El chiste consiste en un juego de palabras con un doble sentido. Una mujer le pregunta a su amiga, en el álgido momento de la intimidad, si su marido se ha casado con ella por amor o interés. La aludida responde: a mí me parece que, por amor, porque interés demuestra poco.
Es posible que lo que hoy se llama amor, no deje de ser, en el fondo, interés (y no precisamente su carencia). Lo vemos en la prensa del corazón y en la instantaneidad de la TV rosa: esos programas atiborrados de famosos, que se lían, para engaño y publicidad, a mamporrazos después de haber estado locamente enamorados.
Simulación para la pasta. Ya describía Claudel que «el amor ilusorio es el presentimiento de lo que es, a través de lo que no es». Es decir, que el verdadero amor, el ilusionante, consiste en dejar de ser unos ilusos para convertirnos en seres que asumen sus responsabilidades, dejar de ser niños permanentes y pasar a apechugar y tirar del carro como corresponde a un adulto. Por eso, es desdichada la ilusión que consiste en el cinismo, en hacer negocio: económico o carnal, o ambos a la vez.
Hacer el amor, expresión vetusta que sugiere su fabricación mecánica: agitación carnal pura. Ya en el siglo XVIII, el ilustrado N. Chamfort decía del amor que no es más que «el intercambio de dos fantasías o el contacto de dos epidermis». ¡Y en esas estamos!
El amor no se puede sacralizar, porque entonces se profana y se banaliza. El amor está hecho para adherirse a la religión y no para ser su propia religión, decía G. Thibon. Por eso mismo, la unidad de los esposos ha de realizarse en un plano superior al de la pasión.
Es preciso que el amor pase de la carne al alma (no es platónico: va de los sentimientos a la razón), y lo que comenzó como un sueño, una verdadera ilusión, una conquista, se convierta en una ofrenda. Sin esta purificación, el amor no escapa a lo ilusorio: ilusión marchita.
Los jóvenes se han de persuadir de que el modo de vida que se les ha inculcado, de modo acrítico, y que los lleva a manifestaciones del tipo «mi vida es mía y hago lo que quiero», no deja de ser un señuelo excéntrico y misantrópico que fácilmente se convierte en pesadilla. Y si tal hecho es mayoritario, tenemos un problemón.
Han de asumir que la libertad conlleva responsabilidad; y han de definir un modelo de vida personal, un proyecto de futuro. La instantaneidad puede ser gratificante aquí y ahora hago lo que me da la gana, me divierto en lugar de estudiar, me acuesto con quien quiero, etcétera„, pero genera un gran estrés y una tremenda labilidad: personas inadaptadas, con tendencia a la frustración, caprichosas y fácilmente irritables.
Pedro López para Levante-emv
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