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Cae el secreto de los abusos en España

Tras cinco meses de investigación, diario El País han sacado a la luz 19 casos con 87 víctimas de la pederastia, casi la mitad de los que se conocían hasta ahora en los últimos 30 años en España. [{adj:37002 alignright}]

El periódico español ha contabilizado por primera vez los casos de abusos conocidos, lo que incluye sentencias, investigaciones periodísticas y denuncias públicas que hayan destapado los posibles delitos de un religioso español. Ver metodología.

Julio tiene 44 años pero, todavía hoy, cuando se cruza con alguien que lleva la misma colonia de don Chemi, el religioso salesiano que abusó de él en su colegio de Deusto, tiene que pararse con arcadas y a veces se pone a vomitar allí mismo. Leopoldo Martín, madrileño, confiesa a sus 80 años que no hay día que no recuerde los abusos que sufrió en un internado de Valladolid. “Siempre están aquí, siempre están en mi cabeza”, dice golpeándose la frente. Impresiona que un anciano tenga presente a diario el niño que fue en una imagen de dolor, una infancia marcada hasta la vejez. Decenas de víctimas de abusos en España han guardado silencio durante décadas, ante la versión oficial de que este es un problema que no existe ni ha existido en este país, de que es una excepción en el escándalo que sacude a la Iglesia en todo el mundo. Callaban por miedo, por vergüenza, porque el cura era amigo de la familia o, muy frecuentemente, alguien admirado en la comunidad, incluso homenajeado. Pero, sobre todo, callaban porque temían no ser creídos. Apenas se denunciaba, porque las penas también han sido leves. José Luis Untoria, un agustino recoleto de Salamanca, abusó de diez niños en un colegio y en 1996 fue condenado a dos años de cárcel que no cumplió. Había en total cerca de cien chicos que le acusaban y pasaron por un despacho de abogados pero al final prefirieron no denunciar. Uno de ellos se suicidó después. En la prensa, por cierto, estas noticias a veces no pasaban de media columna.

El País se propuso hace cinco meses comprobar si España era una excepción, o si lo excepcional era que en este país aún no hubieran salido a la luz más casos de pederastia en la Iglesia. La respuesta empieza a estar clara: los abusos en España sí han existido. Queda ahora por saber cuál es la dimensión del problema. Este periódico ha investigado y desvelado ya 19 casos, con al menos 87 víctimas. Es más de la mitad de lo que estaba registrado oficialmente en los últimos treinta años: 36 casos, a través de 34 sentencias civiles y seis eclesiásticas. Además, por primera vez hemos contabilizado los casos de los que se tiene constancia, sumando los judicializados y los que han aparecido en distintos medios de comunicación. Suman un total de 82 casos conocidos en 33 años; 28 de ellos en los últimos 14 meses. Un acelerón vertiginoso tras décadas de silencio. Un secreto que empieza a caer. Ha sido posible por la valentía de las víctimas, que se han decidido a hablar.

En una decisión sin precedentes, el Papa ha convocado a los obispos de todo el mundo este jueves en Roma para celebrar una cumbre monográfica sobre esta crisis que está lastrando el pontificado del papa Francisco. La Iglesia española llega a la cita con un escándalo que crece día a día. A lo largo de esta semana, con una serie especial, este periódico publicará nuevos casos.

“Yo estaba destinado al suicidio. Si cuando estaba en manos de este cura y era su presa, con 15, 16 años, hubiera hecho caso a esa voz que me decía que lo único era tirarme al tren, no estaría aquí”, cuenta Ángel Plaza, una víctima de Salamanca de un nuevo caso que EL PAÍS publica hoy. La idea del suicidio ha acompañado en estos años de secreto y silencio a alguna de estas personas, que han sobrevivido sin ayuda, como han podido o se les ha ocurrido. En algunos casos, se han ido al extranjero, y la distancia y el contacto con grupos de ayuda que sí existen en otros países les ha permitido salir adelante. Ahora, 30, 40 años después, muchas lo han contado por fin por primera vez. Muchas de ellas han acudido a EL PAÍS, que hace cinco meses preguntó a las 70 diócesis españolas por las denuncias que habían recibido y los casos que habían instruido en sus tribunales. Solo 18 contestaron con evasivas, negativas o silencios. El 14 de octubre de 2018 el periódico decidió abrir un correo electrónico para recibir las denuncias directamente de las víctimas. En dos días llegaron cien. Después, más de 200.

