre, cuando De la Rúa estampaba la renuncia con su estilográfica, el peronismo reunido en el aeropuerto de Merlo evaluaba como irreversible su primer acción de gobierno: renegociar el pago de la deuda externa.
Esa noche, en San Luis, con el peronismo en fuga, una fuga que hacía todavía más explícita la soledad delarruista, comenzó a perfilarse a Rodríguez Saá como alternativa viable para la transición.
Pero después del ascenso y caída de Puerta, no hubo bendición para nadie.
El sábado 22 de diciembre, el único consenso registrado fue para De la Rúa: con la Asamblea Legislativa reunida en el Congreso, se escuchó por los altoparlantes del recinto la lectura del texto de su renuncia, aceptada por diputados y senadores.
El peronismo, ese día, iba auscultando al conductor de la transición. En la exploración quería que quedaran establecidas dos condiciones: el llamado a elecciones anticipadas en dos meses y la sanción de la Ley de Lemas. Luego se negociarían los ministros del futuro presidente provisional para consolidar el reparto de poder.
El peronismo quería tener la rienda corta sobre su cuello para que su bendecido no se desbocara.
La resolución se consumó al día siguiente, el domingo 23 de diciembre. Fue el día en que Adolfo Rodríguez Saá asumió como presidente frente a la Asamblea. Lanzó una batería de medidas, un millón de puestos de trabajo, una tercera moneda, "el argentino", recortes de gastos del empleo político en el Estado…. La más festejada fue la suspensión del pago de la deuda externa. Ese dinero ahorrado, dijo, se utilizaría para crear empleo.
Su gabinete, en su pretensión de resultar un acuerdo de partes, resultó ecléctico. Rodríguez Saá abrevó en la confianza que le deparaban ex funcionarios puntanos -Luis Lusquiños, secretario general de la Presidencia-, rescató a otros peronistas clásicos y olvidados -el ex gobernador santafesino José María Vernet fue designado ministro de Defensa y también Canciller-, colocó al duhaldista Rodolfo Gabrielli en el Ministerio del Interior y como subsecretario al también peronista duhaldista Carlos Ritondo. En la secretaría de Hacienda fue nombrado Rodolfo Frigeri. Juan José Álvarez, en la secretaría de Seguridad, tenía el sello del ruckaufismo. Y la designación de Scioli en la Secretaría de Deportes, fue entendida como un gesto hacia el ex presidente Menem. Ningún funcionario cercano a De la Sota llegó al Ejecutivo.
La rara alquimia del gabinete, sin embargo, quedaría deslucida frente al vértigo presidencial de Rodríguez Saá.
Cada día de gestión parecía un cumpleaños.
El nuevo presidente entregó planes de trabajo subsidiados a distintos gobernadores, recibió a las Madres de Plaza de Mayo, firmó nuevos convenios laborales, fue recibido con honores en la CGT.
Transpirado, en mangas de camisa, sonriente, Rodríguez Saá sentía que había llegado al poder presidencial para usarlo y estaba frenando el reloj de arena que limitaba su mandato.
Su mirada estaba puesta mucho más allá del 3 de marzo.
Hablaba con todos, se reunía con todos, pero no decía palabra alguna sobre las elecciones presidenciales. Incluso, desde el gobierno mencionaban que no había dinero para financiarlas. No estaba en la partida presupuestaria.
Rodríguez Saá tampoco daba respuestas sobre un hecho que atormentaba a la sociedad: cómo recuperar sus ahorros -dólares o pesos, aunque entonces significaban lo mismo-, de la restricción bancaria.
El sistema financiero estaba paralizado: había 1.700.000 cheques trabados, que no podían acreditarse. Las deudas en dólares también resultaban una pesadilla a futuro. Había poca confianza de que el uno a uno pudiera continuar.
Todo el fulgor de los actos estridentes del nuevo presidente no lograban tapar la falta de definiciones.
Además, dos de sus designaciones dejarían el frente demasiado abierto a las críticas.
La de Carlos Grosso como jefe de Asesores del Gabinete -"me eligió por mi inteligencia, no por mi prontuario", explicaría el ex intendente porteño de Menem-, era una. La otra fue la de David Expósito, titular del Banco Nación, cara visible del lanzamiento de la nueva moneda, "el argentino", que tenía la intención de compensar la falta de ingreso de capitales y reactivar el consumo interno. La promesa -mejor dicho, el acto de fe-, era que "el argentino" mantuviera la paridad con el peso y con el dólar, uno a uno, y evitara la devaluación. Expósito, en un reportaje, llegó a anunciar que se necesitaba una emisión de 15 mil millones de "argentinos". En ese momento había distintos bonos provinciales en circulación: patacones, Bocanfor, Federal, Cecacor, Quebracho, Bocade.
Rodríguez Saá le pidió la renuncia a Expósito.
La tolerancia social también fue exigua con Grosso. El ex intendente porteño designado por Menem no había dejado un buen recuerdo en su administración y se había ido del poder con procesos por corrupción multiplicados.
Los propios gobernadores peronistas se sintieron molestos con las designaciones -juzgadas como "poco virtuosas"- de Rodríguez Saá y pidieron limpiar a "los impresentables" del Ejecutivo.
Pero más allá de las prevenciones del peronismo, que ya veía con preocupación el exultante ejercicio de poder del nuevo Presidente, Rodríguez Saá recibió una poderosa señal de alerta de la sociedad en la noche del viernes 28 de diciembre.
