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Feminidad, feminismo y maternidad

La autora traza un panorama de las transformaciones que sufrieron a lo largo de la historia las prácticas sociales agrupadas bajo la denominación de maternidad, como marco para entender algunas de sus particularidades actuales. La autonomización erótica de la mujer, la postergación del inicio de la maternidad, su rehusamiento, la maternidad en solitario como opción elegida.

Maternidad, escultura en bronce de Fernando Botero.
Maternidad, escultura en bronce de Fernando Botero.

Las prácticas sociales que se han agrupado bajo la denominación de maternidad han conocido diversas transformaciones a lo largo de la historia y también presentan una importante variabilidad cultural entre las diferentes etnias. En Occidente, una vez completado el proceso de lo que Elisabeth Badinter (1981) denominó la construcción de la madre moderna, el ejercicio maternal ha otorgado prestigio a las mujeres, constituyendo una condición social honrosa e idealizada.

Esa idealización, fomentada a través de las instituciones educativas, aún hoy forma parte de las representaciones colectivas, y si bien ya no se refleja en poemas laudatorios, se transmite a través de las nuevas producciones de la cultura popular: las propagandas comerciales. Para promover los productos más dispares, se ha aludido a la capacidad de cuidado que desarrollan las mujeres, remozando de ese modo el imaginario moderno tradicional y poniéndolo al servicio de nuestra nueva deidad: el mercado.

Una de las características del sistema neoliberal consiste en privatizar las responsabilidades de la reproducción generacional y evitar así el desarrollo de los dispositivos sociales de cuidado de los niños y jóvenes, que resultan indispensables para acompañar la incorporación femenina al mercado de trabajo remunerado. La actual mistificación cultural del amor materno es usufructuada a fines de optimizar la acumulación de capital y reducir los costos laborales. Las mujeres trabajadoras deben entonces realizar complejos arreglos para hacer compatible la maternidad con el trabajo. La conciliación entre trabajo y familia es un problema que deriva del modo de producción y del sistema de gobernabilidad política. Su privatización se enmarca en la erosión actual de la solidaridad social y en la responsabilización de los sujetos por su supervivencia y la de sus descendientes, en un contexto inestable y con frecuencia, imprevisible.

El miedo, una emoción cuyo predominio actual ha sido tan bien descrito por Bauman (2013), se duplica en el caso de las madres de hijos pequeños, que cada vez con mayor frecuencia deben hacerse cargo de su crianza en soledad, dada la fragilización de los lazos familiares. A esto se agrega la creciente precariedad laboral, que agrega inestabilidad y amenazas a la supervivencia, en una situación caracterizada por la soledad y la sobrecarga.

Este contexto hostil para la crianza ha sido captado por las diversas corrientes teóricas del feminismo. En los años 70, la maternidad fue percibida como la institución cuyo funcionamiento era considerado como el principal factor responsable de la desventajosa condición social de las mujeres. Las mujeres educadas aspiraban a incorporarse al mercado, ya que la disponibilidad de recursos propios y el desarrollo de carreras laborales fueron percibidos como pasaportes hacia la autonomía con respecto de la tutela masculina.  Respecto de esta tendencia antimaternal, nunca ha sido mejor empleada la expresión que manifiesta que no se debe tirar el niño junto con el agua del baño. Pasados unos años, algunas feministas volvieron sobre sus pasos. Este periplo ha sido bien explicado por Nancy Chodorow (1984), una psicoanalista feminista proveniente de las ciencias sociales, autora de un libro muy influyente titulado El ejercicio de la maternidad. La propuesta que allí realizó acerca de compartir la crianza entre ambos padres obtuvo amplia repercusión y fue acompañada por diversas autoras, tales como Gayle Rubin, Kate Millett, y Christianne Olivier. Aunque esa propuesta innovadora ha expresado una transformación social entonces en ciernes y hoy en curso –ahora los padres jóvenes participan cada vez más en la atención de los niños–, la autora tiende actualmente a moderar su posición, al reconocer la variabilidad cultural existente y otorgar prioridad e importancia a la relación temprana entre la madre y el hijo, que no considera homologable, de modo puntual, con el vínculo padre-hijo (Chodorow, 2000).

Si los 70 se caracterizaron por la rebelión y hasta por el rechazo hacia la maternidad por parte de las mujeres que estuvieron a la vanguardia de las transformaciones en su condición social, el nuevo siglo presenta un panorama caracterizado por aparentes contradicciones entre la renuncia a la condición maternal y la búsqueda de hijos a cualquier costo. El áspero debate que aún atraviesa a nuestro país en torno del derecho al aborto sirve como testimonio de las pasiones que se agitan en torno de la autonomía femenina.