Algunos mensajes, solo el mensaje, son de pesadilla. Llamar al remitente —muchos no quieren hablar ni identificarse— suele llevar a una larga y dura conversación. “Es usted la primera persona a la que se lo cuento en mi vida, y tengo 62 años”, decía esta semana al teléfono una de las víctimas que ha salido la luz tras destapar este periódico el caso de Manuel Briñas, el marianista que fundó la escuela de fútbol del Atlético de Madrid. “Cuando vi su foto fue una convulsión, un desahogo. Admiro a la primera persona que habló por primera vez. Tantos años callados, tanta gente… Siempre pensaba que a todo cerdo le llega su San Martín. Ya ha llegado. Gracias”. Otra víctima que llamó al periódico se echó a llorar: "Perdone que llore, pero es la primera persona que quiere escucharme".

¿Cuántas víctimas puede haber?

El diario español ha creado una base de datos con todos los casos conocidos, también publicados por otros medios, y contabiliza ya al menos 243 víctimas en las últimas décadas. De cada caso, casi nunca ha habido una sola víctima. Generalmente, cada sacerdote abusador elegía a un niño y luego a otro, así durante años. Las víctimas que se han atrevido a romper el silencio suelen repetir una frase: “Puede haber decenas”. Lo dijo Miguel Hurtado, el primero en acusar al fraile Andreu Soler en la abadía de Montserrat, y han emergido diez víctimas, por el momento. Lo dijo el primero que acusó a Francisco Carreras, un cura de Salamanca que pasó por una docena de pueblos durante más de 20 años, aunque llegaba rebotado de Estados Unidos —donde ya había sido acusado— y la archidiócesis de Miami había advertido de sus antecedentes. Hoy se conocen sus presuntos abusos a cinco víctimas. Lo dijo el primer exalumno de Deusto que escribió a este periódico para hablar de don Chemi. Ahora hay ya más de 30 denuncias interpuestas ante los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado. Una de estas víctimas cuenta que cuando fue a denunciarlo a la Ertzaintza el agente se quedó de piedra. Allí mismo le confesó que él también estudió en ese colegio y el mismo cura también había abusado de él. Lo dijo también el primero que reunió valor para acusar a Manuel Briñas, y en pocos días han surgido otras siete víctimas en los últimos 24 años.

Confirmar estas historias es arduo y laborioso, porque son casos de hace muchos años. A veces, el cura ha muerto y quien le protegió, también. Muchas víctimas ni recuerdan el apellido del criminal. Era "don Paco" o "don no sé qué". Y, además, la Iglesia lo niega o no recuerda nada. La Conferencia Episcopal Española (CEE) asegura que es un órgano colegiado y que, por lo tanto, no es asunto suyo, sino que compete a las diócesis. Y las diócesis apenas dan información y si lo hacen, lo hacen obligadas. Solo enseñan sus cartas cuando salta un caso en el que son descubiertos. El resto, lo siguen ocultando.

La Iglesia católica española, a diferencia de la estadounidense, la alemana, la francesa, la irlandesa, no se ha mostrado, hasta la fecha,  dispuesta a revisar su pasado ni a decir toda la verdad sobre los abusos sucedidos intramuros de la institución. Lo que sabe. Cuántos casos conoce. Cuántos obispos han encubierto delincuentes. Cuánto dinero ha gastado en acallar denuncias. Hasta ahora, ha optado por el silencio. Su única reacción, tras los primeros casos destapados por EL PAÍS, fue crear una comisión para estudiar el problema que no incluye a las víctimas ni a expertos externos, solo a clérigos. La CEE colocó al frente de este grupo al obispo de Astorga, Juan Antonio Menéndez, conocido por haber redactado en su diócesis el protocolo más severo de actuación contra la pederastia de las 70 diócesis —obliga a denunciar a la justicia ordinaria—, y por haber creado también esta semana en su territorio el primer órgano de la Iglesia para asistir a las víctimas, pero también muy cuestionado por silenciar e infravalorar el escándalo del seminario de La Bañeza.

Por otro lado, las órdenes religiosas van por libre y no responden ante los obispos, sino directamente ante el Papa. La información para comprender realmente el alcance del problema está muy dispersa. Los jesuitas de Cataluña han sido la primera orden en emprender una investigación interna en sus colegios, a raíz de informaciones publicadas por este periódico en diciembre.

