El miedo es uno de los "gigantes del alma" como reconocía la psicología vigente hace un siglo, que lo ponía al mismo nivel que el amor y el odio. Esa condición "gigantesca" convierte al miedo en un instrumento valioso de sujeción de los gobernados al gobierno, de sumisión de casi todos al poder de muy pocos. La política ha creado fantasmas desde que existe, vive de ellos: las sombras, los bultos que se menean, los demonios, y más concretamente, los extranjeros, los otros, los inmigrantes, el terrorismo, la inseguridad y hoy en día, la peste renovada, perdurable.
El poder usa la publicidad, controlada por pocos que deciden los grandes contenidos y dejan a otros las minucias. La manipulación publicitaria es la manera actual de convertirnos en rebaño, como fue hasta hace poco el miedo al infierno. El rebaño es fácil de guiar hacia donde quieren dirigentes que generalmente no se muestran, de modo que terminamos rogando que apliquen contra nuestros intereses medidas que los benefician a ellos, pidiendo lo que ellos quieren que les pidamos como si fuera nuestra voluntad y no la suya.
En las condiciones del miedo, cada uno atiende a lo que cree su propia salvación y desatiende lo que une y solidariza. Los medios de prensa insisten hasta el cansancio en los horrores de la peste y abren la ventanita de la salvación por la vacuna. Quien dude del remedio es descalificado y puesto entre los rebeldes, los insensatos, los sospechosos.
Antes de la peste, los instrumentos del miedo eran el terrorismo, en la inseguridad que induce a vivir encerrados y a ver peligros en todas partes, a estar ansiosos, paralizados y separados, temerosos del otro, dominados por la desconfianza. Eso mismo ha logrado la peste con mucha más eficacia y de manera uniforme de una vez en el mundo entero.
Desde que la intelectualidad declaró la muerte de los grandes discursos y reclama atenerse a lo cotidiano, vivir la promesa de felicidad inmediata hoy cada cual centrado en sí mismo, la gente no escucha sino a los que prometen goces rápidos.
El paso siguiente es obvio: ya no ilusionan con grandes utopías, que están desprestigiadas, solo tratan de salvarnos de temores cotidianos que ellos administran con seguridad.
Como dijo Eduardo Galeano: “Los que trabajan tienen miedo de perder el trabajo. Los que no trabajan tienen miedo de no encontrar nunca trabajo. Quien no tiene miedo al hambre, tiene miedo a la comida… Miedo a la puerta sin cerradura, al tiempo sin relojes, al niño sin televisión, miedo a la noche sin pastillas para dormir y miedo al día sin pastillas para despertar, miedo a la multitud, miedo a la soledad, miedo a lo que fue y a lo que puede ser, miedo a morir, miedo a vivir”.
Es el tiempo del miedo globalizado y paradójicamente, el tiempo de las promesas fáciles de felicidad, que sonarían a falso en otras condiciones.
El jefe de las SS nazis, Heinrich Himmler, entendía que el terror es la mejor arma política. "La crueldad impone respeto; los hombres podrán odiarnos pero no queremos su cariño, sólo queremos su miedo”.
La frase tiene la ventaja, sobre las que llegaron después, de que no necesita interpretación: dice lo que quiere decir, usa las palabras en sentido recto.
Entre la brutal sinceridad de Himmler y el alambicamiento posmoderno, de apariencia mucho más tierna, hay un tema común al que la intención de dominio no renuncia: el miedo.
Como dijo Etienne de la Boetie hace casi cinco siglos, estamos dominados porque lo consentimos; el tirano es incapaz de ser amigo de nadie, como sabemos de los políticos actuales.
Al despedir a su amigo de la Boetie, muerto a los 33 años, Miguel de Montaigne dijo que se sentía un ser "solo a medias", desde que conocía el impulso que le faltaba para negar la servidumbre voluntaria.
De la Redacción de AIM.