Entre tantas, hay dos tipos de justificaciones para que las llamadas terapias de tercera generación hayan acrecentado su diseminación en los últimos años, incluso en áreas especializadas como la clínica infantojuvenil: las buenas razones y las excelentes razones.
Las buenas razones están dadas por la notable circunstancia de que, aun ante la relativa juventud de estos enfoques se haya recopilado evidencia suficientemente competitiva para que numerosos profesionales elijan estos abordajes de acuerdo a las características que contextualizan los motivos de consulta, la idiosincrasia de sus consultantes y sus propias preferencias.
Las excelentes razones están dadas por su promisoria implementación, ya sea en manera aislada o combinada con otros enfoques para el tratamiento de problemáticas insuficientemente abordadas y/o en relación a las cuales los modelos tradicionales han presentado dificultades (Levin, Krafft y Twohig, 2020).
Dado el impacto de las conductas disruptivas de los niños para los propios consultantes, sus familias y los entornos educativos, en este artículo nos vamos a enfocar en las excelentes razones para la implementación de enfoques derivados de diferentes modelos contextuales y de tercera generación, en manera complementaria a la orientación a padres de niños de seis a 12 años que presentan conductas disruptivas.
A pesar de la eficacia ampliamente corroborada de los programas de orientación a padres basados en la psicoeducación y en las técnicas de modificación comportamental, sabido es que no todas las familias parecen beneficiarse de estos abordajes al presentar ciertas complejidades (por ejemplo la presencia de psicopatología parental, o de conflicto crónico familiar y demás vulnerabilidades en los entornos de referencia) y que en numerosos casos se registran dificultades para la generalización y la manutención de las mejorías logradas en los tratamientos (Ollendick y King, 2012). Estas últimas circunstancias suelen deberse a que frecuentemente las familias atraviesan periodos de crisis, reorganizaciones y modificaciones en las prioridades que dificultan la puesta en práctica de las competencias efectivas. En este sentido, lidiar con las vulnerabilidades propias y con el impacto de configuraciones contextuales complejas, que parecen habituales en épocas contemporáneas, parecen ser los desafíos adicionales que enfrentan los padres para el abordaje de las conductas disruptivas que afectan a sus hijos (Whittingham y Coyne, 2019).
Ya desde las más tempranas revisiones, desarrolladas entre otros por Hayes y Greco (2008), los especialistas han definido a los abordajes de tercera generación en la clínica infantojuvenil especialmente en relación con dos características: la promoción por parte de los grupos familiares de la aceptación y de la toma de perspectiva en relación a las experiencias psicológicas dolorosas.
Tomando en cuenta que, ya sea por el propio impacto de los problemas de conducta graves y/o crónicos y/o por las vulnerabilidades psicológicas personales y/o propias de las redes de apoyo, las figuras parentales podrían enfrentar barreras cognitivas y emocionales para la incorporación de competencias orientadas a la crianza efectiva, es lógico que los componentes aditivos aportados por enfoques como el mindful parenting, ACT y DBT estén mostrando resultados prometedores (Coyne et al., 2011; Whittingham y Coyne, 2019). En sintonía con estas perspectivas, procederemos a hacer una breve revisión de algunas de sus principales contribuciones a continuación.
El mindfulness es la adaptación occidental, aplicada a la psicoterapia, la promoción y la prevención en salud mental, de prácticas derivadas de la meditación vipassana y otras tradiciones budistas. Consiste en una forma particular de orientar la atención, en manera abierta, prescindiendo de juicios y de valoraciones a la experiencia presente. La misma implica a los fenómenos del entorno así como a los eventos psicológicos, incluyendo los pensamientos, emociones y sensaciones dolorosas que adquieren un valor informativo respecto a la relación de la persona con su experiencia integral en contexto (Kabat-Zinn, 1991).
De acuerdo a Bishop et al. (2004), el mindfulness puede definirse a partir de un modelo de dos componentes que involucra:
La auto regulación de la atención, descripta como el contacto con el momento presente, percibiendo en manera consciente a los eventos psicológicos y a nuestro entorno inmediato.