Maternidades del siglo XXI

Las generaciones de adultas jóvenes han postergado de modo notorio la edad del inicio de la maternidad. Esta es una tendencia común a todo Occidente y se vincula con la elevación de lo que se considera hoy como necesidades básicas, la aspiración a una existencia confortable y la participación femenina en la construcción del status familiar. Las mujeres posmodernas necesitan desarrollar sus carreras laborales antes de limitarlas debido a sus responsabilidades maternales. Esta postergación se relaciona entonces con el ocaso del varón como proveedor exclusivo y las nuevas ambiciones personales femeninas. En consecuencia, se presentan otros problemas, porque la fertilidad femenina transcurre sobre patrones biológicos establecidos y disminuye cuando pasan los años. Para hacer frente a este desfase temporal, la sociedad mercantil ha creado una oferta del sistema médico que propone la vitrificación de los óvulos de las nuevas trabajadoras, a la espera de tiempos mejores para el inicio de su ejercicio maternal.

En medio de estas vicisitudes ha surgido una tendencia social incipiente, pero en ascenso, que consiste en que algunas mujeres, educadas y con recursos disponibles, están optando por no ser madres1. El rehusamiento a la maternidad ha sido un impensable cultural durante largos siglos. Mientras que las mujeres de las sociedades agrarias calificaban su infertilidad mediante una metáfora que aludía a la tierra que no daba frutos y su frustración daba lugar a tragedias tales como la Yerma, de García Lorca, algunas habitantes de las ciudades hoy prefieren protegerse de la precariedad del mercado y disfrutar de las nuevas posibilidades de conocer el mundo, limitando su familia a la pareja conyugal. Este desvío respecto de los imperativos tradicionales no se asocia en la actualidad con ninguna patología severa, sino que ha ganado carta de ciudadanía como una opción vital legítima. Resulta difícil determinar cuánto peso en esta decisión se puede adjudicar a la incertidumbre laboral, cuánto a factores biográficos de índole traumática y cuánto al individualismo posmoderno. El hecho es que hoy la opción por no ser madre está presente y ha ganado legitimidad.

He estudiado con anterioridad la condición maternal de las mujeres que han atravesado por un divorcio y han logrado concertar una nueva unión de pareja (Meler, 2016). En ese estudio, me resultó posible comprender que es muy diferente la situación de una mujer soltera que forma pareja con un hombre divorciado que ya ha sido padre, de las condiciones en que las madres divorciadas desempeñan su función. Mientras que las jóvenes que se inician como madres en el contexto de un ensamblaje familiar suelen gozar de cierta protección merced a la mayor edad y mejor desarrollo laboral de sus cónyuges, las mujeres que quedan a cargo de sus hijos como progenitoras únicas en el hogar, en muchos casos atraviesan situaciones de extrema exigencia, sobrecarga y desamparo. Esto ocurre porque muchas de ellas no se han subjetivado ni preparado para ser jefas de hogar y el divorcio, muchas veces no elegido, las arroja en situaciones a las que les resulta difícil hacer frente. Es posible suponer que este desamparo no se va a perpetuar a lo largo de las generaciones. En otro estudio realizado en UCES con jóvenes universitarias2, he encontrado algunas entrevistadas que anticipaban, como una alternativa posible, que les tocara ejercer la maternidad en solitario. Incluso sus proyectos laborales estaban diseñados para el difícil desafío de la conciliación entre trabajo y familia, en la eventualidad de perder el concurso práctico y económico de sus compañeros actuales.

La situación de las mujeres divorciadas, que anteriormente ha sido novedosa, ha dado espacio a una nueva tendencia que ha aparecido a continuación: las madres solas por elección.  No se trata de la figura social de la joven adolescente embarazada por ignorancia, impulsividad o desaprensión, cuando no debido a la violencia o el abuso. Esta es una imagen conocida entre nuestros sectores populares, que recibe su cuota de idealización, para tornar invisible el desamparo de las adolescentes, el eslabón más débil de la cadena, que cargan con la reproducción generacional es un contexto que se desentiende de las responsabilidades estatales, y en una cultura donde la desimplicación masculina es frecuente. En cambio, las mujeres que representan la tendencia innovadora a la que me refiero son mayores, su edad oscila entre los 35 y los 45 años, y pertenecen a los sectores medios educados.