El peso político de los cacerolazos golpearon sobre la residencia de Olivos. Todavía más: la Casa Rosada estuvo a un paso de ser invadida en el marco de la protesta. También hubo corridas y gases lacrimógenos en el Congreso. Y las cacerolas también se expidieron frente a la sede de la Corte Suprema, en Tribunales.
La agitación seguía potenciando sus músculos en los barrios pasada la medianoche. La clase media porteña, con epicentro movilizador en improvisadas asambleas de Caballito y Palermo, se sentía empoderada.
Para darle aire a su gobierno, todo el gabinete de ministros, incluso Grosso, ofreció su renuncia al Presidente.
Rodríguez Saá confirmó en sus cargos sólo a su secretario general y al ministro del Interior. Y anunció que había acordado con los banqueros que el lunes 30 las entidades permanecerían abiertas de ocho a 20 y le pagarían mil pesos a jubilados y empleados del Estado.
Las respuestas no conformaron.
La aspiración de permanencia ya le había truncado incluso la chance de victoria en la hipotética fecha electoral del 3 de marzo.
El sábado 29 de diciembre Rodríguez Saá convocó a los gobernadores peronistas en busca de apoyo y partió hacia Chapadmalal. Imaginaba que una cumbre sería útil para revalidar el acuerdo original y se reformulara lo que fuese necesario. Pero necesitaba un aval para seguir en la Presidencia.
La convocatoria no prosperó. Fueron sólo cinco de los 14 mandataros provinciales. No estaban ni De la Sota, ni Reutemann (Santa Fe), ni Kirchner (Santa Cruz), ni Rubén Marín (La Pampa). El de mayor peso, en la lista de presentes, era el gobernador bonaerense Carlos Ruckauf.
Las sonrisas de toda la semana se apagaron.
El mismo vacío que el peronismo le habían realizado a De la Rúa, ahora se lo cargaban en la cuenta del puntano. El gesto fue devastador para Rodríguez Saá pero no fue la única arista aciaga que signó la jornada.
Ese día le cortaron la luz en el complejo de Chapadmalal y una multitud de vecinos también bloqueó la ruta y la entrada del complejo. Golpeaban sus cacerolas. El presidente no encontraba a la custodia.
El puntano entendió el mensaje: su tiempo en el gobierno nacional se había agotado. Si quería permanecer en el poder, tenía que llamar a elecciones, competir y ganarlas.
Rodríguez Saá se descargó contra los que tenía enfrente. "Bueno muchachos, ahora consíganse a un De la Rúa porque yo no soy un forro de ustedes…", dijo, sin disimular su amargura. Entonces decidió su renuncia y dejar al peronismo expuesto a una nueva búsqueda institucional.
Tiempo después, Eduardo Duhalde haría una infidencia letal sobre aquella cumbre frustrada que selló su suerte. Dijo que vio a Rodríguez Saá impotente, en posición fetal, con ataque de pánico, con miedo a que lo mataran.
No quiso renunciar en la Casa Rosada. Prefirió hacerlo en San Luis.
El domingo 30 de diciembre, Rodríguez Saá viajó a su provincia y organizó su despedida con un discurso de media hora. Algunos gobernadores y funcionarios lo rodeaban en el living de la residencia provincial. Se pudo ver a Gildo Insfran, Daniel Scioli, Rodolfo Gabrielli y otras personalidades de menor talla.
La escena del final estaba mal iluminada y la transmisión, en cadena nacional, se entrecortaba.
Si Rodríguez Saá quería dar la imagen de la Argentina del 2001 lo había logrado. Era esa.
El presidente que se iba acusó de mezquinos a algunos gobernadores por haber priorizado la interna partidaria antes que "los intereses de la Patria". Y como corolario dio detalles del Presupuesto 2002 que nunca enviaría al Congreso, porque renunciaba, pero quería expresarlo como el legado de lo que pudo haber sido.
Rodríguez Saá se felicitó por su gestión.
"Todo lo he hecho en siete días de los cuales tres fueron hábiles. Hice un gran esfuerzo. Si ofendí a alguien, pido perdón. Lo hice todo con mi mejor sentimiento".
El titular del Senado, Ramón Puerta, se negó a reasumir el poder otra vez, siquiera para mantener el decoro institucional hasta que la Asamblea Legislativa designara a otro Presidente. Prefirió volver a Apóstoles, en Misiones. Ya llegaba fin de año. Pidió licencia por enfermedad.
El último día del año, el Poder Ejecutivo quedó a cargo del el jefe de la Cámara de Diputados, Eduardo Camaño.
Pasó la noche de fin de año en la Casa Rosada, como Presidente. Mantuvo a tres ministros de Rodríguez Saa –Rodolfo Frigeri (Hacienda), Juan José Álvarez (Seguridad) y Rodolfo Gabrielli (Interior)- por si se producía una emergencia social, saqueos o nuevos cacerolazos.
Como jefe de Gabinete, Camaño designó a Antonio Cafiero para esa, su única noche de gobierno. Fue su forma de homenajearlo.
La Asamblea Legislativa fue convocada para el 1 de enero de 2002. Elegiría a Eduardo Duhalde. Era el quinto presidente que alumbraba la vida política argentina en diez días.
Luego el peronismo abandonaría la idea de las elecciones para el 3 de marzo de 2002.
* Marcelo Larraquy es periodista e historiador (UBA). Su último libro es "López Rega, el peronismo y la Triple A". Ed. Sudamericana