Los carnavales siempre fueron sinónimo de diversión y alegría. A través de los disfraces, las comparsas y los juegos con agua, la gente, sin distinción de edad ni clase social, dio rienda suelta en esos cuatro días donde todo parecía valer.
Fue digno de una gala de eliminación de un reality. En el Monte Olimpo, hogar de una docena de dioses, donde Zeus era la voz cantante, se habían cansado de las burlas de Momo. Primero, la víctima habría sido Nefesto, dios de la forja y del fuego, a quien hostigó por no haber hecho a los hombres con una puerta en su pecho que permitiera conocer sus pensamientos y saber lo que sentían. Luego se la tomó nada menos que con Afrodita, diosa de la belleza y el amor, a la que criticó por ser demasiada habladora y por el sonido que hacían sus sandalias.
Sus colegas cortaron por lo sano: lo echaron. Si bien Momo, dios de los escritores y los poetas, hijo de la noche y de la oscuridad y hermano de la miseria y la venganza, fue asociado al sarcasmo, a la burla y la ironía. No imaginó que siglos y siglos después sería honrado por multitudes con bailes paganos, bromas y agua durante los cuatro días del carnaval.
Desde tiempos inmemoriales, la iglesia se desveló por erradicar esta costumbre, a contramano de su doctrina. Habría tenido inicio en las Saturnales, la fiesta romana en honor a Saturno, el rey de la agricultura. Tenía lugar cuando finalizaba la cosecha, por febrero, cuando se celebraba el comienzo del año. Los ánimos se distendían para dar rienda suelta a días de alegría y de fiesta desenfrenada. Todo estaba permitido, desde las bromas más inocentes hasta las más pesadas, además de todo tipo de excesos; muchos se disfrazaban y eran aceptadas las chanzas de los esclavos hacia sus amos. Hasta se suspendían las condenas a muerte.
Momo, representado con máscara y con cetro o en ocasiones con una cabeza grotesca, era el encargado de divertir con bromas inocentes. Para la Edad Media, se dejó el candor de lado y se abrió la puerta a las bromas más duras. Se habían puesto de moda la celebración que llamaban “la fiesta de los locos”, donde se popularizó la careta, muchas de ellas horribles y diseñadas para asustar.
La iglesia nunca pudo anularlo. Solo logró que los festejos tuvieran lugar antes del inicio de la Cuaresma.
Nadie sabía de dónde venía la palabra carnaval. Su origen sería del vocablo latín carnelevarium, esto es “quitar la carne”, por esa cuestión de que tenía lugar antes de la cuaresma. Los celtas, por su parte, acostumbraban a empujar un barco sobre ruedas, el “carrus navalis”, mientras todos festejaban en la cubierta.
El carnaval fue importado a América por los españoles. Ya fue difícil controlar los festejos en los tiempos de los virreyes. Juan José Vértiz fue el que dispuso que la ensordecedora ejecución de los tambores y los ruidosos bailes se realizasen en lugares cerrados y no en las calles, ya que molestaban a los vecinos de bien. Todo debía ocurrir dentro de las casas. La cuestión era que, invariablemente, los bailes terminaban de la peor manera: desde roturas de muebles, robos de pertenencias a abusos de mujeres y hasta gente asesinada.
Un lobby de vecinos respetables junto a un cura logró hacer llegar sus quejas hasta el propio rey Carlos III, quien decretó la prohibición del carnaval en los dominios en América. “Hay que terminar con el escandaloso desarreglo que el carnaval provocó en Buenos Aires”, sentenció.
Sin embargo, Vértiz no acató la orden, ya que no le veía el sentido a la prohibición si en España estaban permitidos. Y de paso mandó al cura amenazador de regreso a la madre patria. Pero como no podía revelarse tan abiertamente a lo dispuesto por su monarca, estableció que el carnaval se hiciese en el Teatro de la Ranchería, que funcionaba en la Manzana de las Luces.
Los virreyes que vinieron después intentaron regular esta costumbre. Después de 1810, se popularizó el uso del agua y de otros productos. La gente se divertía arrojando harina y huevos vaciados que se llenaban con el líquido que se tuviera a mano (no siempre era agua) y los agujeros se tapaban con cera. También solían utilizarse las vejigas de cerdo como bombitas y pomos.
Juan Manuel de Rosas veía los festejos con simpatía ya que la mayoría que se brindaba a esas prácticas era la población negra, que vivían en el barrio del Tambor, actualmente Monserrat, y en San Telmo.
