La sabiduría prefiere comprender y aceptar la naturaleza a luchar contra ella y dominarla; pero la modernidad no entiende esa tonada, canta otras más ruidosa, ´más vendedora y más prometedora, que se lleva todo y no deja nada. Hace algunas décadas,. el mundo entró en la era del predominio del capital ficticio como realidad suprema sin discusión, la ilusión sin remedio.
Los “derivados financieros”, a pesar de ser invisibles para la mayoría, se han vuelto tan pesados que amenazan con aplastar al mundo, con provocar una catástrofe global.
El capital no puede crecer sin límites sin explotar al trabajo. Pero la explotación del trabajo vivo tiene la barrera de la expansión del trabajo muerto, -la automatización o robotización-, el reemplazo del trabajador por la máquina. Otro límite, cada vez más presente y menos salvable, es el agotamiento de los recursos y la crisis ecológica que la explotación de la naturaleza está provocando.
Los derivados financieros, una creación predilecta del sistema bancario mundial, suman alrededor de 1,2 trillones de dólares, es decir, la cifra 1,2 seguida de 18 ceros, una cantidad difícil de imaginar.
Marx llamó “capital ficticio” al representado por los pagarés, bonos, títulos y acciones, instrumentos del sistema de créditos.
A pesar de ser ficticio, este capital ensancha el terreno de los negocios y por algún tiempo favorece la producción. No obstante, termina mostrando su naturaleza cuando rompe la cadena de créditos y de deudas y pone fin dolorosamente a especulaciones fundadas en esos créditos y deudas.
Según cálculos económicos, si los 1,2 trillones de dólares de los derivados financieros mundiales rindieran una ganancia módica del uno por ciento anual, los especuladores podrían demandar todos los billetes en manos del público del mundo 579 veces, o todos los depósitos a la vista 326 veces, o todos los plazos fijos sumados a los depósitos a la vista 133 veces; podrían comprar todas las acciones de las bolsas del mundo 164 veces. Podrían pagar todas las deudas de todo tipo del mundo entero 55 veces y comprar todas las viviendas, oficinas, tiendas, hoteles, fábricas y tierras agrícolas del mundo 56 veces.
Dioses y diablos
Como estos negocios no son posibles porque los bienes por comprar no existen resulta clara la enormidad de la distorsión a que estamos sometidos y se vislumbra un límite en que el estiramiento terminará en rotura.
Estamos inducidos a creer y confiar en esta ilusión como en un dato sólido, inmodificable, como si un mago negro hiciera aparecer una realidad absoluta que nos fascinara el criterio en la misma medida que el dinero ficticio.
Es la razón del sometimiento y la dominación que solemos atribuir a malos políticos, a conductas sin ética o a la corrupción sistémica. Contra ellas se proponen soluciones que son las únicas que acepta el poder y dejan todo como está, pero pueden consolar a los creyentes, son confortables para los moralistas y pueden aliviarlos, producirles alguna satisfacción y hasta cierta elevación de cátedra, púlpito o tribuna.
La financiarización está cada vez más distante de la economía productiva, pero no puede divorciarse del todo de ella y establecerse como reino autónomo si no quiere perder su peso sobre la realidad, donde no deja de estar su razón de ser.
Crecer sin parar
Los especuladores reinvierten sus “ganancias” en el mismo mercado financiero, haciendo crecer cantidades ficticias sin límite hacia un horizonte desconocido también para ellos. Allá está la riqueza sin fin, como los tesoros de los cuentos, pero por el camino están las crisis devastadoras. Saben que deben invertir una parte en la economía real para controlar los activos que sostienen precariamente el artificio donde especulan, para evitar pérdidas de capital y para mantener su dominación global.
Por eso el capital financiero se apodera de empresas de bienes y servicios y de la tierra productiva donde vivían los agricultores tradicionales y los pueblos originarios, sometida ahora a su dictadura.
Los gobiernos deberían controlar la llegada del capital especulativo a sus países; pero los políticos, en su aspecto de ejecutores de las órdenes del poder hegemónico mundial, participan de los negocios y los negociados y tienen depósitos en paraísos fiscales.
¿A quién representan los políticos?
La otra cara de los políticos, la de representantes del pueblo que ofrece la propaganda, es reforzada en cada campaña con estruendo, basura y gastos enormes para asegurar la continuidad del “sistema”.
Estorban los trabajadores que reclaman por sus salarios y resisten que se los apropie el capital, los que insisten en que sus ingresos se mantengan y no vayan a pagar la deuda externa ficticia, y los pueblos originarios, que en nombre de su relación entrañable con la tierra resisten la expropiación y extranjerización o “mundialización”.
