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Caleidoscopio
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Las dos caras de la ciencia

El científico ruso Miguel Filipov fue asesinado en su laboratorio de San Petersburgo después de que la policía secreta del zar, la Ojrana, interceptó una carta a un periódico que le pareció peligrosa para su vida a Nicolás II. Filipov declaraba en la carta que su intención era hacer imposibles las guerras, y con ese fin había conseguido transmitir a miles de kilómetros una onda de explosión. “El método es increíblemente sencillo y económico. A las distancias que he indicado, la guerra en realidad se convierte en una locura y debe ser abolida. Publicaré los detalles en otoño en las memorias de la Academia de Ciencias. Los experimentos se ven ralentizados por el extraordinario peligro de las sustancias utilizadas, en parte muy explosivas y en parte extremadamente venenosas".

Filipov era marxista y trataba de divulgar sus ideas tanto como era posible en la autocracia zarista. Con cierta ingenuidad, no tomaba en consideración que así como su invento podía servir para asegurar la paz también sería útil para potenciar la guerra.

Pensaba su rayo dirigido contra los enemigos de la revolución que anhelaba de modo de hacer imposible la guerra, pero no pensaba que podía también actuar en la dirección contraria, como casi todos los inventos. El zar mandó a destruir el laboratorio y asesinar “preventivamente" a Filipov.

El rayo que no cesa
Algunas décadas después se inventó en los Estados Unidos la "bomba de argón": una explosión de dinamita en un tubo de cuarzo comprime el argón -un gas noble- hasta hacerlo muy luminoso. La energía lumínica se concentra en un rayo láser y puede viajar a gran distancia e incendiar objetos lejanos, por ejemplo aviones.

Filipov estudiaba las ondas ultracortas, de alrededor de un milímetro, que producía con un generador de chispas. Aunque las propiedades de estas ondas no son totalmente conocidas hoy, es posible que Filipov haya conseguido avances tronchados por la policía y el temor del zar. Los temores del zar eran ser él mismo víctima del invento de Filipov, pero el destino es ineludible: fue ajusticiado poco después de la revolución de Octubre con toda su familia por los bolcheviques en Ekaterinenburg.

El destino de Filipov enseña cómo las aplicaciones de la ciencia son ambiguas desde el punto de vista ético. Hoy mismo, a pesar de que posiblemente hemos llegado a un punto irreversible, hay quien pide a los políticos prohibir la colaboración de científicos con militares y con revolucionarios.

Las invenciones no tienen color moral intrínseco, por eso el rayo de Filipov pudo servir para ayudar a los revolucionarios, como él pensaba; pero también a los contrarrevolucionarios o para transmitir energía a distancia de modo de permitir la industrialización rápida de países rezagados.

Los peligros de la ciencia
Stephen Hawking, físico inglés cuadripléjico muerto en 2018, advirtió que el mayor peligro actual y de los próximos siglos para la humanidad es el desarrollo de la ciencia y la tecnología, los posibles causantes de que la humanidad se destruya a sí misma en el futuro.

Hawking creía que la inteligencia artificial acabará por generar “desempleo tecnológico”, que llevaría a una población extremadamente pobre y en riesgo de desaparecer frente a los que controlan todo el poder.

Hawking no estaba en contra del desarrollo de la ciencia ni de la investigación, al contrario; pero quería ponerlo bajo un control estricto: "no seremos capaces de establecer colonias autosuficientes en el espacio durante los próximos cien años, por lo que tenemos que ser extremadamente cuidadosos en este periodo”. No vamos a parar de contribuir en el progreso o de revertirlo, pero debemos reconocer los peligros y controlarlos. El progreso es bueno, pero crea nuevas formas de que las cosas puedan llegar a ir mal”

La ciencia indigna
El uso de la ciencia y sus aplicaciones a favor del progreso, del que ella es una impulsora fundamental, está fuera de discusión. Pero el uso desviado, o dirigido solo a producir o mejorar beneficios económicos o militares midiendo poco y mal las consecuencias, es cada vez más significativo en la medida en que los inventos son cada vez más destructivos.

Filipov pensó haber descubierto un arma que aseguraría la paz del mundo; pero una década después de su muerte se declaró una guerra que iba a poner fin a todas las guerras, aunque lo que dejó fueron 17 millones de muertos y 20 millones de heridos, preparó otra guerra peor y tuvo la secuela de una peste, la gripe "española", que mató más que la metralla y los cañones.

Sin duda, el radio del pensamiento de Filipov no fue suficiente, quizá lo traicionó un optimismo de fondo que no encontró justificación en los hechos posteriores ni la tenía en los anteriores.

El físico italiano Giovanni Aldini fue un ejemplo de la opacidad ética de la ciencia, de que no hay beneficio sin perjuicio. Para mostrar los logros de su tío, Luis Galvani, conectaba electrodos a cadáveres, que sufrían convulsiones. Luego utilizó descargas en personas vivas con la finalidad de curar desórdenes mentales, lo que dio origen al electroshock usado en pacientes psiquiátricos.

