Aquel lunes 18 de julio de 1994, amaneció gris: el invierno empezaba a marcar con frío su estilo. La ciudad despertaba con un sol pálido, los comercios habían abierto sus puertas en buena cantidad, la comunidad cercana a Pasteur 633 empezaba a trajinar su actividad. Mujeres y hombres en sus calles, tráfico denso en el barrio, como siempre, y algún taxi buscando pasajeros. El semáforo en rojo, luego, pasó al verde y hasta acá, todo era un día más.
Cuando el reloj marcó las 9.53, tronó la ciudad con un rugido hondo y doloroso que se escuchó a decenas de cuadras: Buenos Aires sumó su segundo atentado en solo dos años. En 1992, la comunidad judía en la Argentina ya había sufrido la voladura de la embajada de Israel en la calle Arroyo 910, que dejó 22 víctimas fatales. Esta vez, la explosión en la sede de la Amia terminó con la vida de 85 personas. Desmoronada en su estructura, escombros y cadáveres, heridos y mutilados, conformaban un apocalíptico paisaje. Después se sumaron las sirenas, bomberos, ambulancias, gritos, y la solidaridad de voluntarios -algunos con perros- que buscaban bajo los escombros la vida que ya no estaba.
Desde aquel día de 1994 hasta hoy, pasaron 9500 días en las sombras de no saber casi nada. También se sucedieron casi una decena de presidentes, ministros de justicia, investigaciones nacionales e internacionales, cámaras de apelaciones, jueces y fiscales, reclamos y pedidos, misiones internacionales, y hasta algún tratado internacional, buscando lo que es, aun, un laberinto judicial sin resultados.
Veintiséis años después de aquella mañana, restan tantos interrogantes, misterios e impunidades, que corroen la razón misma. Es justo reivindicar la decisión del Gobierno actual de desclasificar los testimonios secretos de los agentes de inteligencia (AFI) y ponerlos a luz de la historia para poder avanzar. Asimismo, una resolución reciente de la Cámara que interviene dispuso renovar esfuerzos para que la actividad judicial siga buscando la verdad. Hasta ahora esquiva.