Por eso, todos los que estorben como sea el libre curso de la especulación financiera serán perseguidos, difamados, intervenidos militarmente y si se ofrece, asesinados.
Actualmente, un límite a la expansión ilimitada del capital financiero es la crisis ecológica, considerada todavía por los liberales como ”externalidades”, es decir, como factores que provienen de fuera del sistema y no deben constituir un límite para él. Otros deben ocuparse de ellas.
Pero la crisis está provocando dificultades en la expansión del capital, que sigue atado al plusvalor que se puede extraer de la producción.
La merma de los recursos naturales y la creciente dificultad de sustituirlos ha terminado mereciendo atención porque limita el crecimiento de la tasa de ganancia. Además, ante la evidencia del cambio climático antropogénico, el capitalismo se muestra incapaz de frenarlo o cambiarlo y entonces opta por negarlo.
Los elogios de la crítica
Un economista marxista, Michel Roberts arguye que la larga depresión no es una crisis final “porque hay siempre más seres humanos para explotar” y que siempre habrá innovaciones tecnológicas "para lanzar un nuevo Kondratiev”(un ciclo económico de medio siglo, por el nombre del economista ruso que lo estudió).
Su exposición no evita una alabanza al capitalismo, sugerida en su definición de barbarie, un término inventado por la modernidad, muy mordaz en Voltaire, para referirse despectivamente a los antiguos, rezagados por el camino del progreso.
Para Roberts la barbarie es “una caída de la productividad del trabajo y las condiciones de vida a niveles precapitalistas”. Es decir, los niveles anteriores a la descomunal liberación de fuerzas por el capitalismo que acompañó a los orígenes de la modernidad.
La tecnología moderna como omnipotente es la variante actual de la magia, pero mientras la antigua era “acausal”, la moderna sí reconoce causas, aunque no tanto efectos. Como la magia, la tecnología moderna es para la imaginación el reino de lo infinitamente posible y de ella se espera todo, aunque siempre nos deje con las manos vacías. Es el último mito vivo de la modernidad moribunda.
Que esta valoración del capitalismo tiene contradictores bien fundamentados podemos verlo en Ernest Mandel, otro economista contemporáneo.
En 1981, Mandel analizó la creciente automatización, de la que tenemos un ejemplo en el cultivo y recolección del campo con máquinas que apenas necesitan de uno o dos hombres para trabajar enormes extensiones, donde antes se requerían cientos, como aparecen en la “fiesta” que según Martín Fierro eran los trabajos rurales.
Su argumento es: “la extensión de la automatización más allá de cierto límite conduce, inevitablemente, primero a la reducción del volumen total del valor producido, luego a la reducción del volumen del plusvalor realizado”. Como a la larga, por muy ciegos que sean los especuladores, la especulación debe bajar a parasitar la producción y lo hace apoderándose de sus medios, veía la robotización como un límite infranqueable que nos mete en la tendencia del capitalismo a un colapso final.
No obstante, Mandel hasta cierto punto comparte la noción ilustrada de la “barbarie”. Dice: “la barbarie, como posible resultado del hundimiento del sistema, es una perspectiva mucho más concreta y precisa hoy de lo que lo fuera en los años 1920 o 1930. Incluso Auschwitz e Hiroshima parecerán mínimos en comparación a los horrores que deberá enfrentar la humanidad en la continua decrepitud del sistema. En estas circunstancias, la lucha por una salida socialista asume el significado por la supervivencia de la civilización humana y del género humano”.
Se acaba lo que se da, ¿qué vendrá?
En los comienzos del industrialismo, Jean Sismondi vio que la economía liberal, sobre todo la de Adam Smith que al principio lo había entusiasmado, era una doctrina de la riqueza, y de los modos de aumentarla de modo máximo con medios mínimos, definición que ya encierra una concepción de la "utilidad" que estallaría luego como depredación, corrupción, degradación, desertificación, explotación y muerte.
El "modo máximo" es la expoliación sin límites de los recursos naturales. Los "medios mínimos" son los salarios suficientes solo para que el asalariado no se muera de hambre y el envío a la marginalidad de multitudes, incluso países o continentes enteros. Hoy 1000 millones de personas sufren hambre, más que nunca en la historia del mundo, a pesar de los que invitan a considerar que estamos mucho mejor que antes gracias al "progreso".
Ni el sistema que vino a codificar Adam Smith y que existía desde antes que él, ni el socialismo que le opusieron Sismondi y los que lo siguieron, pudieron torcer el rumbo, ni siquiera poner paños tibios, a una máquina que cada vez se impulsa sola sin saber adónde va y nos lleva.
De la Redacción de AIM.
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