El miedo es uno de los gigantes del alma, según la psicología de la época que todavía tenía alma. Después, las explicaciones derivaron hacia un chisporroteo de neuronas; pero el miedo mantuvo su puesto social más por utilidad política que por valoración científica. El miedo ha confinado en sus casas a casi toda la población mundial, algo impensable hasta hace poco, pero que el poder ha conseguido con una facilidad sorprendente.
En su "historia de la locura en la época clásica", el filósofo francés Michel Foucault subraya que en el siglo XVIII, con la invención de los manicomios y otros institutos de internación, el uno por ciento de la población de París estaba encerrada con distintos pretextos, locos junto con delincuentes, libertinos, mendigos, vagabundos y pobres en general.
Ese uno por ciento le parecía una enormidad estadística a Foucault, que lo llamó "el gran encierro". No vivió para ver a todos encerrados por una locura ajena sabiamente administrada por el poder, que esgrime el peligro de un virus nuevo, no muy diferente del que produce pandemias de gripe cada año.
El miedo omnipotente
El psicólogo suizo Carl Gustav Jung, discípulo disidente de Freud, tenía un paciente dominado por el miedo al cáncer. Cuando por fin, después de intentar por varios medios hacerle notar su error, el paciente admitió que no tenía cáncer, dijo suspirando desfalleciente: "pero podría tenerlo". La reflexión de Jung es que efectivamente, ese paciente tenía cáncer, pero no el orgánico que temía sino otro, el equivalente psíquico instalado en su mente, desde donde lo colonizaba íntegramente.
Otra versión de la misma historia, con intención humorística:
- Doctor, vengo porque tengo gastroenteritis.
- ¿Tiene dolores abdominales?
- No
-¿Tiene vómitos?
- No
-¿Náuseas?
- No
- ¿Diarrea?
- No
- ¿Tuvo fiebre o dolor de cabeza?
- No
- ¿Y entonces para qué vino?
- Porque a lo mejor soy enfermo asintomático.
Peligro sin síntomas
El enfermo asintomático se ha puesto de moda con la pandemia de Covid 19; no tiene síntomas pero tiene lo que interesa: puede contagiar. Es el espécimen perfecto para generar miedo: alguien que tras un aspecto saludable esconde la amenaza. En la edad media, los terribles efectos de la concupiscencia se ilustraban a los monjes con una mujer hermosa que de espaldas mostraba pústulas, serpientes y todos los signos posibles del asco y el horror. Moraleja: una apariencia hermosa puede esconder una amenaza horrible, que hay que temer y de la que hay que huir.
En una entrevista poco antes de morir, Jung afirmó: "Necesitamos más entendimiento de la naturaleza humana, porque el único verdadero peligro que existe es el hombre mismo y somos penosamente ignorantes de ello. La psique del hombre debería ser estudiada porque nosotros somos el origen de todo mal". A sus 84 años instaba a mirar hacia adelante como si la vida fuera eterna, lo que el miedo hace imposible.
Una herramienta del poder
El miedo no se instaló con la pandemia. Está con nosotros, en nosotros, desde hace mucho. Es una de las formas de control que usa el poder, que como advirtió Jung paraliza y mata antes de tiempo. Su utilidad está consagrada contra cualquier intento de desorden, contra toda protesta que pueda articularse y prosperar. Es un instrumento de refuerzo del orden establecido .
La inmensa barahúnda que acompaña desde hace meses en todo el mundo a la pandemia es necesaria para mantener la mente de la gente fija en un punto, sin alivio ni escape, de modo que termine creyendo por repetición incesante que la enfermedad está ahí, tiene perfil, olor y color, que es tan real como su casa y sus hijos.
Como siempre el peligro es "el otro", en distintos tiempos y lugares el hereje, el terrorista, la mujer, el negro, al pobre, el esclavo, el extranjero. Ahora son los insolidarios que no respetan la cuarentena, o como quiere llamarse ahora, el aislamiento social preventivo.
