Por Beatriz Chisleanschi, de Revista PPV, especial para AIM. En estas dos últimas semanas hay números que se incrustan como dagas en el cuerpo social y en las sensibilidades individuales, más de 23 mil personas contagiadas en un país con un 42 por ciento de pobreza y un 10,5 de indigentes según los datos que surgen de analizar el último semestre del 2020 y que informara el Indec días pasados.
De ese 42 por ciento, más del 50 son niños de hasta 14 años, y si hay niños pobres, hay madres, mujeres que también lo son.
Es imposible ser indiferente ante estos porcentajes que nos hablan de vidas de miseria, de hambre, de niños sin juegos ni juguetes, muchos sin escuela ni educación. De madres que sufren por no poder alimentar a sus hijos, de panzas crujientes, de corazones desolados.
La feminización de la pobreza, término acuñado en los años 70, no es nuevo. El empobrecimiento material, la vulneración de derechos o el empeoramiento de las condiciones laborales y peor aún, de vida de las mujeres, son la muestra de una deficiencia estructural que deja expuesta la interacción dialéctica existente entre brecha de género y pobreza.
Si tomamos como referencia lo sucedido en el período pandémico 2020 – recordemos que el primer trimestre fue pre-pandémico – observamos que la caída en los niveles de ocupación, de pérdida de puestos laborales o la salida del mercado productivo son similares para varones y mujeres, el tema es desde donde se parte y allí la inequidad de género se hace realmente visible. En este sentido, la especialista Macarena Turubiano, señala en su nota para Infobae que “el punto de partida de ambos grupos es diferente, ya que las mujeres enfrentan cotidianamente una tasa de ocupación menor que los varones (35,9 por ciento para el primer trimestre 2020, contra 49 por ciento para los varones) y una tasa de inactividad mucho mayor (53,5 por ciento contra 36,3 por ciento para el mismo período).” (“Mujeres y pandemia, el impacto en los ingresos” - Infobae, 30 de marzo 2021).
Incluso, en materia de ingreso, el varón gana un promedio de $36.695 mensual, en tanto las mujeres ganan 28.279 pesos, según lo vemos en el gráfico realizado por Paridad para la macro de Turubiano.
El observatorio de la Undav (Universidad de Avellaneda) señala que siete de cada 10 personas con los más bajos ingresos son mujeres y siete de cada 10 personas con los más altos ingresos son varones. Estos datos hablan por sí mismos.
Lo que sucede en nuestro país entre mercado laboral y mujeres es una realidad mundial y regional. La maternidad, el hecho de que en muchos casos tengan que trabajar a tiempo parcial, la prestación en trabajos desvalorizados como la limpieza de casas o el cuidado de les hijos lleva a que, en la región, en promedio, ellas ganan alrededor del 20 por ciento menos que los varones siendo que trabajan cada semana entre 20 y 30 horas más que los hombres por la tarea doméstica que realizan. Claramente las mujeres pagan un impuesto reproductivo por estar en sus casas.
De la ayuda del Estado a la Soberanía alimentaria
El Estado:
Detrás de esta realidad, de estos números, de una pandemia que dejó más que visibilizada esta brecha de género, están las mujeres de carne y hueso, las que hacen lo imposible para sobrevivir, las que pelean por mejores condiciones laborales, las que luchan por salir de sus hogares, las que mantienen las barriadas, las que trabajan la tierra y producen los alimentos.
Si siempre el vínculo entre alimentación, salud, infancia y mujer fue indisoluble, en épocas de pandemia lo es más aún, de allí la importancia de la intervención estatal. La transferencia de dinero que se hizo con el IFE (Ingreso Familiar de Emergencia) y que se realiza con la AUH (Asignación Universal por Hijo) resultó vital para sostener a los sectores más vulnerables y para que las mujeres no pierdan más de la mitad de su ingreso.
El impuesto a las grandes fortunas es otra decisión del estado que va a redundar en una mejora sustantiva para estas mayorías pauperizadas, un impuesto, a la riqueza que ya fue presentado como necesario por el propio Joe Biden y el FMI.
La Tarjeta Alimentar es otro recurso que ayuda a estos sectores más desprotegidos. Un informe de la UCA da cuenta de que casi la totalidad de titulares de esta tarjeta son mujeres y que, quienes la reciben, se encuentran más protegidos que los no destinatarios.
Soberanía alimentaria:
La economía campesina es parte hoy de lo que se visibiliza como producción esencial e imprescindible frente a la crisis que profundizó el coronavirus. La secretaria de Género y una de las fundadoras de la Unión de Trabajadoras de la Tierra (UTT), Rosalía Pellegrini, explicaba a Revista PPV que “debemos empezar a preguntarnos qué necesitamos para vivir, y para vivir necesitamos comer alimentos y ese alimento tiene que ser sano y estar en función social.”
Cuando la canasta básica alimentaria sufrió una variación mensual del 5,18 por ciento el valor de los alimentos comienzan a ocupar un lugar central, al respecto señala Pellegrini “El alimento no puede ser mercancía a venderse y estar sujeto al libre mercado, el alimento tiene que responder a las necesidades que tenemos como pueblo. Cuando nos preguntamos qué comemos, qué hay detrás de lo que comemos, cómo se produce ese alimento, cómo vivimos aquellos que producimos ese alimento, cómo los consumidores y consumidoras accedemos a él, pensamos en su distribución en donde está localizado, a qué proyecto estamos aportando es pensar en términos de soberanía alimentaria.” Y agrega, “en la soberanía alimentaria las mujeres tenemos un rol muy importante, porque si hablamos de alimentación, hace muchos años que peyorativamente nos mandan a la cocina. Las mujeres, en nuestros territorios saqueados y empobrecidos por estos modelos de mercantilización de la tierra y de los bienes comunes, venimos sosteniendo la supervivencia día a día de las familias más empobrecidas. Quien mágicamente recrea un alimento que pueda ser comido, que pueda alimentar a nuestros hijos e hijas somos las mujeres, las que entendemos que para resolver el problema del hambre no tenemos que sentarnos a negociar con Syngenta, con Dreyfus, con Cargill, o con los que eternamente lucraron con la pobreza. Debemos entender que una política alimentaria tiene que estar en función de nutrir nuestros cuerpos, el derecho a comer bien, sano, rico y que ese derecho esté en función de las mayorías. Siempre decimos que nos llama la atención que cuando se construyen esas mesas para resolver la Argentina contra el hambre o las políticas alimentarias o el precio de los alimentos, terminan sentándose con hombres, empresarios que en realidad no tienen nada que ver con la producción de alimentos, sino que son los mueven alimentos a un hipermercado o a una distribuidora, y que poco les importa cómo se nutre. Hay que trabajar una política alimentaria que sea soberana, que sea decidida por nosotros como pueblo y que tenga esa perspectiva de las mujeres de cuidado. El alimento no es para hacer negocios, ese alimento es para alimentar.”
Hay salidas, hay formas de cambiar el modelo productivo nacional, hay posibilidades de realizar una reforma agraria y de caminar hacia la soberanía alimentaria, pero nada podrá hacerse si un posicionamiento feminista, sin una perspectiva de género que pueda romper de una vez y para siempre con la lógica patriarcal y con un sistema de explotación.