A través de los milenios y desde la lentísima experiencia del Homo sapiens (estamos hablando de alrededor de 200 mil años, quizá más), junto al impulso e intento -seguramente al principio embrionario- de explicarse todos los fenómenos que iba encontrando en su devenir y en su entorno, seguramente para él novedoso y abismal, lentamente debe haber cristalizado en la humanidad de entonces la sensación de que existe una especie de supra e infra mundos que, con el tiempo, fueron adquiriendo densidad y consistencia. Por Juan José Rossi (*). Especial para AIM.
Fue almacenando en su memoria la suposición, sobre todo el deseo, de un mundo mejor que respondiera a los deseos y proyecciones de su capacidad creativa. Un mundo fantástico que creció en la medida en que lo necesitó, no solo para aplacar su ignorancia (como en la actualidad), sino sus necesidades, angustias y expectativas emergentes en su subjetividad. Un mundo o universo inmaterial que nadie sabe dónde, cuándo, en qué tiempo o dimensión existiría (aun los más creyentes no lo saben) pero que, de todas maneras, funciona para muchos como explicación e interpretación estratégica y cambiante del devenir humano y también de sedante para la angustia existencial de las personas.
El hecho de que desde hace varios siglos hayan surgido pensadores o filósofos contestatarios con relación al statu quo de cada época pasada y en la nuestra, como Sócrates, Confucio, Jesús, los Cínicos, Nietzsche, Darwin, Marx, Sartre, Foucault y Einstein, entre otros, poniendo sobre el tapete nuevas teoría y praxis del conocimiento; y se hayan dado pasos significativos en lo que llamamos “ciencia”…, permite vislumbrar que el hombre va descubriendo su lugar en el universo, su independencia substancial de alguna causa o ser mítico de otra dimensión que no sea la nuestra, pero profundamente dependiente del micro y macro cosmos y de su propia fragilidad.
Indudablemente nuestra especie, a diferencia de las demás por haber llegado a la conciencia de sí misma, a la memoria y a la inteligencia, crea -sigue creando- un mundo invisible y funcional, sólo existente en su milenaria fantasía y creatividad que cristalizó un cascarón protector frente a un universo que no entendemos. Un cascarón difícil de diluir -cada vez más-, que condiciona y esclerotiza nuestra visión del cosmos y de nosotros mismos, de nuestras potencialidades, libertad y creatividad latente en cada uno de nosotros.
Desde los albores de la historia humana, su protagonista el Homo sapiens creó tantos seres superiores o “dioses” cuantas culturas y grupos humanos existieron. Más aún, este fenómeno se constituyó en elemento substancial de las distintas identidades de esos grupos. Todos, con características más o menos simples o complejas, tuvieron su referente explicativo del cosmos y de códigos necesarios para la convivencia entre iguales.
Pero si realmente existiera uno, dos o más seres en una dimensión esencialmente discontinuada de la nuestra y se hubiera manifestado a lo largo de la historia ¿cuál es el verdadero entre todos los que han sido reconocidos en el transcurso de por lo menos 200 mil años de Homo sapiens moderno? ¿Cuál tótem, fetiche, padre, héroe mitológico, ser, dios o señor superior emergente, sucesiva o paralelamente, al estilo de Mitra, Marduk, Ahura Mazda, Yahvé, Elohím, Zeus, Alá, Quetzacoatl, Wiraqocha, Nilatáj, Trinidad católica, Tarémkelas, Nguenechen, Tupá... es auténtico y cuál no? ¿De qué o de quiénes depende que alguno de ellos sea “único verdadero” -según sostienen, por ejemplo, el judaísmo, catolicismo, islamismo, budismo, protestantismo o testigos de Jehová- y, por el contrario, todos los demás falsos? ¿Es menos hombre el que no cree o prescinde de dioses, con relación a quienes suponen necesitarlo para vivir? ¿En qué se diferencia la existencia real y concreta del creyente y del incrédulo o del indiferente? ¿Es distinta la vida de un ateo, infiel o agnóstico a la de un clásico creyente, sea éste católico, musulmán o budista? ¿En qué? ¿Acaso en que los incrédulos, o no adscriptos a una determinada corporación religiosa que pretende representar “lo verdadero”, se condenarían en un lugar espeluznante -según se pregona sería peor que el sufrimiento y la muerte natural- y, en cambio, los elegidos de “esa” religión serían eternamente felices?
Analizada la disyuntiva es, sin duda, delirante ya que proviene de “profesionales” de corporaciones religiosas, auto considerados intelectuales o teólogos (digo “profesionales”…porque todos ellos están “habilitados” a ganarse la vida con la religión), además de ser ingenuo y funcional a la existencia si se trata de gente común como cualquiera de nosotros que por algún motivo, más o menos consciente o inconsciente, supone que necesita creer en algo distinto y superior a uno mismo para vivir correctamente en la tierra y no ser castigado en esta u otra hipotética vida.
Por supuesto, no existe una respuesta mágica y terminante para estos interrogantes. No la hay, ni categórica ni excluyente, porque ese mecanismo humano ancestral de crear cosmovisiones, mitologías y religiones atraviesa el ámbito de lo subjetivo que, en definitiva, es imponderable y sujeto tanto a complejas circunstancias cuanto a la libertad y potencialidades de nuestra especie.