Pero como las quejas continuaron -el martes de carnaval de 1832 hasta se incendió el teatro Coliseo- estableció reglas a fin de cuidar “la moral y la decencia pública”: las máscaras y las comparsas eran permitidas, siempre y cuando se gestionase previamente el permiso policial. Pero el juego con agua debía circunscribirse a lo que durase el carnaval, tres días anteriores al miércoles de Ceniza. Comenzaba a las 2 de la tarde, con tres disparos de cañón hechos desde el fuerte y finalizaba a las 18 horas, antes de la oración, con otros tres cañonazos.
De todas maneras, los desbordes y los desmanes existían. A la harina, el agua y líquidos de sospechosa procedencia, se sumaban las piedras que tiraban de los balcones. Un inglés, que por entonces visitaba Buenos Aires, se vio envuelto sin querer en esta guerra de huevos, agua, harina y proyectiles diversos, y no tuvo mejor idea que responder de la misma manera, ya que no entendía qué era lo que sucedía.
El último día del carnaval los vecinos confeccionaban un muñeco, generalmente hecho de paja, al que colgaban y luego quemaban. Los rosistas más fanáticos lo vestían a la usanza de los unitarios, con ropas de color celeste.
Con el bloque anglo-francés al Río de la Plata, Rosas temió que los unitarios -en trato con los bloqueadores- usaran los festejos para provocar disturbios o algo más serio. Decidió cortar por lo sano: el 22 de febrero de 1844 lo prohibió por decreto, aunque muchos no le hicieron caso.
Oficialmente, volvió a festejarse a partir de 1854, cuando se autorizó el juego con agua y los bailes de máscaras, organizados en los teatros Victoria, Argentino, Coliseum y en el Colón cuando abrió tres años después.
El primer corso, de 1869, ocupaba cinco cuadras de la entonces calle Victoria, hoy Hipólito Yrigoyen. Al año siguiente aparecieron las carrozas. Contaban con el entusiasta apoyo del presidente Domingo F. Sarmiento, gran defensor del carnaval. “La risa educa y forma el gusto”, decía. Los integrantes de la comparsa “Los habitantes de Carapachay” le regalaron una medalla de plomo y lo declararon “emperador de las máscaras”.
Los desbordes siguieron a pesar de edictos policiales que penaban a los que arrojasen agua o produjesen disturbios, y alentaban a la gente a arrojar papel picado y serpentinas. Pero el vigilante de la esquina, cuando se armaba la batahola, tocaba inútilmente su silbato, nadie le hacía caso y terminaba encogiéndose de hombros.
También se había prohibido el uso de caretas y de disfraces porque los amantes de lo ajeno los lucían para robar.
De todas formas, hubo casos de detenidos, como cuando Marcelo T. de Alvear, entonces un joven de 16 años terminó en la comisaría primera por tirar agua junto a amigos desde el balcón de la casa de los Moreno.
El carnaval fue creciendo en popularidad. Más a fin del siglo XIX, aparecieron las murgas y los corsos tomaron la ciudad.
A principios del siglo veinte, los había en la actual calle Sarmiento, entre Pellegrini y Callao; estaba el de Rivadavia, entre las mismas calles que el anterior. Se podía ir al de Mitre, entre Pellegrini y Paraná, al de Defensa, entre Independencia y Brasil o el de la calle San Juan, entre Catamarca y Entre Ríos.
Era una ciudad entregada al jolgorio. Las grandes tiendas porteñas ofrecían gran variedad de disfraces. Se acostumbraba a regalarlos a los más pequeños y llevarlos a los diarios o a las redacciones de las revistas, donde les tomaban fotografías y las publicaban. También se alquilaban carruajes, los que eran adornados y usados como carrozas.
El corso oficial era el de la avenida de Mayo, la niña mimada de la ciudad, arteria que había sido inaugurada en 1894. El corso abarcaba de Bolívar a Bernardo de Irigoyen, y luego se extendió hasta Luis Sáenz Peña. En el palco oficial la comisión organizadora, junto a jurados, elegían los mejores disfraces, carruajes y agrupaciones musicales. El primero, segundo y tercer premio eran reconocidos con medallas de oro, de plata y de bronce.
En el Parque Tres de Febrero se hacía el corso de flores, con desfiles de carruajes. Con el tiempo se propagaron a distintos barrios de la ciudad, como Flores y Belgrano.
