En la sierra ecuatoriana, se alza la iglesia de Licto.
Esta fortaleza de la fe fue reconstruida, con piedras gigantescas, mientras nacía el siglo veinte.
Como ha no había esclavitud, o eso decía la ley, indios libres cumplieron la tarea: cargaron las piedras a sus espaldas, desde una cantera lejana, a varias leguas de allí, y unos cuantos dejaron la vida en el camino de quebradas profundas y senderos angostos.
Los curas cotizaban en piedras la salvación de los pecadores. Cada bautismo se pagaba con veinte bloques y veinticinco costaba una boda. Quince piedras era el precio de un entierro. Si la familia no las entregaba, el difunto no entraba en el Cementerio: se lo enterraba en tierra mala, y de ahí marchaba derechito al Infierno.
Capítulo para el 20 de agosto del libro Los hijos de los días de Eduardo Galeano.-