El pesimista Arturo Schopenhauer, hosco, retraído y genial, observó que un mendigo sano es más feliz que un rey enfermo y que la alegría es el dinero contante y sonante de la felicidad, a diferencia de todo lo demás, que es mera letra de cambio. Borges confesó en su poema "El Remordimiento": "He cometido el peor de los pecados que un hombre puede cometer, no fui feliz... Mis padres me engendraron para el juego arriesgado y hermoso de la vida, para la tierra, el agua, el aire, el fuego. Los defraudé".
Hoy en día, con la creciente manipulación de las masas, con la ubicua publicidad comercial y política, la mayoría ha desistido de entender la felicidad, la concibe como obtener dinero para adquirir bienes que se ofrecen sin límite a los que puedan comprarlos.
La misma politización agrietada que todo lo impregna presenta en tono crítico a la felicidad como una idea que baja desde el poder dominante.
El argumento recuerda que mientras la forma mental fue preferentemente religiosa, la felicidad fue post mortem, en el paraíso, y no se valoraba la felicidad en la tierra, valle de lágrimas. Jorge, uno de los personajes de Umberto Eco en El Nombre de la Rosa expresa la idea monástica de que reír es pecaminoso: Cristo nunca rio.
Cuando se estableció el dominio capitalista sobre el mundo, la felicidad se identificó con la distinción social, el prestigio personal y la honorabilidad de la clase burguesa que ejercía el poder. Los pobres no podían llegar a la felicidad porque la ignorancia no les permitía los refinamientos que compra el dinero.
La revolución francesa llegó al otro mundo por vía del exceso. Como quien dispone que llueva por decreto, fijó el año I de la revolución como el año de la felicidad política en la Tierra. Quizá si alguien hubiera admitido que tal felicidad no le había alcanzado todavía, caería bajo las generales de la "ley de sospechosos" y lo alcanzaría la guillotina. La felicidad del pueblo que quería consolidar la revolución, se concretó en el poder de la burguesía, contra la que no tardaron en formarse agrupaciones de obreros, socialistas y anarquistas que reclamaban felicidad junto con comida, trabajo y descanso.
El sueño de felicidad que duerme en cada uno y se niega a desaparecer y a ser totalmente engañado, enfrentó más adelante las guerras mundiales, la primera "para acabar con todas las guerras", los campos de concentración, el racismo y las bombas atómicas.
La tergiversación actual de las ideas considera a la felicidad un aumento del ser por la vía del tener. Ser más feliz es tener más, y la tristeza es constatar que tengo menos.
Adquirir es ser feliz, la felicidad es entrar al shopping con dinero suficiente para llevarse todo a casa. La publicidad que formatea nuestra subjetividad crea en cada uno la impresión de que los objetos en las góndolas no solo pueden satisfacer alguna necesidad natural, sino que además tienen el poder mágico de hacernos felices que pierden tan pronto pasan al carrito, pero que nos vuelve a sonreír desde la góndola vecina.
El objeto central de la economía, las mercancías, se han convertido en objetos de deseo, ya no en medios de conseguir satisfacerlos. Los bienes de lujo, como fue el caso para los pobres en el origen del capitalismo, no les son asequibles. Los pobres deben aceptar la satisfacción sustitutiva de ver a otros ser felices consumiendo lo que a ellos les está vedado, por ejemplo viendo en la pantalla cómo viven los comediantes, los deportistas profesionales, los privilegiados.
Para ellos la felicidad es una quimera, pero no se resignan a verla desaparecer mientras deben emigrar empujados por la miseria a algún supuesto El Dorado, generalmente al mundo "desarrollado" que tienen idealizado. De lo contrario, deben sobrevivir en el lugar donde nacieron, que ya no tiene el significado estimulante que tuvo para sus abuelos.
Ahora, en lugar de vida comunitaria que transcurría con trabajo y sufrimiento, pero con cantos y celebraciones, hay ruptura de las relaciones sociales que terminan en soledad y aislamiento.
El poder dominante tiene sometida también a la ciencia. La neurología ha concluido mediante estudios de resonancia magnética que el ánimo positivo está asociado con la actividad de la corteza prefrontal izquierda. La felicidad debe escudriñarse en un chisporroteo de neuronas. La explicación neurológica es satisfactoria porque no cuestiona la cultura dominante.
Se podría esperar que a medida que mejora la condición social de una persona, ésta es más feliz, porque es capaz de adquirir más. Pero no es así, porque al tiempo que crecen nuestras propiedades también crecen nuestras aspiraciones y la comparación se hace con los que tienen igual o más que nosotros.
Ciertas concepciones económicas marginalistas, que se han arrogado la victoria desde fines del siglo XIX, pretenden cuantificar la felicidad como han hecho con la satisfacción que producen los vasos de agua sucesivos que bebe un sediento.
El profesor de economía David Blanchflower calculó el precio de la felicidad para cuantificar una demanda de divorcio. “Los solteros estadounidenses de ambos sexos, al igual que los casados que tienen baja frecuencia de actos sexuales, necesitan ganar 100.000 dólares adicionales al año para sentirse tan felices como un cónyuge felizmente casado y con buena rutina sexual”.
En Inglaterra, el asesor del ex primer ministro Tony Blair, Richard Layard, se sintió lo bastante fuerte para medir la felicidad "de manera objetiva". Narra que los resultados de décadas de encuestas y escaneos cerebrales muestran que, una vez pasado el nivel de subsistencia, lo que nos importa de verdad es si el pasto del vecino es más verde que el nuestro.
Otra vez, para el pobre o el que no puede competir está reservada la tristeza. Layard ofrece una solución a medida de la industria farmacéutica: “El Estado debería ofrecer las drogas adecuadas, o una terapia conductivista de no más de 15 sesiones”.
De la Redacción de AIM.
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