El 8 de marzo, hace 129 años, nació en Melo, en el departamento Cerro Largo, en el norte del Uruguay, Juana Fernández Morales, con el tiempo Juana de Ibarbourou, consagrada luego "Juana de América", una de las poetas más reconocidas y admiradas de nuestro continente.
Cuando nació Juana, Melo era una pequeña población a unos 50 kilómetros de la frontera brasileña y a 1500 años luz de la constelación de Orión, las Tres Marías, con las que ella soñó toda su vida en medio de tribulaciones incontables.
La imaginación insólita de Juana la orientaba como a un Norte prodigioso a las estrellas de Orión, Rigel, Bellatrix y la gigante roja Betelgeuse. Ella intuía quizá el imán que Orión ha sido para los pueblos antiguos. Las pirámides de Giza en Egipto, por ejemplo, están orientadas en el suelo siguiendo el modelo cósmico del cazador mítico Orión.
Juana era hija de un gallego inmigrante, Vicente Fernández, y de una bisnieta de andaluces, Valentina Morales, radicados ambos en Melo, donde ella conoció tanto los azahares como el mestizaje de la frontera, al que debe posiblemente su sensualidad, que le valió el reconocimiento de Miguel de Unamuno: “Una mujer, una novia, aquí, no escribiría versos como los de usted aunque se le vinieran a las mientes y si los escribiera no los publicaría y menos después de haberse casado con el que los inspiró (…) Por eso me ha sorprendido gratísimamente la castísima desnudez espiritual de las poesías de usted, tan frescas y tan ardorosas a la vez”, escribió Unamuno en una carta que le envió tras leer el primer libro de Juana, "Lenguas de Diamante".
Juana se convirtió en Montevideo, donde se radicó tres años después de casada, en una especie de aristócrata en una sociedad casi provinciana. La reina del camdombe, la "diosa" negra Fermina Gularte, la recordó como una visita de otro mundo al orfelinato donde vivió de niña. Allí Fermina le dijo que de grande iba a ser bailarina, un deseo con que trataba de vestir su desamparo. Recibió de Juana un gesto de atención, comprensión y ternura que nunca olvidaría porque superó las diferencias implicadas en los guantes, el vestido, el perfume, el sombrero, el modo de hablar, de caminar.
Juana murió en 1979, durante la dictadura militar que se abatió sobre la "Suiza americana" de su niñez, en una casona vieja, húmeda y sombría de la avenida 8 de Octubre de Montevideo, donde la mantuvo encerrada su hijo, aunque ella no quería salir. No quería que nadie viera su imagen anciana, ni ella misma. "Eterna al sol la brisa juvenil" dijo Jorge Guillén, y Juana sentía que el sol de la infancia brillaba eterno en un Melo mítico, tan lejano como Orión. Nunca aceptó su vejez ni la imagen que impuso en ella, quizá porque quería seguir envuelta en la luz de antaño.
La mujer adulta conoció el mal trato a través de su marido, el capitán Lucas Ibarbourou, y de su hijo. Posiblemente ninguno de los dos pudo entenderla ni perdonar la gracia de la creación de que estaba dotada. Ellos penosamente no entendían su lenguaje: "Qué perfume usas? -¡Ninguno, ninguno! Te amo y soy joven, huelo a primavera...".
Su obra brota de la sensualidad, todo es olor, sabor, color, amor, pero no intelecto, religión ni filosofía: era un alma sincera, que se expresaba íntegra en un desborde de vitalidad.
La vida la obligó a sufrir en silencio la distancia que había entre el mundo que experimentaba sencillo, cálido y vital, y el chato y vulgar, frío, prosaico y sin gracia que la rodeaba por todas partes, empezando por su casa.
Por la ancha avenida de esa diferencia reaparecen Las Tres Marías, Orión mostrando inmutable el alto camino de su vida.
El mundo que no la abandonó nunca está presente en Chico Carlo, recuerdos de Melo. Un cuento contenido en ese libro no deja dudas: Juana describe cómo veía de niña las manchas de humedad en las paredes de su habitación. "En esa mancha yo tuve todo cuanto quise: descubrí las Islas de Coral, encontré el perfil de Barba Azul y el rostro anguloso de Abraham Lincoln, libertador de esclavos, que reverenciaba mi abuelo; tuve el collar de lágrimas de Arminda, el caballo de Blanca Flor y la gallina que pone los huevos de oro; vi el tricornio de Napoleón, la cabra que amamantó a Desdichado de Brabante y montañas echando humo de las pipas de cristal que fuman sus gigantes o sus enanos.
-Mamita, mira aquel gran río que baja por la pared. ¡Cuántos árboles en sus orillas! Tal vez sea el Amazonas. Escucha, mamita, cómo chillan los monos y cómo gritan los guacamayos.
Ella me miraba espantada:
-¿Pero es que estás dormida con los ojos abiertos, mi tesoro? Oh, Dios mío, esta criatura no tiene bien su cabeza, Juan Luis.
Pero mi padre movía la suya entre dubitativo y sonriente, y contestaba posando sobre mi corona de trenzas su ancha mano protectora:
-No te preocupes, Isabel. Tiene mucha imaginación, eso es todo.
Y el propio Chico Carlo, un niño compañero de juegos, aparece entrañablemente comprendido en sus desplantes y perdonado en sus travesuras ariscas: "¡Chico Carlo! Fue mi compañero de toda la infancia, mi doble con pantalones, y la agilidad a veces maligna de un gato montés. No sé por dónde, ni adónde, se lo llevó la vida".
"Era rebelde, despectivo, silencioso y huraño. Me guardaba todas sus golosinas, con ese desprendimiento heroico del cariño que se complace en dar y en sufrir.
Y yo las aceptaba con la sencillez egoísta con que los seres débiles aceptan el espontáneo sacrificio de los fuertes. Nunca se me ocurrió pensar que él se privaba de cosas que quizá también le gustaban mucho. Cuando más, algún día, con la boca llena preguntábale:
-¿Querés un pedacito, Chico Carlo?
Y él, haciéndose el grande, decía hosco, encogiéndose de hombros: - Ni falta que me hacen esos merengues. Cómetelo todo vos, que sos mujer".
De la Redacción de AIM.
Dejá tu comentario sobre esta nota