Aldini protagonizó espectáculos más teatrales que científicos, de una crueldad que hoy es mucho más inaceptable que entonces. Un asistente a una de sus demostraciones en un teatro de Londres narra lo que vio: "Aldini, después de haber cortado la cabeza de un perro, hace que la corriente de una batería pase por ella a través de una varilla. El mero contacto provoca convulsiones terribles. Las fauces del perro abiertas, el castañetear de los dientes, los ojos en blanco en sus cuencas… Si no fuese porque la razón impidió que la imaginación se desbordara, casi se podría creer que el animal estaba sufriendo y había vuelto a la vida".

La tortura innecesaria a los animales es un aspecto recurrente de cierta ciencia. En esta materia se destacó Harry Harlow, que expuso a monos a torturas, al punto de ser llamado "el Mengele de los monos".

Harlow quería ratificar la "teoría del apego" de las crías a sus madres. Para eso ideó varios experimentos. Como las monas sometidas a aislamiento no quedaban embarazadas, creó una estructura que llamó "el potro de las violaciones", donde las que las hembras eran atadas con correas y eran obligadas a ser fecundadas.

El control mental de poblaciones enteras tuvo como pionero a Sidney Gottlieb, psiquiatra militar norteamericano que buscó drogas capaces de "reventar la psique humana hasta tal punto que ésta admitiera cualquier cosa". Entre las iniciativas de Joseph Scheider -el nombre con que nació en Hungría- estaba tratar de matar a Fidel Castro envenenando sus zapatos o llenar su estudio de televisión con LSD esparcido con spray.

Gottlieb fue responsable del proyecto MK Ultra, que aplicaba a pacientes psiquiátricos, sin su consentimiento, choques eléctricos y grandes dosis de alucinógenos para desestructurar la mente, reducirlos a un estado infantil o de zombies y reestructurarlos, si era posible, de manera ideológicamente "correcta".


Robert White fue un neurocirujano estadounidense consejero del papa Juan Pablo II en temas de ética médica. White extrajo el cerebro de un perro y lo mantuvo vivo fuera del cuerpo. Más tarde trasplantó el cerebro de un perro en el cuello de otro y años después implantó la cabeza de un mono en el cuerpo de otro. Los monos vivieron algunos días, paralizados del cuello para abajo.

El alemán Fritz Haber es el creador de la guerra química. Afirmaba: "la muerte es la muerte, cualquiera que sea el medio para infligirla".
Obtuvo el premio Nobel por su contribución a los fertilizantes nitrogenados, que hicieron una carrera tan espectacular como dudosa; pero otra de sus contribuciones fue a la guerra química mediante el cloro como gas letal en las trincheras. Su mujer, Clara Immerwahr, se suicidó tras conocer el impacto que la creatividad de su marido había tenido en la I Guerra Mundial.

Los experimentos de Shiro
El teniente general y médico microbiólogo japonés Shiro Ishii tuvo autorización para hacer lo que quisiera con los prisioneros de guerra. Tras la invasión japonesa de Manchuria en 1931 creó la Unidad 731, disimulada como centro de potabilización de agua. Allí "trató" a miles de prisioneros de los que alrededor de 12.000 murieron como consecuencia de los experimentos a que fueron sometidos, aunque las cifras podrían ser mucho mayores. Eran infectados con gérmenes del cólera, tifus, difteria, botulismo, carbunclo, brucelosis, disentería, sífilis, para analizar en ellos la eficacia de algunas vacunas.

Ishii hizo experimentos colgando prisioneros cabeza abajo o les inyectaba aire en las venas para determinar el tiempo de aparición de la embolia.
Los prisioneros eran sometidos a bajas temperaturas hasta el borde de la muerte, para luego estudiar el tiempo de recuperación; recibían inyecciones de orina de caballo y de agua de mar; eran privados de alimentos, agua o sueño o recibían dosis masivas de rayos X.

Diseccionó mujeres embarazadas previamente fecundadas por su equipo, y probó en los prisioneros la eficacia de granadas y lanzallamas. Hizo algunos experimentos como cortar brazos y piernas para injertarlos en otros lugares del cuerpo.

Antes del fin previsible de la guerra, Ishii destruyó el centro de experimentación y todos los documentos, aunque se salvaron muchas fotografías. Finalmente, mandó asesinar a todos los prisioneros, sanos y enfermos.

Cuando iba a ser juzgado por los estadounidenses, obtuvo inmunidad a cambio de entregarles todos los datos que obtuvo en sus experimentos relacionados con la guerra biológica. Murió en 1959 cuando dirigía una clínica gratuita en Tokio.
De la Redacción de AIM.

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