Por cuatro días y en el marco del G20, las personas en situación de calle no podrán estar en los anillos de seguridad implementados por la cumbre de líderes mundiales. "Nos están desterrando de la ciudad", dice Rubén.
En el ventanal del banco de Avenida Callao, entre Mitre y Perón, puede verse un afiche de una familia feliz con esta inscripción en letras de color naranja: "Queremos impulsar tus sueños y proyectos". En la misma entrada, sobre la vereda, duerme una familia. Una pareja, dos hijos pequeños y un bebé en pañales que reposa sobre el pecho de su madre. Están acostados sobre colchones de una plaza, entre bolsas con ropa, un cochecito, un oso de peluche y una caja que dice: "Quedamos en la calle, necesitamos tu ayuda".
Las calles de Buenos Aires ofrecen esos contrastes: eslóganes positivos de una publicidad en el mismo lugar donde fue escrito un mensaje desesperado.
La zona de cajeros de los bancos situados a lo largo de avenida Corrientes y Rivadavia, desde 25 de Mayo a Pueyrredón, se convirtió en refugios para cientos de personas que viven en la calle.
Pero durante cuatro días no quedará rastro humano de esa postal de la pobreza. Ese territorio será vallado en medio de los operativos de seguridad por la cumbre del G20, que comienza hoy.
"Nos barren como si fuéramos basura. Está claro que no quieren que los presidentes del mundo vean una ciudad con pobres. Perdí mi laburo hace un año y hace cuatro meses me echaron de una pensión de la calle Pavón, en Constitución, porque no pude pagar", dice Mario, que suele parar en la puerta de una librería, en Callao casi Corrientes.
Cuenta que el lunes dos policías se le acercaron para advertirle que antes del viernes debía abandonar la zona. "Les dije qué pasaba si no me iba. 'Te van a meter preso, te conviene irte lejos'. No me queda otra que buscarme otro lugar".
Sin embargo, tanto la Policía de la Ciudad como el ministerio de Desarrollo Humano y Hábitat del Gobierno porteño aclaran que ninguna persona, salvo que viva en ese sector, debe permanecer en la zona de seguridad. "No es sólo para las personas en situación de calle, sino para todos. Es más: a quienes viven en la calle les propusimos trasladarlos a los paradores y comedores de la Ciudad", dice una fuente del Gobierno porteño.
Según un relevamiento de la ONG Proyecto 7, actualizado en junio de este años, más de 6300 personas viven en situación de calle en la Ciudad de Buenos Aires, 1000 personas más que el último semestre del año pasado.
Vivir afuera
En el banco de Callao y Sarmiento viven cuatro jóvenes. La líder del grupo es Lucía, de 33 años. Su sueño es ser actriz. Admira a Carla Peterson, Nancy Dupláa y a Julieta Ortega, de quien nunca olvida su personaje de Graduados. Cuando consigue unos pesos, Lucía va a ver películas al Gaumont, en Rivadavia entre Montevideo y Rodríguez Peña. Las que más le gustaron fueron El ángel y El Potro, sobre la vida de Rodrigo.
Tiene una tristeza instalada en la mirada, que permanece aunque se ría a carcajadas. Desde que la miseria la atravesó como un rayo anunciado, olvidó lo que significaba dormir en una cama bajo techo. Siente que la vida que tuvo antes de parar en la calle fue la de otra mujer, ajena a ella. La intemperie la volvió desconfiada, con una templanza casi guerrera.
"Extraño mi vida anterior, despertarte y tomar café con leche. Eso lo perdés. Pero por otro lado me siento libre. En la calle aprendés a dormir con un ojo abierto. Pero una se acostumbra a todo. He llegado a dormirme al lado de las vías de un tren. Hay mucho peligro. Gente rastrera que roba para comprar paco, o policías que nos quieren sacar. Igual hay muchos canas buenos. Nos conocen por nuestro nombre y nos despiertan cuando tenemos que irnos de los cajeros, tipo ocho de la mañana", cuenta Lucía.
Fabián, que duerme al costado de los cajeros, dice: "Ya nos dijo la Policía que nos tenemos que ir a otra parte. Si nos quedamos dicen que nos van a meter en cana. No es fácil moverse de un lado a otro. Quizá vayamos a Recoleta, si es que no está vallado. Vamos a movernos en grupos, pero hay linyeras que están chapita y no piensan moverse porque no entienden qué está pasando".
Fabián se quedó sin trabajo hace siete meses. Hacía delivery en una bicicleta de una parrilla de Chacarita. Lo echaron porque discutió con la dueña. Al otro día le robaron la bicicleta. "Probé de ir a los paradores pero podés estar pocas horas y desconfían de todos nosotros. Hasta pusieron un detector de metales", relata.
Bin Laden es Oscar, un hombre de unos 45 años. Vive en la calle hace 15. "Con mi apodo ahora que vienen estos tipos me pueden meter en cana", dice y al reírse deja al descubierto que le faltan cuatro dientes. "Me tuvieron qué explicar que era el G20 porque no tenía ni idea. Lo mismo cuando hace años entré en un negocio y el dueño me dice: '¡Bin Laden!'. ¿Quién corno es ese?, le pregunté. Me dijo: 'El ñato que voló las Torres Gemelas'. ¡No tenía ni idea!".