Sin embargo, intentando sincerarnos con nosotros mismos tal cual somos en la actualidad y tratando de leer e interpretar la historia y el comportamiento humano dentro de ella con la mayor objetividad posible (por supuesto, nunca será perfecta), se puede arriesgar algún análisis que nos permita pensar por nosotros mismos. Un análisis desprejuiciado que nos conduzca a enfrentar la realidad más directamente, con menos mediaciones e hipocresía y mayor compromiso con uno mismo y la sociedad que, a pesar de la insistente y pesada presencia del catolicismo, judaísmo, islamismo y demás religiones históricas[1], más o menos dogmáticas según el caso, cada día se generan en la humanidad más diferencias irritantes, más explotación y consecuente odio entre el sector dominante y el sometido, inclusive entre naciones que se manifiestan “creyentes” de algún dios; peor aún, que combaten “en nombre de su dios”, como fue el caso de los europeos a partir del 1492 en Abya yala, nuestro continente. Más guerras masivamente letales y sofisticadas, en especial provocadas por sectores de la humanidad auto considerados muy religiosos -como son los del “primer” mundo y Medio Oriente- o, paradójicamente, antagonismos, mezquindades, odios y corrupción dentro mismo de las instituciones que proponen a “dioses” como salvadores de la humanidad.
Se trata, pues, de un intento saludable de sinceramiento y análisis frente al fenómeno relativamente reciente (menos de dos mil años) de imposición de supuestas verdades absolutas y superestructuras religiosas de pretendido origen divino. Un análisis que, sin duda, muchos lo asumirán como clásica agresión irrespetuosa a sus creencias; otros, en cambio, favorablemente y no pocos con la indiferencia de quienes ya han encontrado una respuesta satisfactoria a estos cuestionamientos que todos en algún momento nos hacemos, tanto las personas que se consideran letradas o profesionales, aún el científico, cuanto el más modesto y realista de los hombres, en especial frente al sufrimiento y la muerte.
Como parámetro de este análisis y de la crítica que nos introduce en la temática de referencia, puede ser conducente tener presente, un fenómeno histórico concreto y palmario, el catolicismo y el protestantismo, denominados a sí mismos “cristianismo”. Fenómeno relativamente nuevo si se lo considera en el contexto del milenario devenir humano, difundido en algunos sectores del planeta con ínfulas de universal y excluyente desde que el sistema político-militar expansivos del imperio romano, entre el tercer y cuarto siglo de la historia europea, se transformó en vehículo natural de su consigna fantasiosa de “dispersión universal” por alguna orden divina, teñida de lamentable connotación imperial, económica de subsistencia y mesiánica.
Me refiero, obviamente, al catolicismo romano o religión católica que tozudamente desde hace aproximadamente 17 siglos proclama ser la única verdadera del orbe y representante de un único verdadero Zeus (es decir, “dios” según la transcripción al castellano porque no es traducción) para salvar a los hombres. Rótulos pretenciosos, difíciles de asimilar por la mayoría de la humanidad de ayer y de hoy que simplemente la ignora, rechaza o denigra (sobre todo en regiones donde su presencia es abierta o veladamente política y portadora de un sistema de vida extranjero-occidental). Rechazada, entre otros motivos, por esa presunción soberbia de considerarse “la única religión verdadera” y generar permanentemente contradicciones y corrupción interna en un contexto de ostentación y poder que contradice palmariamente a sus libros constituyentes del cristianismo, los Evangelios y el testimonio de su creador Jesús, el Maestro.
Se dijo que en el año 2000 del actual calendario la población llegó a algo más de 6 mil millones de habitantes. Una década después, estamos cerca de los 10.000 millones. Desde el punto de vista mítico-religioso la mayoría es islámica, hinduista y budista en Eurasia, África y Oceanía con pocos adeptos en Europa y Abya yala. Probablemente le sigan -asociados entre ellos sólo para la estadística, pero manteniéndose absurdamente rivales entre sí- el judaísmo y el cristianismo en sus diversas parcialidades católicas, ortodoxas y protestantes o evangélicas, basadas todas ellas en la creencia de un dios único común, aunque el cristianismo se aparta de ese concepto en cuanto afirma que Jesús es dios y que en ese dios hay tres personas.
Se estima que estas tres corporaciones religiosas sumarían, al menos nominalmente -no en la práctica-, más de 2 mil millones de fieles. Para el caso no interesa si son más o menos porque en este terreno lo cuantitativo no incide. En efecto, hay muchas otras instituciones, grupos o movimientos religiosos o místicos relativamente minoritarios que reclaman el respeto hacia sus sistemas de creencias que, por supuesto, ellos consideran auténticos, verdaderos y funcionales, de lo contrario no los sustentarían hipotecando sus propias vidas.
¿Quién puede atribuirse la razón, si es que alguno de ellos la tiene? ¿y por qué?
Del autor
Juan José Rossi (*) es profesor de Humanidades Clásicas, Filosofía y Teología; historiador y escritor. Fue sacerdote durante 14 años, desempeñando funciones especialmente en el área de la educación, pero se convirtió luego en un crítico implacable del catolicismo como estructura de poder que tuvo una función esencial en la invasión y colonización de nuestro continente desde 1492. Fundó en Concepción del Uruguay el museo Yuchán y el Yvy Marä ey en Chajarí. Es autor de más de 40 diversos libros, entre ellos, "La historia saboteada de Abya Yala". El 14 de diciembre pasado, Rossi, historiador radicado desde 1993 en Entre Ríos, recibió en Buenos Aires el premio a la trayectoria en educación y cultura discernido anualmente por el Fondo Nacional de las Artes.
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[1]Histórica en el sentido de emergente en un determinado tiempo por inspiración o impulso de uno o más individuos de la especie; dogmática en cuanto asume una verticalidad excluyente referida al contenido, ritos y organización que la caracteriza.
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