El 3 de abril de 1336, se cumplen hoy 682 años, nació Timur Lank, conocido como Tamerlán, uno de los conquistadores más afortunados, competentes y siniestros de toda la historia, poseído de locura asesina en gran escala, capaz de sacrificar centenares de miles de prisioneros y hacer construcciones monumentales con sus calaveras, y que secretamente fue tomado como modelo por gobernantes, tiranos y dictadores posteriores, hasta ahora.
Timur Lank, apodado el “el cojo” por un defecto congénito en una pierna, fue un caudillo que en sus comienzos se encargó eficientemente de defender las fronteras de Transoxiana, pero al cabo de una década de servicios militares irreprochables volvió sus armas contra quienes se las habían proporcionado y atacó a los que debía defender, lo que se repitió luego innumerables veces en la historia, hasta experiencias recientes en todo el mundo, particularmente en la América del Sur.
Timur Lank era un noble musulmán de origen turco que llegó a ser el ministro principal del virrey de Transoxiana, que gobernaba aquella región occidental del imperio mongol. En 1363 se rebeló contra él y le arrebató el poder. Y en 1370 se proclamó rey independiente, alegando su condición de heredero de Gengis Kan, de quien probablemente descendía su padre por línea materna.
Partiendo de su capital en Samarcanda, inició entonces una sucesión de campañas militares que le llevaron a conquistar toda el Asia central (1370-96). Demostró una gran capacidad de conquista, pues una vez dominado el Turquestán, se anexionó también Irán, Iraq, Armenia y Georgia. Las disputas internas entre los príncipes del kanato de la Horda de Oro le permitieron también intervenir en aquel reino establecido por los mongoles en Rusia (1370-95).
Luego dirigió sus fuerzas hacia la India (que sometió en 1398, en una sola campaña en la que arrasó Delhi, Siria (con la toma de Damasco, Alepo y Bagdad, saqueadas y arrebatadas a los mamelucos en 1400) y Asia Menor (donde obtuvo un gran triunfo en la batalla de Angora. Capturó en el campo de batalla al sultán Bayaceto, sometió a vasallaje a los otomanos en 1402 y permitió subsistir casi un siglo más al Imperio Bizantino, librándole del acoso otomano).
El militarismo descontrolado de Tamerlán tuvo efectos totalmente negativos para su propio imperio, que no le sobrevivió, y para la sociedad iránica que gracias a su acción terminó destruida.
Cuando decidió volver sus fuerzas contra la propia Transoxania, Tamerlán desperdició la oportunidad de que fuera la sociedad iránica y no los cosacos los que desalojaran a los nómadas de las estepas del Asia central y unieran el oriente de Europa con la China avanzando poco a poco de río en río a lo largo de miles de kilómetros. Se podría especular que si no hubiera sido por él, Samarcanda, hoy ciudad de segundo orden en Uzbekistán, tendría la importancia de Moscú.
Podría ser recordado por sus hazañas positivas, pero finalmente quedó en la historia como un loco homicida, un criminal como ningún otro hasta que las fuerzas desatadas por la técnica hicieron posibles genocidios mucho mayores en el siglo XX, poniendo en claro que no hay “progreso” en aspectos esenciales sino más bien retroceso.
En los últimos 24 años de su vida, tras destruir totalmente a Isfaraín en 1384 convirtió a 2000 prisioneros en túmulo humano y después los muró y cubrió con ladrillos. Transformó 5000 cabezas humanas en alminares en Zirih el mismo año. Arrojó al precipicio a sus prisioneros Luri en 1398. Aniquiló a 70.000 personas y las transformó en columnas de huesos en Ispahán; aniquiló 100.000 prisioneros en Delhi; enterró vivos a 4000 prisioneros cristianos en Sivas después de que capitularon. Construyó 20 torres de cráneos en Siria, en 1400 y 1401.
Su propósito era impresionar la imaginación con una representación de lo que podía hacer el abuso hiperbólico del poder militar, como Hitler en Auschwitz o los aliados en Hiroshima y en el bombardeo militarmente inútil de las ciudades alemanas.
Lo logró, pero no previó que remotos tiempos futuros, que gustan considerarse “civilizados” y refinados, lo superarían ampliamente no sólo en número de víctimas sino también en la aplicación para obtenerlas de refinamientos que les pone a la mano el desarrollo científico y técnico.
Cuando más nos acercamos al presente, más grandes y crueles son las matanzas. En Stalingrado, en la segunda guerra mundial, fueron masacradas unas cuatro millones de personas, "hazaña" que deja chico a Tamerlán.
Al final de la guerra, con el Japón ya derrotado, los Estados Unidos arrojaron dos bombas atómicas sobre ciudades que no tenían ninguna importancia militar e incluso, en el caso de Hiroshima, no habían sufrido por eso casi bombardeos convencionales.
La finalidad, netamente maquiavélica, era hacerles saber a los aliados rusos, que ya se veían como adversarios futuros, de qué poder disponía el ejército norteamericano como para que se mantengan a raya y se curen en salud. Un "mensaje por elevación" que produjo la muerte instantánea de unos 100.000 civiles, seguido poco después del robo del secreto atómico por espías soviéticos.