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El fascismo nuestro de cada día

Desde Lawrence Britt a  Umberto Eco, pasando por varios otros, el fascismo tiende a ser definido mediante un listado de características, a veces muy  largo, que convienen muchas a los regímenes políticos más "democráticos" y de apariencia y confesión menos fascistas.

Foto ilustrativa.
Foto ilustrativa.

Es  fácil para los demócratas  progresistas identificar el adversario político con una tendencia o doctrina desprestigiada, de modo que resulte manchado por el desprestigio  y deba pasar a la defensiva. Se trata de una variante de aquello de "ver la  paja en el ojo ajeno y no la viga en el ojo propio".

Pero con ese fin combativo el concepto de fascismo se estira demasiado, hasta coincidir con la expresión política del deseo de dominar, que es  propio de todo individuo en la medida en que necesite conciente o inconcientemente  afirmar su individualidad y haya sido "domesticado" con ese fin desde bebé por padres, maestros, profesores, partidos políticos, curas, amigos y parientes.

Serían fascistas en esta perspectiva    los doce césares cuyas vidas nos cuenta Suetonio, los señores feudales, los monarcas absolutos, los emperadores antiguos, Robespierre que quiso imponer la virtud por el terror, Hitler, Mussolini, Stalin, Mao,  Bush, Putin, Netanhayu, los califas, los modernos terroristas,   todos los gobiernos populistas,  etc, y mi mamá.

Pero se trata de una maniobra más de la lucha política, que es lucha por el poder y por consiguiente, "fascista" según la definición más amplia.

El fascismo  europeo, que hace malabares en manos de los europeizantes para aplicarse a todo el mundo y todas las edades, se fundaba en la sumisión del individuo al Estado nacional mistificado; en un estado de movilización propagandístico de las masas tomado de la Iglesia, acostumbrada a llevar los fieles  de acá para allá  y de allá para acá idolatrando imágenes  y a peregrinar a Compostela,  y sobre todo en el corporativismo, también de origen clerical, pero tomado de la experiencia de las ciudades de fines de la Edad Media en el norte de Italia, que fue limitada y breve.

Una instrospección rigurosa que lleve a descubrir cómo actúa en nosotros el deseo de dominar, cómo se expresa y cómo se disimula, puede servir para desmontarlo y liberarnos de él. Ese  puede ser el comienzo del fin del "fascismo"; pero  mientras tanto, seguirán cruzando en todas direcciones acusaciones sin fin.

"El  régimen actual de Europa está en decadencia acelerada y caerá en manos de la izquierda si antes no reconoce la necesidad de plegarse a la alternativa nacionalista". Ese es el núcleo del planteo discernible  de los neofascitas, fundado en temores antes que en análisis racionales. Y de agitar temores se trata: contra los bárbaros, contra los extranjeros, contra la miseria, contra la desocupación, contra las "otras civilizaciones" que pretenden usurpar lo que es de Occidente. Y ellos se dirigen a occidentales, es decir, a los que tienen el derecho de mandar por blancos y  mejores.

El que lo sustituya deberá ser  antiliberal, anticomunista, anticapitalista y antiburgués. No cuesta hoy ser antiliberal ni anticomunista, desde que incluso la fabricación de dinero, la generación de deudas monstruosas y de  crisis económicas  a voluntad quedó en manos de un  puñado de banqueros, el capitalismo de Adan Smith desapareció y también los burgueses de antaño. Queda el único poder central y total: El financiero, encarnado en un Estado totalitario, una sola conducción y un solo interés.

A esta realidad le conviene el lema fascista: creer, obedecer, combatir, combinada con otros ingredientes que hoy día serían solo decorativos, como  el culto de la fuerza, desfiles y uniformes,  y otros más necesarios como el culto a  la voluntad del líder y la sacralización del poder único y el uso sin discusión de la violencia para sostenerlo.

 

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