Maruja no tenía edad.
De sus años de antes, nada contaba. De sus años de
después, nada esperaba.
No era linda, ni fea, ni más o menos.
Caminaba arrastrando los pies, empuñando el plumero, o la
escoba, o el cucharón.
Despierta, hundía la cabeza entre los hombros.
Dormida, hundía la cabeza entre las rodillas.
Cuando le hablaban, miraba el suelo, como quien cuenta
hormigas.
Había trabajado en casas ajenas desde que tenía memoria.
Nunca había salido de la ciudad de Lima.
Mucho trajinó, de casa en casa, y en ninguna se hallaba. Por
fin, encontró un lugar donde fue tratada como si fuera
persona.
A los pocos días, se fue.
Se estaba encariñando.
Fuente: Los Hijos de los Días de Eduardo Galeano.-
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