Entre Ríos fue conocida en tiempos remotos, cuando no tenía su nombre actual, como "tierra de jaguares", y también "tierra de víboras", por las muchas que poblaban su territorio.
En todo el continente se reverenciaba a los jaguares. El nombre que tuvo Entre Ríos hace pensar que era en aquellos lejanos tiempos un centro de culto.
Los jaguares tienen un recuerdo en el parque Urquiza de Paraná, el "yaguareté", un monumento de bronce de tamaño natural. La palabra significa "la verdadera fiera", o "cuerpo del jaguar", que para los indígenas de todo el continente es un animal sagrado que no se debía invocar.
En la vecina Santa Fe el recuerdo es por otra causa: una gran creciente del Paraná, hace siglos, trajo desde el Norte, sobre un gran camalote, un jaguar que pudo bajar a tierra cerca del convento de San Francisco, en el sur de la ciudad actual. Entró por una ventana y mató a un monje y a otro que intentó socorrerlo.
Las víboras hicieron leyenda en Entre Ríos, donde abundaban. Un cuento de Horacio Quiroga recoge relatos tradicionales donde son protagonistas. En un baile que dieron para todos los animales, ellas deslumbraban con su agilidad y gracia. Los flamencos no podían bailar y sólo aplaudían desde el agua. Quisieron no obstante emular a las víboras poniéndose medias vistosas, que no consiguieron comprar en ninguna parte. Finalmente, mal aconsejados, se calzaron cueros de víboras, que son como tubos, y con ellos se destacaron en el baile. Pero las víboras de coral, junto con las yararás las dos principales especies venenosas de Entre Ríos, desconfiaron y cuando vieron qué eran las medias comenzaron a picar las patas de los flamencos creyendo que habían matado a sus hermanas. Los flamencos huyeron muy doloridos. Desde entonces sus patas, que eran blancas, son negras.
En el terreno de la salud actual, hay enfermedades provocadas por ratones, como la leptospirosis y el hantavirus, que alertan sobre la costumbre de temer y matar las víboras, que son depredadores naturales de los roedores y por esa vía protegen contra males mayores que los que pueden provocar con las picaduras.
La agricultura, la urbanización, el temor humano a un animal que aparece como peligroso por su veneno, fueron diezmando a las víboras que en cierto momento eran características de nuestro territorio.
En realidad, algunas estadísticas muestran que los casos de mordeduras por víboras son ínfimos. En estos momentos, ese peligro se desvanece ante otro que los oficios podrían controlar naturalmente: los ratones que producen el hantavirus y otras enfermedades.
La falta de víboras y de lechuzas, igualmente perseguidas por los cazadores, han permitido la proliferación de ratones, que pueden sí provocar pestes que maten muchas más personas que las que nunca podrían afectar las víboras.
Hace años, un grupo de turistas de regreso del parque nacional El Palmar reclamó al entonces director de parques nacionales en Buenos Aires el control de las víboras en el parque, donde proliferan como antes en todas partes.
No obstante ser un nativo de la Ciudad Autónoma, ese director les contestó que Entre Ríos fue en su momento la tierra de las víboras (así la nombra Fray Mocho en alguna de sus obras) y que el parque era un lugar para que las víboras vivieran protegidas y a salvo, también de turistas.
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