Para intentar comprender el crecimiento de esta opción vital, es importante relacionarla con los procesos que la precedieron. Las madres divorciadas en muchos casos atraviesan períodos monoparentales y también es frecuente que no logren o no deseen rehacer otro matrimonio o convivencia. Por lo tanto, estas jóvenes que ejercen su maternidad sin contar con el aporte de un compañero, en algunos casos han tenido la experiencia de estar cargo de una progenitora que las crio en solitario. Incluso cuando sus padres varones se hicieron cargo de participar en la crianza, la relación parento-filial no se estableció con una pareja parental, sino con cada progenitor, de modo individual. Eso va creando una tradición, una microcultura familiar, lo que hace necesario considerar el peso determinante de su experiencia como hijas, cuando provienen de hogares  cuyos padres se han divorciado. Sin embargo, este no es un antecedente obligado, ya que también algunas hijas de matrimonios unidos en primeras nupcias, toman este camino para construirse una familia.

Otro factor que incide en esta nueva modalidad de maternidad es sin duda el aflojamiento de la censura social. El ejercicio de la sexualidad femenina ha adquirido legitimidad y el nacimiento de un hijo extramatrimonial ya no implica deshonra, ni para la madre ni para el niño/a. En términos foucaultianos (Foucault, 1980), tanto el dispositivo de la sexualidad como el dispositivo de la alianza, que han regulado hace poco tiempo los intercambios eróticos y familiares, están atravesando por un proceso de desregulación. Las familias tienden a desinstitucionalizarse y dependen cada vez más de los avatares del deseo y menos de los contratos establecidos.

La autonomización erótica de las mujeres educadas va de la mano con su relativa autonomía económica. Aunque en muchos casos, al menos en los países en vías de desarrollo, la maternidad precariza la condición económica de las mujeres sin pareja, ellas han hecho la experiencia de autoabastecerse y saben que, aun con restricciones, pueden subsistir con sus hijos mediante sus propios recursos. Esta vivencia las hace más renuentes a pagar el dividendo patriarcal, o sea a intercambiar sometimiento por protección. Las mujeres que optan por la maternidad sin pareja abren, a veces a pesar de ellas, un camino de progresiva independencia, lo que no implica la negación de la vulnerabilidad y la interdependencia que son parte de la condición humana, pero sí las habilita para sustraerse de los lazos naturalizados de la subordinación femenina. Aunque limitados, los medios de que disponen les permiten entrar en crisis con algunas características de la masculinidad tradicional, tales como el autoritarismo, la violencia y la infidelidad deportiva. Celosas de su capacidad de elegir el estilo de vida que prefieren, transitan, no sin incertidumbre y angustia, un camino inédito para la construcción de lazos familiares.

Los recursos de apoyo que necesitan provienen de dos fuentes principales: las familias de origen y los lazos solidarios entre mujeres. El vínculo conyugal, que sirvió como sostén en las familias modernas de las clases medias, en estos casos está ausente. Buscar la ayuda de los propios padres ha sido sancionado de modo negativo, por considerar que se trata de una estrategia endogámica, y las mismas mujeres que están ejerciendo su maternidad a solas temen a la confusión entre generaciones y a la fusión regresiva con sus familiares consanguíneos. El recurso a los padres en algunos casos responde, efectivamente, a una vocación incestuosa inconsciente; pero en otras situaciones, no es el deseo sino la necesidad lo que las motiva a pedir su ayuda.

En cuanto a la solidaridad entre mujeres, esta es el corolario obligado de la ausencia masculina. Elisabeth Roudinesco, en su obra La familia en desorden (2003), resalta el valor de las actuales formas de familiarización porque las considera una defensa contra la tribalización. Al parecer, sin embargo, la tribalización ha llegado para quedarse entre nosotros por un tiempo. Tal vez sea un período transitorio, que habilite que las relaciones entre varones y mujeres puedan recomponerse sobre otros fundamentos. Y en ese camino, los lazos obligados de sororidad tal vez ayuden a la construcción colectiva de una feminidad alternativa, a la que se llegaría invirtiendo el periplo tradicional, que transitaba desde el amor de pareja hacia la maternidad. En estos tiempos, y en esos casos, la maternidad precede al amor, que continúa siendo anhelado por muchas madres solas, aunque no por todas. La mayor parte de ellas desean un compañero, imaginado en sueños que buscan desimplicarse de la pesadilla patriarcal.

Por Irene Meler (*) para Página12.-

* Coordina el Foro de Psicoanálisis y Género (APBA).

 

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