El "otro", ese enemigo detestable que cada cual imagina según su capacidad pero que nivela por el miedo, facilita al poder la actitud represiva y hace que las propias víctimas entreguen apuradas cualquier resto de libertad.
Reconstrucción o destrucción total
Cada uno siente que su orden interior está destruido o en riesgo de desaparecer, el miedo genera una angustia insoportable que lleva a arrojarse en brazos del poder, que se ofrece como capaz de generar un orden que devuelva la calma que el propio poder alteró.
Importa que no haya desconfiados -que son al final los que nunca creen en nada- pero más importa tener una tabla a la que agarrarse en el naufragio aunque no haya signos de colisión, el sol siga saliendo y el viento siga soplando.
Hay un peligro en el aire en forma de gotitas invisibles o de presencias demasiado cercanas que enloquecen y generan la necesidad de entregarse, de obedecer sin pensar, de aceptar sin chistar todas las recomendaciones que lleven a restablecer el equilibrio perdido.
En estas condiciones los medios de comunicación modernos juegan un rol esencial, ya previsto en teoría por los totalitarismos del siglo pasado, y empleados ampliamente por los Estados que les siguieron y que pretenden ser sus adversarios ideológicos.
Por eso la amenaza, sea los inmigrantes, los villeros, los asintomáticos o quien fuera, están siempre en la primera línea del comentario y la información.
Cada cual hace su parte
La función de los medios es difundir la toxina, intoxicar a todos, de modo que haya una mayoría suficiente que no pueda ejercer el pensamiento crítico de que todos están dotados, en mayor o menor medida.
El poder en sus diversas formas, como las instituciones del Estado, los partidos políticos, los sindicatos, las organizaciones profesionales, entre otras, fácilmente se suman como instrumentos de difusión del miedo.
Al final, tenemos una población atrincherada y blindada contra una invasión de bárbaros que nunca termina de llegar, porque si llegara paradójicamente terminaría con el miedo, que está más en la tensa espera que en la acción que la sigue.
El miedo controla y sirve para que el Estado corrompa y crezca en poder, recorte libertades, rebaje sueldos, aumente impuestos y tome medidas inconsultas e ilegales, con el pretexto laudable del bien común y la salud de todos.
Pero el precio es alto: podemos creer que mediante medidas draconianas, como mantener recluidos los sanos varios meses, con prórrogas cada 15 días, nos hemos salvado de la enfermedad y la muerte. Pero el miedo no deja pensar, no deja dormir, no deja trabajar, no deja sentir otra cosa que miedo, enferma como quizá no lo hubiera hecho la peste libremente aceptada.
Un refuerzo por si hace falta
En las sociedades modernas la peste es solo un refuerzo del miedo habitual: hay miedo a la pobreza, a la desocupación, a la marginalidad, a los criminales impunes que muestra la tele, a la violencia.
Pero mientras la gente se atrinchera contra el virus y mira al otro con recelo, usa bozal y alcohol en gel, acepta hisopados y muestra permisos para caminar, otros peligros más reales se esconden prolijamente, como dice la historia que hacían los indios del Chaco cuando divisaban la polvareda que levantaban los españoles cuando emprendían una expedición punitiva.
Entre los riesgos disimulados o atenuados, que pasan inadvertidos pero se presentarán a su tiempo, está la catástrofe financiera mundial y en particular la argentina; el costo de las gastos para solventar la crisis y si es necesario para mantener los bancos, como ya ocurrió en 2008, las exenciones de impuestos de las grandes compañías, la tala de montes, los incendios, las matanzas de animales en sus hábitats.
Los medios identifican un peligro y llaman la atención sobre él a tambor batiente, pero mientras tanto los riesgos no percibidos siguen minando la sociedad sin que los temerosos lo adviertan. Lo deberán hacer al tiempo que el poder disponga, cuando sea demasiado tarde.
De la Redacción de AIM.