El antropocentrismo, que parece natural desde el Renacimiento europeo, es la concepción que otorga máximo valor y significación a la condición humana, y tiende como contrapartida a desvalorizar a los demás seres.
El etnocentrismo es otra idea que va por el mismo camino del antropocentrismo pero no es todavía racista. Valora el grupo a que cada uno pertenece y admira sus realizaciones, y se contrapone a los grupos exteriores, que desvaloriza.
La xenofobia añade un comportamiento excluyente en base a la conservación de un espacio social sin la presencia de individuos de otros pueblos o culturas.
El racismo va mucho más lejos. Valora de manera definitiva diferencias biológicas, más imaginadas que reales, a fin de justificar privilegios y agresiones contra sus víctimas.
El racismo supone relación entre la biología, sintetizada en los genes, y las características intelectuales o morales; afirma que todos los miembros de una raza poseen esas cualidades; y que de ellas deriva la existencia de razas superiores e inferiores. Las superiores están autorizadas a dominar, explotar o destruir a las inferiores si es necesario, aunque esta no sea la consecuencia lógica de sus presupuestos, ya que de la misma manera se podría concluir que los supuestos “inferiores” se deben proteger y defender.
Es evidente que existen diferencias entre los seres humanos. Son evidentes en el color de la piel, el cabello, la constitución física, los gestos y formas. Fundado en estas diferencias, el racismo occidental creó una ideología de la dominación que no es originalmente una actitud, un sentimiento ni una conducta.
Hay un racismo popular basado en la sensibilidad y percepción empírica de las características físicas elevadas a definición de raza. Este racismo conserva su sensibilidad y no rechaza la piedad, pero el racismo científico se basa en el patrimonio genético oculto e imperceptible a los sentidos. Los judíos alemanes no se distinguían de sus compatriotas alemanes, pero el nazismo provocó un genocidio al elegir el patrimonio genético como determinante racial.
Los partidarios del nacionalsocialismo no eran especialmente personas malvadas o trastocadas; eran en su mayoría obedientes ciudadanos y padres de familia que escuchaban a sus científicos, filósofos, médicos y políticos. Se limitaron a cumplir órdenes para «limpiar» la sociedad y depurar la «superior» raza aria, siguiendo una ideología que se les aparecía como indiscutible.
Los judíos ya no eran semejantes, ya no eran humanos, eran inferiores y por el bien de la humanidad estaba justificado el genocidio.
Aquí es donde radica el racismo: en hacer ver a los semejantes como diferentes para romper el sentimiento de empatía, hospitalidad, piedad, curiosidad o amor que sentimos por los otros. Y es aquí donde hay que insistir y recordar que el racismo no constituye una extraña caída de la humanidad en la irracionalidad sino que es un fenómeno genuinamente moderno, una enfermedad de nuestra civilización, es una posibilidad abierta por la racionalidad científica, burocrática y técnica de nuestras sociedades, la cara oscura del progreso, la némesis de la modernidad.
Occidente, a diferencia del Oriente tradicional, no tiene fundamento doctrinario firme y seguro que lo ampare de los numerosos vaivenes que ha sufrido a lo largo de su historia y que desde el Renacimiento lo viene transformando en una máquina de hacer desastres en todo el mundo, desde el “descubrimiento” de América hasta la guerra del opio en la China y las “guerras preventivas” de Bush, pasando por el holocausto.
Christian Delacampagne en “Racismo y Occidente”, dice que Occidente, falto de un mito de los orígenes sólido, unificado y coherente que explique su personalidad colectiva en base a esencias y raíces homogéneas, inventó en cada momento histórico diferentes formas de predestinación a la más alta condición humana, que comportaron la reducción a la inferioridad a las culturas y pueblos milenarios de su “periferia”.
Es clarísimo como Octavio César Augusto encargó a Virgilio un mito que diera legitimidad a Roma y cómo Virgilio contestó con la Eneida, el gran poema que emparienta a los romanos con los griegos y remonta su linaje a Troya.