En ocasiones, las víctimas que han dado la cara con nombres y apellidos no lo han tenido fácil cuando se han atrevido a dar el paso y contarlo. A Javier Paz, víctima de abusos en Salamanca en los ochenta y noventa, que salió en La Sexta en 2014 y fue uno de los primeros en dar ese paso en España, le reñían por la calle algunos conocidos. “¿Pero cómo le has hecho esto a don Isidro? ¡Con todo el bien que ha hecho!”, le dijo la madre de un amigo. Se encontró con una ciudad que le daba la espalda. Como Teresa Conde, de la misma ciudad, que apareció en EL PAÍS contando los abusos que sufrió por parte de un religioso trinitario. "Qué desvergüenza, salir a hablar de estas cosas en público", ha oído esta semana a sus espaldas al cruzarse con unas conocidas.

En el caso de Javier Paz, el obispado apenas admitió los hechos en 2014 en un comunicado que anunciaba que el cura había sido apartado, pero sin revelar la auténtica dimensión del caso y que había, al menos, otras dos víctimas. Los abusos de Paz se antojaban un caso aislado. Muchos pensaron que no sería para tanto, o que buscaba dinero, y que para qué remover algo después de tantos años. Después le ha costado el puesto de trabajo, y le ha hecho más difícil encontrar otro. Hay que comprender lo que significa acusar a la Iglesia, y que la Iglesia te desacredite, en un pueblo, en una ciudad pequeña de provincias.

Oficial

La Conferencia Episcopal Española apenas se relaciona con las víctimas que aparecen en la prensa y trata de atraer hacia sí a los afectados para evitar que aparezcan en los medios. Los jesuitas, la abadía de Montserrat, los salesianos, cada institución que se ha visto salpicada ha abierto su propio correo electrónico, para tratar de controlar el escándalo y gestionarlo con discreción.

Con miedo al exterior y al rechazo social, en estos años se ha creado un mundo paralelo y subterráneo de víctimas que se buscaban unas a otras a través de Facebook y otras redes sociales. Cuando una salía en los medios, comenzaba a recibir mensajes de otras. Se escuchaban, se apoyaban, se daban consejos. Al mismo tiempo, a veces, tecleaban en la web el nombre de su abusador, a ver dónde estaba, si seguía en contacto con niños... La peor tortura para las víctimas es pensar que a otros niños les puede estar pasando lo mismo si ellos no hablan, y se sienten culpables también por eso.

De este modo, se ha ido creando el sustrato necesario para que afloraran más casos, más denuncias. Solo esperaban que llegara el momento adecuado, que se abriera una puerta y que alguien les escuchara. Ahora, cada nuevo episodio se difunde a toda velocidad en grupos de WhatsApp de exalumnos de un colegio, o de amigos de la infancia.

¿Por qué no lo ha dicho antes? Esa suele ser la maldita pregunta. La hace el obispo cuando alguien va a denunciar. Se la hacen muchos cuando el caso sale a la luz. Una víctima, si lo cuenta, lo cuenta cuando puede, o cuando sabe que alguien le va a escuchar. Una gran parte de los mensajes recibidos  son de quienes eran niños en los setenta y los ochenta y, ahora tienen entre 40 y 50 años. Eso es lo que han tardado. “Venía a casa, charlaba un rato con mis padres, subía a mi habitación y me tocaba. Era terrible. Contárselo a mis padres no era una opción. Lo reverenciaban", cuenta Manuel Vilar, de Artana, Castellón. Era 1982, tenía 14 años. Contárselo a uno mismo, contárselo luego a alguien, puede llevar años, pero es solo el principio. El trauma emerge del pasado como un suceso doloroso o feliz, como la muerte del padre o el nacimiento de un hijo. Es un camino muy largo, con continuas recaídas, insomnio, ansiedad, es casi imprescindible un tratamiento psicológico. A muchos les ha llevado al alcohol, a las drogas, a vidas desnortadas. “Todas las drogas eran pocas para calmar el daño que me había causado”, confiesa Emiliano Álvarez, víctima en el seminario menor de San José de La Bañeza, León, en los setenta. Se enganchó a la heroína, pasó por la cárcel. “Dejas de confiar en la gente, cambias mucho de lugar, de amigos, porque cuando te empiezas a sentir a gusto se te encienden las alarmas”, dice Javier Paz.