Una orientación particular hacia la experiencia presente, advirtiendo lo que pensamos y sentimos sin intentar cambiarlo, sino simplemente observándolo con curiosidad y aceptación.
La base conceptual para la utilización de estas prácticas es que nuestra tendencia a involucrarnos en manera automática en múltiples tareas y procesos de resolución de problemas, suele llevarnos inadvertidamente a la valoración y comparación de los eventos con la experiencia pasada o al desarrollo de múltiples escenarios posibles en relación al futuro. En este sentido, la propensión a la rumia y a la preocupación incrementa el impacto psicofísico del estrés y afecta nuestro desempeño interpersonal en diferentes situaciones.
Una de las implementaciones más tempranas del mindfulness en el ámbito de la salud mental ha sido la parentalidad consciente o mindful parenting, que consiste en la práctica de la atención consciente por parte de las figuras parentales en la crianza. De acuerdo a Kabat-Zinn y Kabat-Zinn (1998), la parentalidad consciente tiene efectos beneficiosos para los niños y sus cuidadores en situaciones diversas. La exposición a situaciones estresantes cotidianas, crisis familiares y sociales y/o al impacto de problemas psicológicos crónicos suele incrementar el estrés, la auto y heterocrítica y la desregulación emocional en los padres, dificultando su contacto con la experiencia presente, la adopción de la perspectiva de los niños y el ejercicio efectivo de las competencias parentales.
En contrapartida, considerable evidencia sugiere que el mindfulness puede asistir a las figuras parentales en la elección de prioridades, la focalización en el momento presente, en un incremento del “darse cuenta” de su participación en las interacciones con sus hijos, en el desarrollo de la empatía y en el incremento de la presencia emocional en la vida familiar (Fuller y Fitter, 2020).
Por estos motivos se han investigado los efectos positivos de adaptaciones de programas de entrenamiento en atención plena, implementados junto a las figuras parentales de niños con desordenes psicológicos y discapacidades (Singh et al., 2006) y particularmente en manera combinada con protocolos de orientación a padres para el manejo de la conducta oposicionista (Whaller, Rowinsky y Williams, 2008).
Los programas de orientación a padres para el manejo de las conductas disruptivas en niños, acreditan diferentes versiones con solido soporte empírico. Sus componentes esenciales incluyen el brindar información a los padres sobre las dificultades enfrentadas por los hijos, sobre el desarrollo de un vínculo de apego saludable, sobre la implementación de la atención positiva y el manejo de las consecuencias conductuales (Ollendick y King, 2012).
Algunas prácticas típicas de Atención Plena, posibles de ser integradas a los programas de gestión comportamental, podrían incluir redirigir la atención hacia situaciones neutrales en el presente, el llamado mindful S.T.O.P. —acrónimo ingles de “parar, respirar, observar que ocurre con relación a la experiencia presente y luego actuar con consciencia plena”-(Phang, Keng y Chiang, 2014), así como el “surfear las urgencias”. En este marco, el término “urgencia” se utiliza para identificar las sensaciones asociadas a los actos impulsivos, cuya observación atenta incrementa la capacidad de las figuras parentales para decidir en manera consciente diversos cursos de acción constructivos ante los conflictos y las crisis (Singh et al., 2019; Fuller y Fitter, 2020).
De acuerdo a investigadores en el área, si al entrenamiento en habilidades para la crianza se le adicionan los efectos beneficiosos del mindfulness orientados a la transformación de la relación de las figuras parentales con sus experiencias psicológicas y con el entorno, es razonable que diversos estudios muestren resultados superiores a los tratamientos tradicionales, tanto referentes a mejorías en los repertorios conductuales de los niños como en indicadores relativos a la salud mental y a la calidad de vida de sus cuidadores (Blackledge y Hayes, 2006; Fuller y Fitter, 2020).