Sus primeros días en la calle fueron como llegar a un territorio hostil. Un destierro sin salir de la ciudad. La Policía lo requisaba y hasta sus propios compañeros de calle le sacaban sus pocas cosas. Pasó dos noches sin comer porque no se animaba a pedir y no conseguía trabajo. Al tercer día un panadero le regaló tres medialunas del día anterior y fue como haber recibido una pequeña dosis de coraje. Se agarró a trompadas con un hombre que le había pegado a una mujer delante de sus ojos y al ganar la pelea se sintió vivo. Seguía sin conseguir trabajo y le daba vergüenza pedir a la gente. Probó de franela pero otro trapito lo echó del territorio. Desesperado, entró en mercados y comenzó a robar mercadería. Cuando entraba era un hombre flaco, pero salía como si hubiese engordado diez kilos. Con mercadería que ocultaba en su campera y en los pantalones.
"Robaba queso, fiambre, pan, dentífricos, champú, jabón. Y después lo repartía entre los compañeros de ranchada. Dejé de hacerlo cuando unos chinos me descubrieron y caí preso. Hasta tenía un pantalón con botamanga doble, me había hecho experto", dice Oscar. Luego agrega, con los ojos llorosos: "Necesito que me saquen de acá, por favor, quiero vivir dignamente".
En la zona de Abasto, Kevin -21 años- cuenta que tuvo problemas con el paco y ahora asiste a un centro de día para tratar su adicción. "En mi peor etapa llegué a intentar robar a toda persona que se me cruzaba por la calle con un revólver de juguete. Hasta que uno se dio cuenta y me volteó de una trompada. La gente se sumó y quisieron lincharme", recuerda. También vive entre los cajeros del banco. "Se convirtieron en nuestros departamentos. Uno puede elegir que tenga vista a determinada calle, o que sean más grande. Entre los indigentes nos visitamos, hay camaradería, salvo algún que otro rastrero que no tiene códigos".
A Kevin y a otros linyeras, la Red Puentes –un grupo militante- les dio folletos para que tomen recaudos durante estos días. "Tienen preparado un megaoperativo que va a perseguirnos a todos. Para cuidarnos, circulá siempre en grupo y lejos de las zonas restringidas o prohibidas. Si tu ranchada queda en una de estas zonas, tratá de moverte hacia otros lugares e intentá estar lo más careta posible para poder prestar atención a lo que ocurre a tu alrededor".
Luli, una amiga de Kevin que vende estampitas religiosas, cuenta: "La calle se volvió una selva en la que nos mezclamos todos. Los que se cayeron de la vida hace muchos años y los que hace poco están viviendo en la calle. En realidad es malviviendo en la calle, porque nadie puede vivir bien de esta manera".
Luli elaboró una teoría para saber quién vive en la calle desde hace poco tiempo. "Si es mujer y ves que está maquillada, seguro que es una costumbre que arrastra desde cuando podía mirarse al espejo y pintarse los labios. Lo mismo con los olores. Los que llevamos años en la calle olemos mal, y los que están hace poco todavía conservan el olor de los que pueden bañarse y perfumarse cuando quieran".
"El lunes volvemos, esto es como un fin de semana largo que nos dieron", dice Brian. Tiene 28 años y vive en la calle junto a su pareja y sus dos hijos: Ailyn, de tres, y Francisco, de cinco.
A veces duermen sobre un colchón flaco de dos plazas sobre Rivadavia y Pasco. Pero varían la zona. "Vivíamos en una pensión hasta que me quedé sin laburo, era peón de albañil", dice Brian.
Luego se mete en un contenedor y busca en la basura. Sus hijitos juegan con su madre, ella les habla pero se impone el ruido del tránsito. "En los contenedores siempre encuentro cosas. Una vez apareció una pistola descargada. La vendí a un tipo que funde acero. Un pibe encontró una vez un sobre lleno de guita, era de un banco. Se ve que se les traspapeló", cuenta. Otro amigo suyo llego a dormir en un contenedor y se despertó Justo cuando el camión de la basura lo levantaba.
En Sarmiento y Ayacucho, un hombre arrastra una bolsa de arpillera llena de ropa. Es joven, pero viste como los vagabundos que describía Máximo Gorki: zapatos negros grandes y agujereados, un pantalón marrón arrugado, una camisa apolillada y un sacón gris. "Dormí en todos lados, nunca paso dos noches seguidas en un mismo lugar. ¿Por qué? Porque la Policía me despierta, me echa y me pega, sólo estoy tranquilo cuando camino al costado de la ruta", dice Rubén. "Ahora me estoy mudando vaya a saber dónde".
Rubén está en la calle desde hace 20 años. En su peregrinaje vio de todo: la represión del 20 de diciembre de 2001, muertes, choques, robos, peleas. "Me ligué más de un balazo de goma por estar donde no tenía que estar. Tengo golpes en todo el cuerpo. Una vez casi me pisa un tren. Me siento perseguido todo el tiempo, no me gusta pedir. No soy mendigo. Quiero ganarme la plata trabajando. A veces pasó un día sin comer y me duele la cabeza".
Desde el miércoles por la noche él y decenas de vagabundos dejaron sus refugios habituales para migrar hacia otros barrios, lejos de la zona roja del G20. Para ellos no es un encuentro entre poderosos líderes mundiales. Sino un fantasma monstruoso que amenaza con devorarlos con sus garras. "Nos están desterrando de la ciudad", dice Rubén. Desterrados de la intemperie.
Fuente: Infobae