Escándalo

Las víctimas no son las únicas que se han atrevido a hablar. Hay sacerdotes, horrorizados con el escándalo, que están ayudando a difundir casos de pederastia en la Iglesia. Lo hacen a escondidas, temerosos de que sus superiores los descubran. Imploran que no se publique su nombre. Hay exvicarios judiciales represaliados por hacer su trabajo y querer hacer limpieza. Curas que avisaron hace años al obispo de las tendencias de un sacerdote. Uno de los primeros en romper el silencio fue el vicario judicial de Cartagena, Gil José Saez, que habló sin rodeos con EL PAÍS. “La gestión que ha llevado a cabo la cúpula eclesial española ha sido muy mejorable. Pero ante la aparición de denuncias de víctimas la mayor parte de los representantes de la Iglesia española apuestan por que los casos ocultos salgan a la luz y los culpables sean juzgados, y las víctimas reparadas debidamente”, asegura.

Es bastante sorprendente encontrar receptividad y colaboración en el Vaticano, mientras en España la Iglesia cuestiona a los periodistas a través de la cadena Cope, acusándoles de “manipular”, como ocurrió ante las primeras informaciones del caso de Javier Paz en Salamanca. El País publicó unas grabaciones en las que el obispo de la ciudad, Carlos López, le sugería que pidiera una compensación económica por escrito. Fue un papel con una cláusula de silencio, pero el obispado lo usó luego para acusar a Paz de buscar solo el dinero y nunca más volvió a llamarle.

En la Santa Sede la sensación es que todavía hoy, 17 años después de que estallara el escándalo con las revelaciones del Boston Globe en Estados Unidos, relatadas en la película Spotlight, cada país se resiste a cambiar, y sus únicos aliados son los medios. En diciembre el Papa agradeció expresamente a los periodistas su trabajo de “desenmascarar a los lobos”.

Lobos es una expresión muy adecuada para individuos muy astutos que eligen a sus presas con cuidado. Tienen un perfil asombrosamente repetitivo. Suelen ser curas populares en su comunidad, admirados incluso, volcados en los jóvenes. Lo más inimaginable. Y sus víctimas suelen ser niños solitarios, o frágiles. Javier Paz era huérfano de padre desde los tres años. “A mí me llamaban cabeza buque, era el empollón, no jugaba con los demás. Él se fijó en mí, para mí era la persona que más me quería en el mundo”, cuenta Ángel, que sufrió abusos en los ochenta. “Me eligió simplemente porque no jugaba al fútbol, me quedaba aislado”, dice Fernando García-Salmones, víctima con 14 años, en 1975, en el colegio Claret de Madrid. “El cura me usaba como si fuera una prostituta. Llegaba, me desnudaba, me violaba y me despachaba”. A veces luego tenía que hacer la cama y limpiar la habitación donde había sido violado. De puertas afuera, ese cura era un severo guardián de la ortodoxia.

Cuanto peor es lo que ocurre en secreto, más increíble es para quienes no lo saben, y ese es el abismo con que se encuentran esos niños para contarlo. Manuel, nombre ficticio, llegó a suspender todas adrede para que le castigaran sin ir al campamento de la parroquia, y evitar así los abusos del cura, Isidro López, de la parroquia de San Julián, en Salamanca. Pero se presentó en su casa y convenció a sus padres para que le dejaran ir. Luego retrasó su confirmación, para que siguiera un año más en la parroquia, porque dijo que no le veía preparado. Es el mismo sacerdote que abusó de Javier Paz.

Los abusos terminaban cuando el cura se cansaba de un niño y elegía a otro. O cuando crecía, le salía vello y ya no le atraía. O cuando le trasladaban. O cuando el chico se iba de la ciudad. En algunos casos, el abuso continuaba tras la mayoría de edad. “Abusó de mí desde los diez hasta los veinte. Sé que resulta difícil de creer, si a esa edad podía darle un guantazo y estamparlo contra la pared, pero me tenía domesticado, manipulaba mi entorno para aislarme”, reflexiona Javier Paz.

