Durante las primeras 48 horas del 2019 se registró un femicidio en Santiago del Estero a manos de un agente de policía, quien luego se suicidó; otra mujer fue acuchillada en la localidad bonaerense de Tigre, ésta, a manos de su ex pareja quien fue detenido. En Paraná, mientras tanto, una mujer recibió varias puñaladas y se encuentra internada en el hospital San Martín, ahora fuera de peligro luego de una intervención quirúrgica. En la ciudad balnearia de Miramar una menor, de catorce años, fue violada entre cinco jóvenes de entre 21 y 23 en un camping durante los “festejos” de fin de año. Sombrío. Por Valentín Ibarra, para AIM.
Disciplinamiento y crueldad sobre el cuerpo de la mujer
Un panorama como éste nos obliga a pensar que está en marcha una guerra contra las mujeres parafraseando a la antropóloga Rita Segato (Traficante de Sueños, 2016) quien expone en sus formulaciones sobre genero y violencia que: “… expresión violencia sexual confunde, pues aunque la agresión se ejecute por medios sexuales, la finalidad de la misma no es del orden de lo sexual sino del orden del poder (…) no se trata de agresiones originadas en la pulsión libidinal traducida en deseo de satisfacción sexual, sino que la libido se orienta aquí al poder y a un mandato de pares o cofrades masculinos que exige una prueba de pertenencia al grupo (…) mediante este tipo de violencia el poder se expresa, se exhibe y se consolida de forma truculenta ante la mirada pública, por lo tanto representando un tipo de violencia expresiva y no instrumental”. Estas impresiones se fundan en la convicción de la antropóloga de que el patriarcado, o relación de género basada en la desigualdad, es la estructura política más arcaica y permanente de la humanidad. Una estructura que moldea las relaciones entre posiciones diferenciadas de prestigio y de poder, potenciadas por la letalidad de un proceso de conquista y colonización. La expresión patriarcal-colonial-modernidad describe adecuadamente la prioridad del patriarcado como apropiador del cuerpo de las mujeres y de éste como primera colonia.
Estas premisas, ampliamente trabajadas por Segato, respaldan la tesis fundamental de que los crímenes sexuales no son obra de desviados individuales, enfermos mentales o anomalías sociales, sino expresiones de una estructura simbólica profunda. En otras palabras: el agresor y la colectividad comparten el imaginario de género, hablan el mismo lenguaje, pueden entenderse.
Mandato de violación
Por razones de síntesis, vamos a equiparar (provisoriamente) los términos: violencia de género, violaciones y femicidios dado que estamos refiriendo al uso y abuso del cuerpo del otro sin que éste participe con intensión porque de lo que se trata es de la aniquilación de la voluntad. La víctima es expropiada del control sobre su espacio-cuerpo. “En ese sentido, también este acto está vinculado a la consumición del otro, a un canibalismo mediante el cual el otro perece como voluntad autónoma y su oportunidad de existir solamente persiste si es apropiada e incluida en el cuerpo de quien lo ha devorado. Su resto de existencia persiste solo como parte del proyecto del dominador”, o bien, sencillamente dejando de existir cuando la aniquilación es total.
Esta forma de violencia, sobre los cuerpos y las prácticas, tiene un carácter expresivo más que instrumental. Busca expresar que se tiene en las manos la voluntad del otro: dominio, soberanía y control son su universo de significación, son capacidades que solo pueden ser ejercidas frente a una comunidad de vivos y, por lo tanto, tienen más afinidad con la idea de colonización que con la idea de exterminio, afirma la antropóloga. En un régimen de soberanía, algunos están destinados a la muerte para que en su cuerpo el poder soberano grabe su marca, de ahí el carácter expresivo y no utilitario.
Todo acto de violencia, como un gesto discursivo, lleva una firma
La violación, pensamos con la autora, se dirige necesariamente a uno o varios interlocutores que se encuentran físicamente en la escena o presentes en el paisaje mental del sujeto de la enunciación. Sucede que el violador emite sus mensajes a lo largo de dos ejes de interlocución y no solamente de uno, como generalmente se considera, pensándose exclusivamente en su interacción con la víctima. En el eje vertical, su discurso adquiere un cariz punitivo y el agresor un perfil de moralizador, de paladín de la moral social porque, en ese imaginario compartido, el destino de la mujer es ser disciplinada y reducida, por el gesto violento de quien reencarna, por medio de este acto, la función soberana. Pero además existe un eje horizontal de interlocución: aquí, el agresor se dirige a sus pares, y lo hace de varias formas: les solicita ingreso en su sociedad y, desde esta perspectiva, la mujer violada se comporta como una víctima sacrificial inmolada en un ritual iniciático; compite con ellos, mostrando que merece, por su agresividad y poder de muerte, ocupar un lugar en la hermandad viril y hasta adquirir una posición destacada en una fratría que solo reconoce un lenguaje jerárquico y una organización piramidal. Esto es así porque en el larguísimo tiempo de la historia del género, tan largo que se confunde con la historia de la especie, la producción de la masculinidad obedece a procesos diferentes a los de la producción de femineidad, evidenciado en una perspectiva transcultural que indican que la masculinidad es un estatus condicionado a su obtención mediante un proceso de aprobación o conquista.