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Lister, la cirugía sin infecciones

El 5 de abril de 1827 nació en Inglaterra Joseph Lister, cirujano que con el descubrimiento de los antisépticos redujo drásticamente las muertes por infecciones en las operaciones quirúrgicas.

Joseph Lister, cirujano que con el descubrimiento de los antisépticos redujo drásticamente las muertes por infecciones en las operaciones quirúrgicas.
Joseph Lister, cirujano que con el descubrimiento de los antisépticos redujo drásticamente las muertes por infecciones en las operaciones quirúrgicas.

Según estadísticas recogidas por el propio Lister, las muertes por infecciones postquirúrgicas disminuyeron de casi el 50 por ciento de los operados al 15 por ciento.

Si bien estas cifras son cuestionables, Lister pasó a la historia como el padre de la cirugía antiséptica. Hoy millones de personas lo homenajean cada día sin saberlo al enjuagarse la boca con un colutorio nombrado en su honor, pese a que él no participó en su invención ni se benefició de él.

Entrar en un quirófano en 1865 era una apuesta a vida o muerte. La anestesia había dejado atrás los tiempos de los agónicos gritos de los pacientes, pero la gangrena, la septicemia y otras infecciones postoperatorias acababan llevándose a casi la mitad de los operados.

El procedimiento habitual para ahuyentar las infecciones consistía en ventilar las salas del hospital con el fin de expulsar las miasmas, el “mal aire” que por entonces se creía que exhalaban las heridas y que contagiaba el mal a otros pacientes.

Más allá de este casi único hábito higiénico, los cirujanos de la época adoraban el “viejo y buen hedor de hospital”, como refleja Lindsey Fitzharris en su reciente libro The Butchering Art: Joseph Lister’s Quest to Transform the Grisly World of Victorian Medicine (Scientific American/Farrar, Straus and Giroux, 2017). Los médicos llegaban al quirófano con su ropa de calle y, sin siquiera lavarse las manos, se calzaban una bata cubierta de restos de sangre seca y pus a modo de galones en el uniforme.

Durante la intervención, los cirujanos utilizaban los ojales de la bata para colgar los hilos de sutura y así tenerlos a mano. El instrumental, si acaso, se limpiaba después de la operación, pero no antes. Si un bisturí caía al suelo, lo recogían y proseguían. Si en algún momento era preciso utilizar las dos manos, agarraban el bisturí con los dientes. En las zonas rurales no era raro que la intervención se cerrara aplicando en la herida un emplasto caliente de estiércol de vaca. Después, durante la ronda de planta, la sonda que se empleaba para drenar el pus de la herida de un paciente se aplicaba a continuación al de la siguiente cama.

Así, no era raro que incluso los propios cirujanos se resistieran a operar mientras no fuera absolutamente imprescindible. El problema de las infecciones era tan acuciante que llegó a hablarse de abolir la cirugía en los hospitales. Pero a Lister no le convencía la teoría de las miasmas; observando que la limpieza de las heridas a veces conseguía contener las infecciones, comenzó a sospechar que la raíz del problema no estaba en el aire, sino en la propia llaga.

En 1864, mientras ejercía como profesor de cirugía en la Universidad de Glasgow, Lister descubrió los trabajos de un químico francés llamado Louis Pasteur. Cuando leyó en Recherches sur la putrefaction que la fermentación se debía a los gérmenes, microbios invisibles al ojo, intuyó que la misma causa podía explicar las infecciones de las heridas.

Siguiendo las ideas de Pasteur, Lister buscó una sustancia química con la que aniquilar los gérmenes. Después de varias pruebas llegó al ácido carbólico (hoy llamado fenol), un compuesto extraído de la creosota que por entonces se empleaba para evitar la putrefacción de las traviesas de ferrocarril y la madera de los barcos, y que se aplicaba también a las aguas residuales de las ciudades. En 1865 y después de unos comienzos dudosos, por primera vez logró que la fractura abierta en la pierna de un niño atropellado por un carro cicatrizara sin infección.

A partir de entonces, Lister formuló un protocolo para esterilizar con soluciones de ácido carbólico el instrumental quirúrgico, las manos del cirujano, los apósitos y las heridas, e incluso diseñó un pulverizador para difundir la sustancia en el aire del quirófano, lo que no resultaba precisamente agradable. Pero los resultados compensaban la molestia, y en 1867 Lister pudo divulgar sus hallazgos y su método antiséptico en una serie de artículos en la revista The Lancet.

Sin embargo, la antisepsia de Lister no caló de inmediato. Muchos médicos se mofaban de aquella idea de los gérmenes invisibles flotando en el aire, tachándola de charlatanería opuesta a la ciencia. El editor de la revista Medical Record escribió: “es tan probable que en el próximo siglo seamos ridiculizados por nuestra creencia ciega en el poder de los gérmenes invisibles como nuestros antepasados lo fueron por su fe en que ciertas enfermedades estaban causadas por la influencia de los espíritus, los planetas y cosas por el estilo”.

Más de un siglo y medio después, los métodos y las sustancias han cambiado. Desde la perspectiva actual puede sorprender aquel uso tan generoso del corrosivo y tóxico fenol, que hoy se maneja en los laboratorios con especial cuidado. Pero de Lister hoy nos queda su revolucionaria idea que trazó la línea entre la cirugía antigua y la moderna. Y el Listerine.

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