ACT y el desarrollo de la flexibilidad psicológica y vincular
La terapia de aceptación y compromiso (ACT), define al sufrimiento psicológico como una paradoja intrínseca al ser humano: Dada nuestra capacidad de utilizar al lenguaje para el desarrollo de categorías, clasificaciones, formas de organización y de predicción, tendemos a fusionarnos con los juicios y valoraciones que adjudicamos a la experiencia. Así mismo, dado que en nuestra particular relación con los eventos privados, solemos tratar a los pensamientos, emociones y sensaciones dolorosas como problemas a resolver, tendemos a intentar evitarlos, prolongando e intensificando a mediano plazo el sufrimiento (Hayes, Strosahl y Wilson, 1999).
En coherencia con estas perspectivas, ACT focaliza el abordaje de los motivos de consulta con relación a procesos transdiagnósticos centrales involucrados en el sufrimiento psicológico. En este sentido, Coyne et al. (2011) explican que, en los problemas relacionados con conductas disruptivas poco respondedores a los tratamientos tradicionales, es posible observar una tendencia a la fusión cognitiva por parte de las figuras parentales con las experiencias psicológicas dolorosas evocadas por las situaciones conflictivas (como por ejemplo las autocríticas, sobre exigencias, juicios y valoraciones de la identidad del niño) y la recurrencia de repertorios de acciones orientados por la evitación experiencial. Entre estos últimos, es frecuente observar en la clínica un abanico diverso de reacciones, que abarcan la inconsistencia en la implementación de las habilidades de crianza, el distanciamiento físico y/o psicológico respecto al niño, la multiplicación de repertorios destructivos asociados al enojo secundario, entre otras.
Por estos motivos podemos ubicar, en desarrollos como los de Coyne y Murrell (2009), Backen Jones et al. (2016) y Whittingham y Coyne (2019), ciertos principios nodales basados en la Terapia de Aceptación y Compromiso, que operan sobre estos procesos en manera combinada con los programas de orientación a padres:
Procedimientos basados en la integración de la teoría del apego y la teoría del aprendizaje: Aunque por razones históricas de filiación escolástica y poca comunicación entre paradigmas, la teoría del apego y la teoría del aprendizaje han ofrecido propuestas aparentemente contradictorias acerca del desarrollo evolutivo y respecto a las recomendaciones para el abordaje de las conductas disruptivas, hoy suelen reconsiderarse sus aportes en manera interactiva. Desde esta perspectiva, se conceptualiza al apego como un vínculo promotor del desarrollo socio-emocional organizado a partir de un sistema de intercambio de señales entre niños y cuidadores, que tiende a estabilizarse a partir de aprendizajes sucesivos. Esto tiene consecuencias de importancia para la clínica: el enriquecimiento de los vínculos que promueven la conexión filial a la vez que la exploración graduada, posibilita el desarrollo de la perspectiva interpersonal, la regulación de las emociones y la ejercitación de repertorios parentales sensibles y efectivos; por ejemplo, el retiro de reforzadores orientado a favorecer la extinción de las conductas problemáticas, llevado a cabo en manera compasiva por parte de los cuidadores, así como la sintonía y la atención plena al reforzar los repertorios constructivos.
Desarrollo interactivo de competencias psicológicas y vínculos flexibles:La base conceptual de estos aportes, sustentada en el contextualismo funcional y en la teoría del apego, favorece la descripción de correlaciones fluidas entre el desarrollo de la flexibilidad psicológica parental, la sensibilidad y sintonía en el vínculo filial y la progresiva promoción de la flexibilidad psicológica en los niños. Vale decir, al conceptualizar desde ACT a la interacción entre padres e hijos, podemos entender a la flexibilidad psicológica como una propiedad emergente del contexto familiar.
Con este criterio es posible considerar que, al desarrollar esa apertura curiosa a las experiencias privadas dolorosas que es la aceptación por parte de los padres, aumentan las probabilidades de que se favorezca a su vez la aceptación de las experiencias dolorosas interpersonales y del niño en sí mismo. Una vez más, será de suma importancia señalar en este contexto que aceptación no significa sumisión, pasividad ni resignación. Consiste en cambio en la toma de contacto abierta con las experiencias, como paso previo para el accionar consciente y comprometido.
