El inicio del cuatrimestre 2024 en las universidades nacionales está comprometido por la asfixia presupuestaria en salarios y gastos de funcionamiento. El recorte no tiene antecedentes en la historia argentina.
Los más de 2.200.000 estudiantes que cursan en las universidades nacionales (el 80,5 por ciento del total de la matrícula universitaria) percibirán en las próximas semanas de inicio del primer cuatrimestre 2024 los efectos del ajuste draconiano que la presidencia de Javier Milei impone a un sector que, a diferencia de los niveles educativos inicial, primario y secundario, depende de las transferencias del poder Ejecutivo nacional para sus gastos de personal y funcionamiento.
No existen antecedentes de semejante ahogo a las universidades en toda la historia argentina. Con una inflación que en los últimos tres meses fue superior al 70 por ciento, la propuesta del gobierno en las paritarias docentes fue retocar el 16 por ciento de los salarios que ya estaban atrasados en 2023. Comparados con los de profesores de universidades brasileñas, mexicanas, chilenas o colombianas, los sueldos de la educación superior argentina son grotescos.
Para gastos de funcionamiento, los recursos que gestiona el gobierno son los del presupuesto diseñado en septiembre de 2022, ya que el Congreso no sancionó una ley para 2024 y se prorroga la estimación (que se constató incorrecta) de ingresos y gastos proyectada para 2023. El 367 por ciento de inflación acumulada desde septiembre de 2022 hasta hoy es un indicador objetivo que cuantifica el problema de este ciclo lectivo.
Carlos Greco, titular del Consejo Interuniversitario Nacional (CIN) y rector de la Universidad Nacional de San Martín (Unsam), explicó que “con un presupuesto nacional prorrogado, las partidas son insuficientes para pagar los servicios básicos, realizar el mantenimiento, sostener la seguridad y la limpieza y comprar insumos. Hemos solicitado al Ministerio de Capital Humano una actualización, no un incremento.”
El secretario de Educación, Carlos Torrendell y el subsecretario de Políticas Universitarias, Alejandro Álvarez (h), deslizaron en conversaciones con los rectores que podría haber un incremento parcial sobre los fondos previstos en 2022 que, estiman, cubriría un tercio de los gastos de funcionamiento. Pero, aún siendo insuficiente, esta consideración ni siquiera ha sido formalmente ratificada por el gobierno nacional.
Los servicios que las universidades prestan a la comunidad no se circunscriben a la enseñanza, sino que muchas de ellas sostienen hospitales, escuelas medias, producción de alimentos, comedores para población de bajos recursos, atención psicológica o emisoras de radio. Algunos de estos servicios ya están siendo recortados y los conflictos salariales y por reducción de prestaciones se multiplicarán en los próximos meses.
Esta semana, el gobierno frenó con una resolución ministerial de Capital Humano la creación de cinco universidades nacionales (Del Delta, de Pilar, de Ezeiza, de Río Tercero y de Madres de Plaza de Mayo), dispuesta por ley del Congreso en 2023. Según el Ministerio que encabeza Sandra Pettovello, buscan “revisar el inicio de actividades académicas de las Casas de Altos Estudios” mencionadas.
El ajuste sobre la educación superior, junto al menemismo aspiracional del gobierno y a la adhesión del clan Menem al liderazgo de Milei, se combinan en algunas interpretaciones del ahogo presupuestario actual como si fuera una secuela de las políticas universitarias de Carlos Menem en sus dos mandatos (1989-1995; 1995-1999). Pero, aunque pueda ser atractiva como consigna, la comparación no resiste comprobación empírica.
Menem tuvo una política transgresora en educación superior. Mientras que los otros niveles educativos fueron transferidos a las provincias, las universidades siguieron dependiendo del gobierno central. Durante sus gobiernos el Congreso promovió la creación de universidades (Quilmes, San Martín, Sarmiento, Tres de Febrero, entre otras). Sin pretender maquillar los problemas de las políticas menemistas, sería injusto negar que su gestión educativa se nutrió de intelectuales capaces –varios fueron funcionarios de gobiernos de distinto signo político en el siglo XXI– que adaptaron a la realidad argentina consensos y directrices que aplicaban otros países de la región, como Brasil, México o Chile. Así se instituyeron mecanismos de acreditación y evaluación de universidades públicas y privadas, así como de sus carreras de grado y posgrado, con la creación de la Comisión Nacional de Evaluación y Acreditación Universitaria (Coneau).
En el marco de la convertibilidad peso-dólar, los salarios docentes fueron bajos, pero Menem reorientó (lo que no es sinónimo de vaciar) el financiamiento estatal hacia programas por objetivos (“abajo de la línea” de la asignación presupuestaria ordinaria para sueldos y funcionamiento). Su gobierno impulsó –también, en sintonía con otros países de la región y con el apoyo del Banco Mundial– la expansión de posgrados arancelados, lo que generó controversia en su momento.
La integración de esta sumaria mención de políticas noventistas contrasta con el presente gobierno de Milei, cuya única estrategia conocida hasta ahora para la educación es la ejecución de un inédito ajuste. La asfixia presupuestaria del Conicet complementa un panorama que también golpea a las universidades (públicas y privadas) con las que el organismo de ciencia y tecnología realiza actividades de producción científica y tecnológica y sostiene centros de investigación. El magro presupuesto para la creación y transferencia de conocimientos se reduce por ambas vías.
El desprecio hacia la formación de millones de argentinos, el golpe a las tareas comunitarias inherentes al quehacer universitario (sobre todo fuera de las grandes ciudades) y el vaciamiento de las instituciones científicas va a contramano de cualquier proyecto de desarrollo, resta oportunidades a las personas y erosiona el capital social. Es ilógico sostener semejante programa en nombre de la libertad.