Tomemos dos figuras muy contrapuestas para hacer una experiencia: Jesucristo y Al Capone. Sometamóslos a una encuesta del tipo "si", "no", "no sabe" con la intención de conocer qué piensa la gente de ellos.
Anticipándonos un poco, podemos decir: alrededor del 30 por ciento por "sí", otro tanto por "no" y el resto no sabe o no contesta.
Esta es en síntesis la opinión pública, ese monstruo sagrado de la modernidad cuyo templo está vacío. La consulta ha igualado a Cristo con Al Capone como solo el procedimiento "igualitario" puede hacerlo, debido a que él mismo es producto de la idea de que todo puede ser reducido a cantidad y que la cantidad decide.
Una vez establecida esta idea, el proselitismo procura forzar a la cantidad a volcarse en un sentido o en otro; pero no puede superar su punto de vista. Quien desee sentirse ganador en una elección, por ejemplo, no tiene más que sumar su voto al candidato mejor posicionado, el ungido por las encuestas. Su voto será resultado del proselitismo.
En el fondo nada habrá cambiado pero todo aparecerá revestido con un lustre de seriedad y justicia que de otro modo perdería, con el agregado de que cuando el brillo cese se abriría la peligrosa posibilidad de que se vea lo que hay abajo: nada. Esto no se permite ya que toda nuestra civilización actual reposa sobre un engaño colosal que se debe mantener día a día con todo cuidado.
La capacidad de convencer o al menos de hacerse entender no consiste en la claridad del lenguaje ni siquiera en el sentido de las palabras, porque parece entenderse gente que si leyera sus conversaciones transcritas literalmente de un grabador no entendería nada. Más que captar conceptos adivinan sentimientos. No es una cuestión de inteligencia sino de empatía.
Se entienden porque hay entre ellos, más allá del lenguaje, una comunidad de intereses, de origen o de fines. Para decirlo rápidamente: se entienden los cortados por la misma tijera. Para alumbrar la cuestión desde el otro lado, se puede recordar que hay muchos que se expresaron con perfección pero convencieron poco y encontraron escasos buenos entendedores, como Schopenhauer para dar un ejemplo.
Tomemos un ejemplo literario de personalidad incomprensible: Hamlet. Se ha dicho que Shakespeare lo creó, pero no lo entendía.
Doble encomio de su genio, ya que si es así permitió existir a un personaje extraordinario con solo dejar que su influencia lo guíe, con solo no oponerle resistencia.
Hamlet era contradictorio según el modo habitual de juzgar la coherencia. Sus idas y venidas, sus arranques temperamentales extemporáneos, ponían mal a los que tenía cerca, les parecía caprichoso y veleidoso; pero su penetración de los hechos era muy superior al resto y su integridad fue su arma decisiva.
De la Redacción de AIM.