Tres de cada cuatro estrellas podrían albergar vida en circunstancias extremas. Según una hipótesis, cerca de 3.000 millones de planetas podrían ser habitables en la Vía Láctea.
Como civilización atrasada los habitantes de la Tierra debemos continuar explorando poco a poco otros planetas en busca de señales que digan si estamos solos. Esta semana se anunció el descubrimiento de un nuevo sistema solar con dos planetas como el nuestro a 12,5 años luz, muy cerca en términos cósmicos.
Estos dos nuevos mundos están a la distancia justa de Teegarden, su estrella, y los astrónomos, que utilizaron un telescopio del observatorio almeriense de Calar Alto (Almería) para realizar el hallazgo, calculan que la temperatura allí sería templada y podrían tener agua líquida en la superficie, una condición básica para la vida que conocemos.
Las estrellas en las que se han descubierto los sistemas planetarios en regiones habitables tienen poco que ver con el sol. Todas son enanas rojas, las estrellas más abundantes del universo y, por consiguiente, el entorno en el que más exoplanetas se pueden encontrar. Su pequeño tamaño y la poca energía que emiten hace que casi nunca puedan verse desde la Tierra sin telescopios. Para recibir suficiente calor de su estrella, debe orbitar muy cerca de ella. Y esto tiene consecuencias.
Probablemente, muchos de estos mundos cercanos (y supuestamente habitables), como los dos de Teegarden, el sistema que rodea a Trappist-1 o Proxima b, enseñan siempre la misma cara a su estrella. Esto sucede cuando un objeto de menor tamaño, como la luna con la Tierra o Mercurio con el Sol, están demasiado cerca de otro cuerpo mayor. Eso hace que en todos estos exoplanetas sean esperables condiciones extremas. Una cara sería un desierto hirviente y la otra un gigantesco bloque de hielo. Entre esos dos infiernos, una franja de pocos kilómetros de ancho en la que la temperatura fuese adecuada y el hielo derretido procedente de la cara oculta del planeta harían posible la vida.
Pero incluso en ese reducto, las condiciones no serían ideales. Las grandes diferencias de temperatura, como las que producen los huracanes en la Tierra, pero mucho mayores, generarían unos vientos que barrerían con violencia la superficie de un mundo como Proxima b, haciendo que, en caso de existir, sus formas vegetales y animales deban adaptarse para no salir volando contra el muro de hielo en un lado o lanzadas al desierto ardiente del otro.
La vida en este tipo de planetas, los más abundantes del cosmos, tendría un enemigo quizá más formidable. Las enanas rojas, mucho menores que nuestro sol, no tienen masa suficiente para estabilizar el inmenso reactor de fusión nuclear que calienta sus entrañas. Periódicamente, lanzan llamaradas de radiación que arrasarían las atmósferas de sus planetas y aniquilarían a los seres vivos de su superficie. Uno de estos cataclismos se observó en Proxima Centauri, la estrella que orbita Proxima b, en marzo de 2016. Entonces, según publicó un grupo de astrónomos españoles y de EE UU, la enana roja emitió un potente estallido de luz que multiplicó su brillo por 70. Pese a que normalmente no se pueden ver con el ojo desnudo, durante algunos segundos, Proxima Centauri se pudo observar desde el hemisferio sur sin ayuda tecnológica. La superficie de Proxima b debió ser un infierno.