El primer paso de muchas víctimas, en la confianza de que era lo mejor, fue contarlo a la propia Iglesia, incluso sin decirlo a sus familias. En los casos investigados apenas hay experiencias positivas. La Iglesia siempre ha tratado los abusos a menores como pecados, no como delitos, y así pretendía que lo tomaran sus víctimas, perdonando incluso al agresor. En cuanto al sacerdote acusado, la práctica habitual ha sido cambiarle de parroquia, o de pueblo. Quien se lo podía permitir, por contactos o relaciones, lo enviaba a misiones en el extranjero. Para las órdenes religiosas resultaba más fácil. EL PAÍS ha documentado 18 casos de curas o religiosos acusados de abusos que han ido al extranjero. Uno de los más graves es el de Jordi Sanabre, huido de la justicia en 1990, cuando iba a ser procesado. Este periódico le ha encontrado en Ecuador y ha descubierto que huyó con la ayuda del arzobispo de Barcelona, Ricard Maria Carles. Luego ha seguido allí amparado por el silencio de sus dos sucesores, también cardenales, Lluís Martínez Sistach y Juan José Omella. El arzobispado de Barcelona apenas ha dado explicaciones.

La “calesita”

La prioridad ha sido siempre mantener el secreto y evitar las denuncias en los tribunales. Para eso se ha llegado a comprar el silencio de las víctimas con dinero. El País destapó el primer caso en el que quedaba probado, el de Miguel Hurtado, víctima de abusos en la abadía de Montserrat. Recibió 7.200 euros. Pero ha descubierto un nuevo caso, el de Ángel Plaza, que publica hoy, que multiplica por 10 esa cantidad: 72.000.

En teoría, según las reglas eclesiásticas, las diócesis y las órdenes debían abrir un proceso canónico. Es un misterio cuántos se han instruido –tras consultar a las 70 diócesis, este periódico solo pudo constatar dos en las últimas décadas-, pero lo cierto es que en los casos desvelados se convertía solo en otro modo para acallar a la víctima. “Solo te hacen perder tiempo, te engañan, juegan con tu esperanza de que haya justicia y una solución”, explica Javier Paz. Es entonces cuando algunas víctimas, como él, decidieron grabar conversaciones, ante la certeza de que sería la única manera de ser creídos. Como hizo Miguel Hurtado con el abad de Montserrat, Josep Maria Soler, en un vídeo que ahora publica este periódico: “Lo haces porque sabes que no vas a ser creído, porque la Iglesia dice una cosa en público y otra en privado, y te tachan de mentiroso”.

Ser creído también es un reto en los tribunales. La Justicia tiene su parte de responsabilidad en que los abusos no hayan salido a la luz. “Casi todo se archiva. Yo he llevado en tres décadas unos 40 casos de abusos a menores por parte de sacerdotes, pero solo han llegado a juicio tres”, cuenta Manuela Torres, abogada de Salamanca especializada en este campo y miembro de la Asociación de Juristas Themis. Quienes van a su despacho entran con la obsesión de que les crean. En la instrucción acaba siendo su palabra contra la del presunto abusador y, raramente, hay pruebas. Se suelen encargar exámenes psicológicos, aunque Torres reprocha que para la víctima es una especie de máquina de la verdad y en el caso del acusado, sirve para una posible búsqueda de eximentes. Y se rechazan sistemáticamente los informes psicológicos de parte de la víctima. “El Supremo y el Constitucional tienen muy sentenciado que basta como prueba el testimonio de la víctima cuando cumpla unos requisitos de credibilidad, pero es un principio muy desatendido”, apunta. Cree que falta formación y sensibilidad en los tribunales. Además, opina que en ciudades pequeñas y pueblos, donde todo el mundo se conoce, este tipo de causas tienen más dificultades para prosperar ante la falta de pruebas claras. En Salamanca, donde ella trabaja, El País  ha destapado cuatro casos.

Vidas

El sufrimiento de los abusos no solo han marcado a las propias víctimas. En muchos casos, sus hijos han crecido junto a un padre o una madre afectada por un episodio que a ellos también les ha cambiado la vida. “De alguna manera, la carga de lo que le había pasado estaba flotando en nuestra vida. Lo que le hicieron ha hecho que él sea de una determinada manera y que, quizá, eso ha hecho que nosotras tampoco hayamos tenido una niñez adecuada para formarnos como personas”, cuenta Yolanda Martín, la hija mayor de Leopoldo Martín, de 80 años y abusado en los años cuarenta en un internado en Valladolid. Cuando cumplieron la mayoría de edad, decidieron buscar una respuesta a lo que había sucedido. Pidieron documentos a las diócesis y pruebas que le permitiesen demostrar el delito que en su día nadie juzgó. La justicia ordinaria consideró que los abusos y el maltrato físico –Martín sufre latirismo por la mala alimentación del internado- habían prescrito.

