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¿Es la cancelación una herramienta de justicia o una forma de silenciamiento? Entre la corrección política y la censura, un análisis sobre su impacto en la sociedad y la política.
La cancelación como fenómeno social y político
En la era digital, la cultura de la cancelación ha pasado de ser un mecanismo de denuncia legítima a convertirse en una herramienta de presión social con impactos profundos en la política, la cultura y la vida cotidiana. Lo que inicialmente surgió como una forma de exigir responsabilidad a figuras públicas por actos de discriminación, violencia o abuso de poder, ha evolucionado en un fenómeno que, en muchos casos, elimina cualquier posibilidad de redención o aprendizaje.
El concepto de cancelación no es nuevo. Históricamente, las sociedades han ejercido sanciones sociales contra quienes transgredían normas establecidas. Sin embargo, en el actual ecosistema digital, donde las redes sociales funcionan como tribunales abiertos y masivos, la cancelación ha adquirido una dimensión sin precedentes. La inmediatez y viralidad de las denuncias impide muchas veces un análisis profundo de los hechos, reduciendo todo a un juicio sumario donde la condena es definitiva y sin apelaciones.
El dilema de la libertad de expresión y la responsabilidad
Uno de los principales debates en torno a la cancelación es su relación con la libertad de expresión. Desde sectores conservadores y neoliberales, se la denuncia como una forma de censura impulsada por la corrección política. Desde el progresismo, se la defiende como un mecanismo de accountability que permite señalar discursos y prácticas que perpetúan desigualdades estructurales.
El problema radica en la falta de criterios claros sobre cuándo la cancelación es una herramienta legítima y cuándo se convierte en un castigo desproporcionado. No es lo mismo cancelar a un político por actos de corrupción que a un artista por un comentario desafortunado de hace diez años. En muchos casos, la cancelación deja de centrarse en la reparación del daño y se transforma en una forma de escarmiento público donde lo importante no es el aprendizaje, sino la aniquilación simbólica del "culpable".
Desde la sociología de la comunicación, se advierte que este fenómeno genera un efecto paradójico: en lugar de erradicar discursos de odio o conductas problemáticas, puede reforzarlos. Las personas canceladas muchas veces se refugian en sectores reaccionarios que capitalizan el rechazo a la corrección política para construir un discurso victimista. Esto ha sido clave en el auge de la extrema derecha, que se ha presentado como "la única voz disidente" en un mundo dominado por la cultura woke.
Las consecuencias en la política y el debate público
La cultura de la cancelación no solo afecta a individuos, sino también a la política en su conjunto. En América Latina, donde los debates sobre identidad, género y justicia social han ganado centralidad, la cancelación se ha convertido en un arma de doble filo. Por un lado, ha permitido poner en agenda temas históricamente invisibilizados, como la violencia machista, el racismo estructural o la opresión de las disidencias sexuales. Pero, por otro, ha generado una polarización extrema que obstaculiza el diálogo y la construcción de consensos.
Los sectores conservadores han sabido aprovechar esta dinámica para presentar a los movimientos progresistas como autoritarios y dogmáticos. Así, mientras el feminismo, el antirracismo o la lucha por los derechos LGBTQ+ se fragmentan en disputas internas sobre lo que es o no políticamente correcto, la ultraderecha se fortalece con un discurso de "libertad de expresión" que en realidad es una coartada para el avance de ideas reaccionarias.
¿Hacia una cultura de la responsabilidad en lugar de la cancelación?
El desafío es encontrar un equilibrio entre la crítica legítima y el castigo desproporcionado. No se trata de eliminar la cancelación como mecanismo de denuncia, sino de replantear sus límites y objetivos. Si el progresismo quiere consolidarse como una fuerza de cambio real, debe evitar caer en purismos ideológicos que solo benefician a quienes buscan deslegitimarlo.
Necesitamos espacios donde las personas puedan rendir cuentas por sus actos sin que esto implique su destrucción social automática. En lugar de una cultura de la cancelación basada en la exclusión, es necesario construir una cultura de la responsabilidad, donde la crítica sea un motor de transformación y no un simple ejercicio punitivo.
La pregunta final es clave: ¿queremos una sociedad donde el error implique una condena perpetua o una en la que el aprendizaje y la evolución sean posibles?
De la Redacción de AIM