Por supuesto que los mitos, que son la degradación del saber simbólico, no pueden sobrellevar esta tarea sino muy pobremente; pero los romanos, antecesores de los occidentales, ya en aquella época eran concientes de su falta de unidad original y no sabían como resolver el problema. Actuaban como los plebeyos que compraban un título nobiliario y defendían la autenticidad de su linaje con tanta fiereza que por eso nomás se sabía que era falso.
En los orígenes de la cultura grecolatina se delimita al bárbaro y se legitima el esclavismo, así como la exclusión total de la mujer en el rol activo de la sociedad. Estas primeras formas de mentalidad racista se acompañan de la cristalización del mito de la autoengendración del pueblo griego sin la intervención e influencia de ninguna cultura anterior. Nosotros, en la medida que repetimos las maravillas del “milagro griego” y los consideramos fuente de toda la ciencia, la filosofía y la razón, nos hacemos cómplices de aquel mito racista, patriarcal y xenófobo.
Esta autoengendración es concebida como de origen masculino, hecho que situará en un mismo tronco común las primeras construcciones racistas de la alteridad y las primeras formas de legitimación mítica de la discriminación sexista. A partir de ahora, racismo y sexismo irán de la mano.
En la Edad Media, la mentalidad racista encontrará su apoyo fundamental en la religión, que se ve que no puede tampoco darle a occidente lo que le falta, así como “lo que Natura non da, Salamanca non presta”.
La pertenencia a la cristiandad indicará pertenencia a la religión “verdadera”, fuera de la cual no hay salvación. Aparecerá el concepto de pagano y el de infiel. El cristianismo legitimará la necesidad de sumisión y conversión de los otros pueblos paganos y otras religiones infieles. Habrá cruzadas e inquisiciones. El musulmán será el infiel; la mujer el cuerpo del pecado, la concubina del diablo.
En el Renacimiento, con la expansión del mundo occidental y la colonización del llamado "Nuevo Mundo" quedará firmemente sellada la mentalidad occidental racista, machista, antropocéntrica, limitada, ignorante y presuntuosa, que apenas ha cambiado a lo largo de los siglos.
El encuentro con el denominado salvaje será crucial para afirmar la “superioridad” ética y tecnológica del hombre blanco y lo justificará para la labor “civilizadora” y la misión “salvadora de almas”, mucho más salvaje que nunca fueron los salvajes.
El continente americano será un buen laboratorio para la doctrina racista. El tráfico de esclavos negros, las encomiendas de indios, las plantaciones y minas en base de esclavitud crearán la base de una sociedad fuertemente clasista y racista. Entonces las evidentes diferencias religiosas y de costumbres y del color de la piel sellarán la permanencia de unos caracteres físicos sobre los que justificar la discriminación. "Eres negro, eres indio, eres mestizo, por tanto eres inferior, eres menor de edad, nos perteneces, necesitas de nuestra protección, te daremos un trabajo de esclavitud de por vida y tendrás que adorar a nuestro Dios. Tal es nuestra misión". Y tal es el lenguaje que reconocemos todavía.
Cuando los haitianos, primeros americanos del Sur que se independizaron, preguntaron por las ideas de libertad de la revolución francesa, les dijeron en la metrópolis que no debían pensar que se aplicaban a esclavos negros.
Antes, el inventor de la democracia moderna, Montesquieu, decía que los negros tenían la piel tan oscura y la nariz tan aplastada que no se podía pensar que Dios haya puesto alma en ellos.
A principios del siglo XX Estados Unidos invadió Haití, destruyó los archivos históricos, apresó al presidente, disolvió el parlamento y lo sustituyó por otro que aprobó leyes por las que las empresas norteamericanas podían comprar en Haití lo que se les ocurriera y como se les ocurriera. Es el tratamiento apropiado para negros esclavos según la lógica racista imperial y debe ser aleccionador para ellos.