Así mismo, al promover defusión se flexibiliza la relación de los padres con sus pensamientos, emociones y sensaciones dolorosas, reduciendo el impacto de las mismas sobre el ejercicio de las competencias parentales, favoreciendo de esta forma el seguimiento flexible de las reglas lingüísticas y el desarrollo de la sensibilidad contextual por parte de los niños.
En coincidencia con las propuestas de la teoría del apego, el contacto con el presente por parte de las figuras parentales, favorece la sensibilidad al repertorio de señales intercambiado en el vínculo, la regulación de la emoción expresada en el entorno familiar, así como el progresivo desarrollo de habilidades de autorregulación por parte del niño.
Finalmente, el desarrollo del yo contexto, al promover un sentido de identidad como contexto estable de observación y participación, da lugar al ejercicio de perspectivas flexibles sobre los participantes, la diada y el vínculo filial. La capacidad de los padres para ponerse en el lugar de los hijos, a su vez incide en la regulación de las emociones y en el desarrollo progresivo de la perspectiva interpersonal por parte de los jóvenes.
Desarrollo de competencias parentales orientadas por valores: Es usual en los casos crónicos que las sucesivas crisis y altibajos dificulten una toma de contacto temprana por parte de los padres con situaciones reforzantes a raíz del proceso terapéutico. Más aún, en numerosas oportunidades el ejercicio de las competencias parentales flexibles suele ocasionar inicialmente picos de extinción y posibles explosiones emocionales, que los padres necesitan atravesar en vistas a alcanzar logros generales y estables. Es en este sentido que la elucidación de valores, dirigida a orientar el accionar parental efectivo y a favorecer la toma de contacto con metas graduales, adquiere una importancia primordial para el desarrollo de la motivación y la adherencia al tratamiento.
Ejercicios del tipo: “Imagina un día en el futuro de tu hijo. En él lo ves haciendo cosas que te ponen orgullosa, ya que demuestran cualidades que han logrado desarrollar a partir del vínculo filial. ¿Qué cualidades serian? ¿Cuál sería un primer paso, de aquí a un mes que te haría sentir que avanzamos en esa dirección? ¿Qué competencias de las que estuvimos practicando crees que te servirían para tales fines?”, tenderían a favorecer la implementación sostenida de las habilidades de crianza a partir de acciones comprometidas.
Se desarrollaría de esta forma, un contexto para el aprendizaje familiar en el que se promovería el seguimiento flexible de reglas, así como la progresiva toma de contacto por parte de los niños con sus preferencias personales, sus protovalores y finalmente con sus propios valores, que orientarían el desarrollo de accionares y vínculos comprometidos, en ese laboratorio natural para el desarrollo de la identidad y las relaciones interpersonales que llamamos adolescencia.
Al día de la fecha, un número progresivo de estudios de caso y estudios piloto parecen augurar buenas expectativas respecto a los efectos aditivos de ACT a los programas de orientación a padres en casos refractarios a los tratamientos tradicionales, a la par que estudios controlados con muestras más amplias se encuentran en desarrollo (Backen Jones et al., 2016; Whittingham y Coyne, 2019).
DBT: Transitando las dialécticas parentales
Los enfoques basados en la terapia dialéctica conductual (DBT) ubican predominantemente como objeto de estudio e intervención, a las vulnerabilidades de los niños que no han sido beneficiados por los tratamientos tradicionales. Basándose en la teoría biosocial, Harvey y Penzo (2009) identifican a un grupo de consultantes jóvenes que registran un patrón de alta reactividad, alta intensidad en la expresión de las emociones y un retorno lento a la calma. La intensidad de las experiencias emocionales de estos consultantes estaría determinada por la interacción entre posibles sensibilidades de base neurobiológica y el desarrollo de la crianza en ambientes invalidantes (es decir entornos en los que tiende a no reconocerse, a minimizarse y/o tergiversarse el valor de las experiencias psicológicas e inclusive, en manera integral a las personas en sí mismas).
