Hay un reloj experimental basado en las vibraciones del átomo de aluminio que atrasa o adelanta un segundo en 3700 millones de años. Es un artefacto por ahora de laboratorio, inverosímil para casi todos nosotros, que tiene relación con la computación cuántica que promete una velocidad de procesamiento de datos muchísimo mayor que las computadoras corrientes y amenaza descifrar rápidamente las claves de las cuentas bancarias, por ejemplo.
El reloj basado en las vibraciones del átomo de aluminio demostró ser más preciso que el basado en el átomo de mercurio. Otros, como el basado en el cesio, un metal alcalino muy reactivo, es "muy impreciso": se desvía un segundo de la hora exacta en solo 100 millones de años.
Acá estamos, haciendo maravillas técnicas de medición sin saber exactamente qué medimos, sin contestar cabalmente a la pregunta: ¿qué es el tiempo?
La frase atribuida a Heráclito: "no es posible bañarse dos veces en el mismo río porque nuevas aguas corren sobre tí", alude al cambio de todas las cosas, a la novedad inagotable. La perenndidad del cambio postulada por Heráclito enfrenta todavía hoy una posición diferente, la de Parménides, para la que lo que cambia no existe.
La paradójica relación entre el cambio y lo que no cambia está aludida magistralmente en el último terceto del soneto "A Roma sepultada en sus ruinas", del poeta español Francisco de Quevedo:
¡Oh Roma en tu grandeza, en tu hermosura,/ huyó lo que era firme y solamente/ lo fugitivo permanece y dura!
El río de Heráclito fluye sin cesar, pero algo en él se mantiene; en el caso del Tíber, a pesar de la condición fugitiva de sus aguas sigue corriendo junto a las ruinas de Roma, como corría cuando la que se juzgaba "ciudad eterna" mostraba su poder imperial.
Sin cuidarse mucho de la paradójica naturaleza del tiempo, los antiguos trataron de arreglarse para medirlo y lo hicieron con un ingenio que asombra.
La historia conocida de la medición del tiempo qie hasta llegar al reloj cuántico comienza con el reloj de sol.
No conocemos el origen de los relojes de sol, pero en homenaje a la idea del progreso las conjeturas suponen en el inicio un palo vertical plantado frente a una choza. Un observador paleolítico habría visto que a medida que avanzaba el día la sombra del palo se acortaba o alargaba.
Esta observación habría sido favorecida por un clima sin nubes, como el egipcio. Fue en Egipto, hace unos 3500 años, donde posiblemente apareció el primer reloj de sol: una regla de piedra vertical arrojaba la sombra y otra tendida sobre el suelo tendía hendiduras para marcar las horas
En la Biblia, posiblemente debido a la influencia egipcia, hay otra referencia a un reloj de sol: En el segundo libro de los reyes, compuesto siete siglos antes de la era corriente, se lee: "Ezequías preguntó a Isaías: «¿Con qué señal conoceré yo que Yahvé me curará?». Isaías le respondió: «La señal por la que conocerás que Yahvé cumplirá con la palabra que ha pronunciado será: "La sombra avanzará diez grados o retrocederá diez grados"». «Poca cosa ?respondió Ezequías? es que avance diez grados la sombra en el reloj de Ajaz; no así que retroceda.» Como 15 grados equivale a una hora, el milagro que refiere la biblia es un retroceso del tiempo de unos 40 minutos.
Voltaire cuestiona esta historia alegando que los judíos no conocieron antes del cautiverio en Babilonia ningún reloj, tampoco el de sol. Dice también que en su lengua no tenían ninguna voz que expresara las palabras reloj, cuadrante, geometría y astronomía.
Los griegos perfeccionaron el artefacto; lo convirtieron en un hemisferio en cuyo extremo se instalaba una barrita que servía de aguja.
Los "cuadranteros" europeos, cuya función inicial era construir cuadrantes para medir ángulos, útiles en astronomía y en la navegación, construyeron también relojes de sol. La creciente riqueza de las clases acomodadas se evidenció en la aparición para ellas de relojes de sol portátiles de oro o plata, que más que medir el tiempo daban significaban la opulencia de sus dueños.
En el siglo XVI aparecieron los relojes mecánicos, obra de cerrajeros que adelantaban una hora por día. Por entonces, la gente conocía el tiempo por el avance del sol durante el día o por los campanazos de las iglesias, que regulaban el tiempo de trabajo y de descanso.
La liturgia de las horas dividía el día: las laudes al amanecer, la prima a las 6 de la mañana; la tercia a las 9; la sexta a las 12; la nona a las 15; las vísperas al atardecer; las completas al acostarse y los maitines durante la noche.
A pesar del creciente desarrollo de los relojes mecánicos, que iban a recibir grandes perfeccionamientos, el reloj de sol no desapareció porque era más barato y sus competidores no eran precisos, tanto que los que se podían permitir tener un reloj mecánico tenían otro de sol para poner el mecánico en hora.
Luego la aceleración de la vida moderna, el alumbrado y la vida nocturna, las nubes que dejaban sin asunto al reloj solar, elevaron poco a poco a los relojes mecánicos a la preferencia de la gente.
En 1956 un relojero suizo inventó un reloj digital electrónico, abriendo el camino para la eliminación de los relojes mecánicos, en que los suizos eran maestros indiscutidos. En adelante, los relojes darían la hora con números y no con agujas girando en un círculo.
Es posible que en el futuro nos marque el tiempo el reloj cuántico, con una precisión que no necesitamos. Si bien una invención técnica suele desplazar a otra anterior, e incluso provocar un cambio de paradigma, sigue habiendo gente que para saber la hora mira al cielo. A un viejo campesino sus hijos le regalaron un reloj de pulsera. Cuando uno de ellos le preguntó la hora miró al sol: "deben ser las 11". ¿Y el reloj? preguntó el muchacho. La sencilla respuesta fue: "Y ahí va, galopando".
De la Redacción de AIM.
Dejá tu comentario sobre esta nota