Occidente sigue fiel a su racismo, su etnocentrismo, a su infancia doctrinaria que ha llegado a convertirlo en una sociedad senil que nunca dejó de ser infantil.
Antes del terremoto de Haití, diplomáticos alemanes, asombrados por la pobreza del país, concluyeron que se debía a la superpoblación, producto a su vez de la incontinencia sexual de los negros. Pero Haití no está más superpoblado que Alemania, lo que no se debía poner en cuestión como tampoco ninguna incontinencia de los germanos, ni sexual ni cervecera.
Con la revolución industrial y la expansión colonial aparecerá en el siglo XIX otra ola racionalista y cientificista tributaria de la Ilustración, que querrá atribuir fundamentos biológicos a las diferencias étnicas y culturales entre los pueblos y defenderá la base genética de las diferencias entre razas superiores e inferiores, proponiendo como modelo el desarrollo tecnológico.
El racismo como ideología de dominación servirá para legitimar la servidumbre del dominado en función de características propias irreductibles y permanentes, y no en función de una relación de opresión respecto del dominador, que sería más incómodo y siempre cuestionable si los factores de esa dominación cambian.
Por eso el hombre blanco será el sujeto y el actor de la historia (Hegel), mientras que el dominado será objeto pasivo, estigmatizado de por vida, sin ningún proyecto colectivo; sólo servirá como elemento de conversión, de explotación o de eliminación si no interesa a los planes de la raza superior.
Actualmente, en la crisis económica, Occidente reacciona como siempre con xenofobia y racismo, masacrando a los “extranjeros” o erigiendo murallas para mantenerlos “del otro lado”.
El imperio de Roma pereció como consecuencia lejana de la importación de mano de obra esclava para sus plantaciones en el sur de Italia tras la enorme derrota militar de Cannas, infligida por el cartaginés Aníbal Barca. Esos esclavos traídos de todos los rincones del imperio fueron el fermento del cristianismo, que junto con los bárbaros dieron siglos después los golpes finales a Roma.
Hoy el mundo desarrollado sufre la importación de elementos traídos de la periferia y de la imposición luego al Tercer Mundo de un modelo de expropiación, de extractivismo intensivo. Como resultado estos países entraron en el subdesarrollo, en la regresión económica, en la pauperización de la sociedad y también en guerras intestinas.
Ahora, Europa y Norteamérica sufren una presión inmigratoria de millones de personas que huyen de sus países y buscan en el “paraíso” europeo un bienestar y un posible desarrollo económico.
En estas condiciones, el miedo al “otro” da nueva vida al racismo. Miedo a que cambien las formas sociales, el mapa tradicional de relaciones e intercambios. Ante esto, nuestras sociedades se estancan y se vuelven impermeables.
Al fin de la segunda guerra mundial Paul Valery advertía a los occidentales. “hemos hecho neciamente que las fuerzas sean proporcionales a las masas”. Y los planificadores norteamericanos, por la misma época, advertían que su país surgía como la gran potencia mundial que tenía el 5% de la población y el 50% de la riqueza mundial. Esa situación generaría “rencor” de los pobres contra ellos y para prevenirlo y mantener el desequilibrio trazaron un plan racista y terrorista que se vio en Corea, Iberoamérica, Vietnam, Afganistán, Iraq, Palestina y lo que vendrá.
Hoy, como decía Alain Touraine, Occidente carece de objetivos y de capacidad de integración, lo cual supone que cada uno mira sólo por sus intereses, que se preocupa únicamente de su identidad y de sus diferencias con respecto a los demás.
Nos encontramos con un Occidente en crisis y conservador, protegiendo lo poco que le queda y en decadencia. En pocos años es probable que ya no exista polo único de desarrollo y que el eje del dinamismo se desplace a otros países orientales o americanos.
De la Redacción de AIM
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