Cuando abrió en 1911, otra de las opciones era el Parque Japonés. Cobraban un peso la entrada y podían asistir a los espectáculos que se organizaban en el Teatro Romano.
Muchas casas que daban a las calles de los corsos abrían sus balcones donde la gente se mostraba, mucha de ella disfrazada, y aprovechaba a empapar a los transeúntes.
Por años fue un clásico el famoso oso carolina, que se paseaba encadenado por el cuello bailando y gruñéndole a las chicas. Su raid artístico era interminable, porque se lo veía en el centro, pero también se lo requería en Flores, Belgrano y Barracas. Deambulaba en un traje de lana que, a veces, era sometido a la maldad de los transeúntes, que intentaban quemarlo con cigarrillos. En una oportunidad en la que no pudo hallar la cabeza de ese animal, salió a la calle con una careta de perro.
A la hora de jugar con agua, la calle Florida era la más elegida. Generalmente, estas verdaderas batallas terminaban cuando se iniciaba el corso con el desfile de las comparsas.
No solo la gente se divertía en la calle, sino que concurría a la importante oferta de bailes. Ya a fines del siglo XIX, se podía ir al Club del Progreso, al Jockey Club o al Club del Plata.
También se quitaban las butacas y se organizaban bailes populares en los teatros Opera, Politeama o el Marconi, con la orquesta sobre el escenario, mientras que los palcos se ofrecían en alquiler.
Otros preferían seguir con los festejos en las asociaciones que nucleaban a inmigrantes, como la Sociedad Verdi, en La Boca, al Centro Gallego o al Centro Catalá, entre tantas otras.
Era un espectáculo aparte presenciar el entusiasmo de la población negra, que ponía todo de sí. Solía invitar a la gente un mes antes de los festejos para que presenciaran ensayos y la confección de los disfraces.
Había que ir sí o sí al baile que Bernardo de Irigoyen y su esposa Carmen Olascoaga organizaban en su casa de Florida y Tucumán la noche del lunes del carnaval. Hasta el propio dueño de casa se disfrazaba y gastaba bromas a Julio A. Roca, Pedro Goyena, Leandro Alem, Ezequiel Ramos Mejía y tantos otros.
Todos la pasaban de maravilla, sin distinción de clases sociales. Fue conocida la comparsa “Los habitantes de la luna” o “Los tenebrosos”, formada por Máximo Paz y sus amigos. La lista es interminable: “Los negros de Carapachay”; “Negros candomberos”; “Los matreros de la pampa”; “Los llegados de la sierra”; “Salamanca Primitiva”; “Los turcos del sud”. Estaban las comparsas de hombres disfrazados de negros, con sus caras tiznadas. Eran Los Negros del “Cake Walk”, costumbre aparecida en Estados Unidos por 1904 y hacían una imitación burlona de la manera que bailaban los blancos.
Si existían las comparsas, también las rivalidades. Cuando una se encontraba con otra, se producía lo que la gente llamaba “topamiento”. Cada una se entregaba a una frenética ejecución de sus instrumentos para sonar más fuerte y hacer callar al oponente. Era habitual que la cosa pasara a mayores y solían terminar en terribles grescas, voladuras de instrumentos, con heridos y detenidos.
Causó furor la aparición del tango, en los bailes de carnaval. Rechazado por las familias de bien, se lo bailaba en el teatro Victoria o en El Pasatiempo, de Paraná y Corrientes. Se componían tangos expresamente para ser estrenados en esa ocasión. La explosión del dos por cuatro en esos cuatro días tuvo lugar a partir de la década del 40 y 50 con las grandes orquestas, que se disputaban audiencia.
Para entonces, los teatros fueron reemplazados por pistas armadas en los clubes. Así nacieron los bailes en River o en Comunicaciones. No solo se bailaba tango, sino además jazz y tropical.
En los carnavales de 1936, que en la ciudad se festejaban los 400 años de su primera fundación, se hizo un baile de disfraces en el Teatro Colón.
Los que estaban descansando fuera de la ciudad podían ir a los bailes en el Tigre Hotel, en el norte, o en el Hotel Las Delicias, en Adrogué.
Cuando en la década del 30 comenzó a languidecer en el centro porteño, en los barrios resurgieron antológicas murgas.
Su historia siguió y siempre fue blanco de restricciones y prohibiciones, en 1931 no estuvo permitido lucir caretas o antifaces durante los corsos y en 1976, fue prohibido. Semejante lío por culpa de un dios que no tenía otra cosa que hacer que burlarse de sus pares.