¿Heredamos las manías, los defectos o las habilidades extraordinarias de nuestros antepasados? ¿Crees que una persona puede transmitir a sus hijos la angustia emocional que ha sufrido a lo largo de su vida? La ciencia nos ofrece respuestas interesantes.
En el 2013 se llevó a cabo un curioso experimento con ratones. Se entrenó a un grupo de ellos para que desarrollaran aversión a un tipo de olor. Más tarde, cuando estos animales tuvieron descendencia, se descubrió que las crías sentían la misma angustia hacia ese tipo de estímulo oloroso. Dicho de otro modo, habían heredado el miedo de sus padres sin haber tenido la misma vivencia.
Entendemos la memoria genética como ese fenómeno en el que un individuo hereda recuerdos o habilidades sin haber estado expuesto antes a ningún tipo de experiencia. Sabemos que este hecho se aprecia en el reino animal. Es como si determinadas vivencias traumáticas quedaran impresas en el código genético de una especie, con el fin de facilitar la supervivencia de la siguiente generación.
Ahora bien, ¿sucede lo mismo en el ser humano? ¿Heredamos también nosotros los miedos de nuestros padres o abuelos? ¿Es la vida de nuestros ancestros una especie de “prólogo” que configura nuestra propia historia? Empezaremos señalando que este tema aún resulta polémico para numerosos científicos. Sin embargo, ya podemos clarificar algunos datos.
Nuestro genoma tiene un sistema que puede almacenar el impacto de determinadas experiencias de nuestros ancestros. Esto puede ayudarnos o volvernos más vulnerables a la hora de afrontar determinadas situaciones.
Nuestros genes tienen impresos los factores ambientales a los que estuvieron expuestos nuestros padres.
¿Qué es (y qué no) es memoria genética?
Cuando hablamos de memoria genética es común caer en más de un error. Para empezar, el ser humano no puede almacenar recuerdos vividos por sus antepasados. Ninguno de nosotros podemos, por ejemplo, evocar lo que vivió nuestra abuela en su infancia o lo que le sucedió a nuestro padre cuando cumplió los cuarenta.
Ahora bien, lo que puede transmitirse de una generación a otra es la impronta emocional de una experiencia traumática sostenida en el tiempo. Hemos hablado al inicio del experimento de los ratones. Fue la Universidad de Emory, en Atlanta quien demostró en un estudio que ciertas vivencias adversas en los ratones alteraban la estructura neuronal en su descendencia, hasta el punto de heredar el mismo miedo.
Algo parecido sucede en las personas. Sabemos que las situaciones de angustia y estrés crónico de los padres dejan una impronta en el material genético de las nuevas generaciones. Un trabajo publicado en el Biological Psychiatry nos habla sobre cómo el estrés de un hombre puede afectar a genéticamente a sus hijos, hasta el punto de hacerlos más vulnerables a la adversidad.
Como seres vivos, todos llevamos con nosotros una huella genética de lo vivido por nuestros familiares. Así, determinados hechos pueden variar los genes y con ellos el fenotipo de un organismo. Es decir, nuestra fisiología y conducta.
Las experiencias positivas y negativas mantenidas en el tiempo trazan diferentes perfiles de expresión génica en diversas áreas del cerebro asociadas con la memoria a largo plazo. Sin embargo, el modo en que esa impronta emocional se hereda genéticamente a otra generación es un proceso que aún no entendemos.
La epigenética y el caso de los supervivientes del Holocausto
A la hora de entender la memoria genética es imprescindible hablar de la epigenética. Este concepto hace referencia, precisamente, a cómo las experiencias de un individuo pueden cambiar la forma en que se expresa su ADN, y cómo esa variación puede transmitirse a la siguiente generación.
Es decir, lo que se produce es una variación en los genes, pero sin llegar a alterar el propio código del ADN. Cambian algunas etiquetas químicas y eso puede hacer que nuestra adaptación al entorno sea mejor… O peor. De este modo, un ejemplo llamativo de la transmisión epigenética está en lo que conocemos como traumas intergeneracionales.
Para ilustrar este fenómeno podemos recurrir a uno de los hechos más estudiados: el impacto de la Segunda Guerra Mundial. Una investigación realizada en Israel por el doctor Natan Kellermann habla de cómo lo vivido por los supervivientes del Holocausto no se quedó solo en sus mentes y sus cuerpos. Ese sufrimiento trascendió. Y lo hizo en las generaciones posteriores.
Lo llamativo es que, mientras algunos descendientes evidencian mayor vulnerabilidad al estrés, otros son más resilientes. Cada persona afrontó de un modo aquellas vivencias extremas. Así, dicha actitud y mecanismos de afrontamiento fueron heredados por sus hijos.
La psicobióloga Bea Van Den Bergh afirma que sufrir altos niveles de estrés y ansiedad durante un tiempo determinado puede “reprogramar” ciertos sistemas biológicos en los fetos, predisponiéndolos a sufrir trastornos mentales.
Lo que nos legaron nuestros antepasados
El lenguaje puede considerarse, en parte, como un rasgo parcial de la memoria genética. Todos nosotros estamos predispuestos a la comunicación gracias al desarrollo evolutivo y fisiológico de nuestros antepasados. Pero no solo eso. Aunque se sabe que no hay una predisposición genética para que un niño hable el idioma de sus progenitores, si hay un pequeño aspecto que podemos apreciar.
Hay estudios que nos demuestran cómo idiomas como el mandarín y el vietnamita (en los que el tono es decisivo) se aprecia una variación en el gen para favorecer esa correcta pronunciación. Por ejemplo, la consecuencia sería que fuera más fácil para un bebé nacido en Vietnam aprender la tonalidad requerida para dicho idioma que otro nacido en Buenos Aires.
En resumen, nuestros antepasados nos legaron aspectos de lo más asombrosos, algunos extraordinarios y otros menos amables, es cierto. Ante esta evidencia solo cabe añadir un matiz. Lo biológico nos predispone y lo ambiental, a menudo, nos determina. Esto significa que, si bien uno puede heredar el estrés paterno, la predisposición no es del 100 por ciento. Hay un riesgo, no una causa-efecto.
Sin embargo, vivir en un ambiente familiar marcado por el abuso y el maltrato constante sí tiene un efecto directo en el ser humano. Pocos salen ilesos de un trauma de infancia, aunque ello no significa que seamos eternos cautivos de ese sufrimiento. Siempre hay recursos, estrategias y apoyo que podemos solicitar para tratar esas heridas del ayer.
Heridas que conviene sanar para no transmitir a nuestros hijos.
La Mente es Maravillosa.-
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