En manera análoga a la constitución frecuentemente interactiva, entre consultantes y familiares de los ambientes invalidantes, se entiende que la desregulación emocional de los jóvenes, suele interrelacionarse con la posible desregulación emocional y otras vulnerabilidades psicológicas de las figuras parentales (Ben-Porath, 2010). Es por eso que, de acuerdo a Perepletchikova (2018) la intervención directa sobre el comportamiento del consultante joven tiene una relevancia relativa, hasta tanto los padres no adquieran competencias orientadas a la auto y heteroregulación emocional y al análisis y la modificación de las conductas problemáticas.
En este sentido la autora, destaca la vulnerabilidad de estos niños nominándolos “supersensibles” y al complejo rol de los padres como el de “superbomberos”, que asisten en la resolución de las crisis y como consultores o coterapeutas del niño, en tanto modelan la resolución de problemas y las estrategias efectivas para la regulación de las emociones.
En sintonía con estas propuestas, autores como Harvey y Penzo (2009) señalan como ejes principales del abordaje al análisis funcional de las conductas-problema, la incorporación de las dialécticas parentales que orientan la crianza efectiva, la comprensión de las vulnerabilidades y necesidades de los niños y el interjuego entre la validación y la modificación conductual desarrollado por los adultos responsables.
Para alcanzar estos propósitos, la parentalidad efectiva con relación a los niños con desregulación emocional, requerirá de los adultos responsables la práctica de competencias como la identificación de prioridades y la definición de metas, la participación en las interacciones a partir de la atención plena y el desarrollo de acciones efectivas orientadas a partir de esa forma de equilibrio entre la lógica racional y la información provista por la experiencia emocional que el modelo denomina “mente sabia” (Linehan, 1993).
Tal como destaca Ben-Porath (2010), el trabajo con la propia desregulación emocional de los adultos involucra especialmente la práctica de habilidades de conciencia, habilidades para el reconocimiento y el etiquetado emocional y finalmente el aprendizaje de repertorios enmarcados en la denominada “acción opuesta”. De acuerdo a Linehan (1993), estos últimos consisten en el desarrollo de patrones de respuesta que no retroalimentan la expresión emocional destructiva, favoreciendo por el contrario su paulatina regulación. Algunos ejemplos típicos, correspondientes al abordaje parental de las situaciones de conflicto podrían ser responder en manera asertiva al experimentar tristeza, exponerse gradualmente ante la experimentación de ansiedad, contactar con las vulnerabilidades personales cuando podría ser efectivo ante situaciones asociadas con el enojo, entre otros.
De acuerdo a Perepletchikova (2018), los progresos en el desarrollo de habilidades, tanto para los niños afectados como para sus cuidadores, podrían darse de dos maneras:
En “modo real”, es decir implementando las habilidades parentales en las situaciones problemáticas, promoviendo a partir de las mismas el desarrollo de competencias para la regulación emocional por parte de los niños.
En “modo como si”, ya sea procesando reacciones problemáticas y repasando repertorios alternativos, realizando la práctica de habilidades a partir de role playing y/o anticipando situaciones de crisis decidiendo planes de acción efectivos.
Por último y quizás como aspecto central de los abordajes DBT para la desregulación emocional en niños y en figuras parentales, es importante destacar que dado el carácter intenso de las situaciones de conflicto y las crisis afrontadas por estos grupos familiares, se promueve la superación de las perspectivas y reacciones extremas a partir del desarrollo de síntesis dialécticas más efectivas (Harvey y Penzo, 2009):
Aceptación del niño y de las dificultades, a la vez que se mantiene la esperanza en los cambios
Establecimiento de un contexto de apoyo para los niños, a la vez que se promueve en manera gradual su independencia
Establecimiento de límites útiles para la convivencia, a la vez que se promueve un margen evolutivamente adecuado para las elecciones personales.
Identificación de prioridades y actuación en relación con las mismas, a la vez que se dejan ir las situaciones de conflicto accesorias.
Comprender que, tanto los niños como sus figuras parentales hacen lo mejor posible. Y que sería bueno que lo hagan, cuando es necesario y en la medida de lo posible, cada vez mejor.
Fuente: psyciencia.com/
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