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Caleidoscopio
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Amor y muerte a la sombra de Marx

El creador del materialismo dialéctico dedicó su talento a estudiar la sociedad de su tiempo y a trazar las líneas de su transformación revolucionaria; pero también, de manera menos conocida, a censurar los arrebatos de un caribeño oscuro y gozador sobre Jenny Laura, su hija más querida.

Carlos Marx fruncía el ceño no solamente ante los burgueses, sino ante un marxista con puntos de anarquista que no le caía del todo bien por "criollo" mezclado con africano, como era Paul Lafargue, nacido en Santiago de Cuba, al que prometió aplicarle un puñetazo en la cabezota "criolla"; pero ni así consiguió cambiar el rumbo de la firme preferencia de Laura, que fue decisiva.

Los adversarios de Marx, que a falta de razones tantas veces empuñan confusiones, citan a veces una frase del "Moro": "yo no soy marxista", como prueba del presunto arrepentimiento final del autor. Pero no hay tal arrepentimiento; Marx dijo "si esto es marxismo, yo no soy marxista" después de leer un libro de Lafargue, que pretendía ser su yerno. En el “Elogio de la pereza” Lafargue decía entre otras cosas: “El fin de la revolución no es el triunfo de la justicia, de la moral, de la libertad, y demás embustes con que se engaña a la humanidad desde hace siglos, sino trabajar lo menos posible y disfrutar, intelectual y físicamente, lo más posible. Al día siguiente de la revolución habrá que pensar en divertirse”.

Para Paul el trabajo no era el objetivo máximo de la clase obrera, sino el placer. Nadie debería trabajar más de tres horas, “holgazaneando y gozando el resto del día y de la noche. En la sociedad capitalista, el trabajo es la causa de toda degeneración intelectual, de toda deformación orgánica”.

Cuando tomó nota de los avances de Paul sobre Laura, y del entendimiento entre ambos, de los repudiables "toqueteos en público", Carlos Enrique, con cierta dosis de moralina que no solía usar en otros escritos, le dijo por carta: "La intimidad excesiva está fuera de lugar", y "es mi deber interponer mi razón ante su temperamento criollo". No hubo razón que valga, por supuesto gracias a Laura, que por lo demás adoraba a su padre.

Su colaborador y amigo industrial, Federico Engels, pudo convencer a Marx de internarse en Londres para tratarse de los muchos males que sufría, que finalmente lo matarían. Desde el hospital Marx le escribió a Laura: “Ese maldito de Lafargue me está atormentando con sus ideas y modales, y no va a dejarme en paz hasta que no le siente bien el puño en su cabeza de criollo”.

Parece que ser criollo era el pecado capital de Lafargue, el mismo que Marx, fuera de su ámbito familiar, encontró también en Simón Bolívar.
Paul había nacido en Cuba en una familia rica de ex esclavistas españoles. Viajó con sus padres a Francia cuando tenía seis años. Se hizo ciudadano francés y revolucionario. Conoció a Marx, y mejor todavía a Laura, y se hizo marxista. Estudió medicina en Inglaterra cuando lo expulsaron de Francia. Fue médico pero nunca ejerció: prefirió la lucha revolucionaria.

Laura y Paul se casaron a pesar de Marx en 1868. Tuvieron tres hijos, pero todos murieron pequeños. El 26 de noviembre de 1911 ambos entraron felices y enamorados como siempre a un cine en París porque esa noche tenían una cita muy diferente de las demás. A la salida, disputaron sobre comprar hojaldres, que prefería Laura, o confituras almibaradas, del gusto de Paul. Finalmente, cada uno compró lo que prefería y caminaron juntos hacia su casa en un suburbio. Comieron y bebieron té con cianuro de potasio. La intención inicial era una inyección de ácido cianhídrico, pero la cambiaron. Al día siguiente, advirtiendo que no se levantaban temprano como de costumbre, el jardinero golpeó a la puerta y entró. Ambos estaban muertos abrazados sobre la cama matrimonial. El tenía 69 años y ella 67.

Junto a Paul había una carta dirigida a su sobrino en la que se refería a su muerte, pero no a la de Laura: "Estando sano de cuerpo y espíritu, me quito la vida antes de que la implacable vejez me arrebate uno después de otro los placeres y las alegrías de la existencia, y de que me despoje también de mis fuerzas físicas e intelectuales; antes de que paralice mi energía, de que resquebraje mi voluntad y de que me convierta en una carga para mí y para los demás. Hace ya años que me prometí a mí mismo no re­basar los setenta años. Por ello elijo este momento para despedirme de la vida, preparando para la ejecución de mi resolución una inyección hipodérmica con ácido cianhídrico. Muero con la alegría suprema de tener la certidumbre de que, en un futuro próximo, triunfará la causa por la que he luchado durante 45 años. ¡Viva el comunismo! !Viva el socialismo internacional!".

Laura amaba la vida intensamente, era delicada y sensible, sin dudas gracias también a la influencia paterna. Pero sabía que no podría vivir sin Paul. Ella no dejó explicación, pero se puede conjeturar algo de una carta a Engels, su padrino, que hizo al matrimonio heredero de todos sus bienes.

“No es cuestión de vida o muerte, está robusto y en buena salud. ¿Cómo podría hacer de otro modo el trabajo que nuestro querido Moro le dejó?

¿Y quién lo haría si usted cayera gravemente enfermo? Es demasiado terrible de pensar... Si se hubieran tomado medidas inmediatas, y hubiera podido serlo en el caso de mi hijo Étienne, él viviría hoy y tendría catorce años. Eso me recuerda el día de mi cumpleaños, ¡hace algunos días llegué a los 38 años! ¿No es escandaloso? ¡Jamás pensé en que viviría tanto! Y nadie me ha felicitado".

Lenin se sintió muy conmovido, sobre todo porque la muerta era hija de Marx, y viajó a París para hablar en el sepelio de la pareja. Luego dijo a su mujer que un socialista se debe al partido y no debe suicidarse mientras pueda aportar algo, ser mínimamente útil, aunque sea con un artículo o un consejo. ¿Se puede interrogar el alma de un suicida?
De la Redacción de AIM.

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