Todos los casos que han ido apareciendo en prensa han prescrito. Algunos curas acusados siguen impunemente con su vida. Esa es otra barrera que las víctimas luchan por derribar. El plazo de caducidad ahora mismo empieza a contar a partir de los 18 años: cinco años para el abuso, hasta los 23, y 15 para la agresión, hasta los 33. Es un reloj legal que está totalmente desajustado con el tiempo que suele necesitar una víctima para poder contarlo. El Gobierno de Pedro Sánchez preparaba un anteproyecto para elevar a 30 años la edad en que comienza a correr el tiempo de prescripción. La Asociación Nacional Infancias Robadas (Anir), la primera organización de víctimas que ha surgido este año de ámbito nacional, reclama que sea a los 50 años. Pero va más allá: pide que la Fiscalía actúe de oficio e investigue todos los casos, aunque estén prescritos, porque puede haber víctimas recientes y consideran que se debe conocer la entidad del fenómeno.

La especialista Gema Varona, presidenta de la Sociedad Vasca de Victimología, afirma que diversos estudios nacionales e internacionales sobre abusos señalan que agredir sexualmente a un menor está asociado con peores pronósticos de reincidencia que abusar sexualmente de un adulto. Estos agresores tienen una mayor probabilidad de reincidencia. Razón, comenta, por la que la Iglesia en España debería realizar un informe sobre su pasado y la Fiscalía investigar los casos que también han prescrito. “Si no se da una respuesta hay un contexto que favorece la reincidencia, más aún si se da en un contexto de ocultación de lo que ha pasado”, comenta Varona.

Saber la verdad sobre los abusos es una tarea incómoda que nadie quiere asumir, no solo la Iglesia. Ningún medio se sumó a la investigación de abusos hasta que la prensa catalana se movió por el escándalo de Montserrat. Luego la vasca con el de los salesianos de Deusto, aunque solo tras la primera denuncia de 10 exalumnos. Para la prensa local es muy difícil abordar estos temas, salvo valientes excepciones, como La Opinión de Zamora. El Gobierno también ha permanecido en silencio hasta que se ha visto obligado a hacer algún tipo de movimiento. El primero, el 5 de febrero, fue pedir datos a la fiscalía de los casos abiertos en este momento, una solicitud inédita. Con el segundo, dos días después, ya se dirigió directamente a la Iglesia. La ministra de Justicia, Dolores Delgado, escribió una carta oficial al presidente de la CEE, el cardenal Ricardo Blázquez, para advertirle de que los casos de abusos, "sean en el seno de la Iglesia como en cualquier otra institución, no pueden ser ocultados ni considerados como hechos privados", y que merecen "la contundente respuesta del ordenamiento jurídico penal". La CEE le ha respondido que no tiene esa información y que, por otro lado, no está obligada a dársela. El fin de la legislatura deja en suspenso, de momento, este primer gesto del Gobierno ante el escándalo de pederastia en la Iglesia española.

Uno de los episodios más sorprendentes de todo este fenómeno, y de los más indignantes para las víctimas, son los homenajes a los curas abusadores. En algunos casos, así termina la historia. El sacerdote acusado terminaba siendo objeto de ceremonias elogiosas en su despedida, o era invitado a celebrar bodas por familiares o conocidos de la víctima o, incluso si era trasladado, se convocaban manifestaciones de protesta de los feligreses. Era la puntilla para las víctimas. Todo el resto del mundo estaba con su agresor. Esa soledad ha comenzado a romperse y con el fin del secreto de los abusos en España ya se perfila una línea clara que delimita el bien y el mal, el delito y el pecado, la verdad y la mentira, el silencio y la denuncia. Fidel Blasco, un sacerdote que ha denunciado varios casos lo tiene claro: “Hay víctimas y hay verdugos, y hay que elegir de parte de quién estás. No hay más”.

 Fuente: El País de España – José Manuel Romero, Iñigo Domínguez, Julio Núñez y Daniele Grasso

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